Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Cuarto de maratón

Media_Maraton

Habría preferido que sonara un disparo que pusiera a todos en fuga. En lugar de eso, un hombre intentaba animar a los corredores a punta de gritos destemplados. Delante de nosotros había una masa densa, que se movía con la lentitud de una fila de supermercado.

A mi lado estaba Elsa quien, junto con Jorge, su esposo, tuvieron la amabilidad de pagarme la inscripción a la maratón. Hablábamos sin descanso, que es nuestra manera de aferrarnos al universo. Estábamos ansiosos porque en éramos primíparos en competencias deportivas.

Quizás yo estaba más asustado que ella porque detuve el entrenamiento en mayo y lo retomé una semana antes del certamen. El martes, para completar males, habría comprado tenis (primer error) y los estrené el jueves corriendo diez kilómetros (segundo error). Cuando llegué a la casa no podía apoyar el pie izquierdo. Lo dejé en hielo toda la tarde. Al siguiente día pude apoyar el pie pero estaba tan adolorido de las piernas que no podía subir escaleras sin gritar. El domingo, para mi fortuna, el dolor se había reducido considerablemente (aunque debo confesar que aún lanzaba resuellos en el calentamiento).

La masa de corredores se compactaba a medida que se acercaba a la tarima en la que el hombre se esforzaba por hacer que la multitud gritara. Al final optó por guardar silencio y poner Colombia Tierra querida, interpretada por Matilde Díaz. La cumbia, contrario a los gritos del hombre que estaba vencido en la tarima, levantó el grito eufórico de la multitud.

—¿Qué pasa con estos hijueputas que no se mueven?, —gritó un hombre con el smartphone a todo volumen.

Lo imaginé embutido en un carro gritando y pitando junto al millón de dementes que nutre las calles bogotanas. Cuando pasamos la franja negra el tipo salió desbocado, empujando a todos los que se encontraba frente a él.

En la carrilera del tren, a no más de 200 metros del punto de salida, había un señor doblado, con las manos en los muslos, intentando tomar aire. ¿Cómo se puede ahogar alguien tan rápido?, me pregunté al verlo en ese estado. Segundos después apareció una muchacha moviendo los brazos de izquierda a derecha con un movimiento cómico, sacudía las caderas, los hombros y daba pasos que sonaban como rasguños de lija. Se ahogó 100 metros más adelante. Al igual que el señor de la carrilera, se inclinó para recuperar el aire. A su lado había una muchacha que le tomaba el cabello para que no barriera el piso con él.

En el segundo kilómetro el hombre del smartphone estaba sentado en un andén enfrentando sus propias limitaciones mentales. Digo mentales, no con él ánimo de ofenderlo, sino porque en las carreras de fondo vale más una mente fortalecida que unas piernas musculosas. Si la mente se da por vencida, no hay nada que hacer. Sin embargo, si las piernas se vencen, el cerebro las empujará hasta que llegue a la meta sin importar si faltan diez kilómetros.

Con Elsa nos fuimos trotando a una velocidad uniforme, sin que sintiéramos el afán de quienes corrían desbocados. A nuestra edad se ha llegado a la certeza que nada se hace instantáneamente. Todo hace parte de un proceso que tarda semanas, meses o años. ¿Para qué afanarlo? Que fluya a su velocidad. Que llegue cuando deba llegar.

Avanzábamos mientras recordábamos la época de la universidad, enumeramos la vida de amigos comunes, hablamos sobre Natalia Vélez-Guerrero, una mujer hermosa y brillante como pocas y sobre Fernando Suavita, un hombre de cincuenta y nueve años que hace mejores tiempos que los muchachos de veinte.

En el kilómetro seis empecé a sentir cansancio. Tenía el ritmo cardiaco en 168 pulsaciones por minuto. No tardaría en sentirme ahogado porque el corazón habría sobrepasado el 90% de su capacidad. Bajé la velocidad, y antes de subir el puente de la Esperanza con Avenida 68, empecé a caminar mientras contemplaba a Elsa perdiéndose en la mancha azul que cubría la superficie del puente.

A partir de ese momento la carrera fue un largo soliloquio en el que me pregunté, entre miles de cosas, por Fernando Suavita, quien en ese momento corría 21 km en el mismo evento y por Natalia Vélez-Guerrero quien corría 21 km, pero en San Francisco. También escuchaba el fandango de conversaciones que enumeraban viejas buenas, infidelidades de compañeras de oficina, de esposos que no sirven para nada, de hijos que empiezan a caminar o que lanzan platos contra las paredes cuando no le compran el celular que quieren.

Faltando un kilómetro subí al andén para avanzar más rápido. Tuve que esquivar perros, un grupo de punkeros con una caja de vino, mujeres comiendo conos, muchachos con la bandera de Colombia. Antes de llegar a la glorieta retorné al grupo de corredores, bajé la velocidad porque era imposible adelantar en esa masa compacta y me dejé llevar por la multitud. Al final crucé la meta con cuando el reloj marcaba 1:17:29.

Recibí la medalla, estiré músculos y en el maletero me encontré a Elsa con la misma vitalidad que tenía cuando se perdió entre la multitud. La exigencia no le borró la sonrisa. Al contrario, le dio un lustre nuevo. Parecía que acaba de sacarla de un cajón del alma. Caminamos más de dos kilómetros hasta llegar a un paradero del Sipt en la Avenida Rojas.

En la tarde nos inscribimos con Elsa en el Global Energy Bimbo, una carrera de 10 kilómetros. Mi idea es bajar el tiempo a 1:10:00. Aunque, como siempre, es un objetivo secundario. El objetivo principal es divertirme, llegar a la meta (sin importar el tiempo) y planear la siguiente carrera porque siempre quedan energía para una carrera más y siempre quedan deseos de vencer el cansancio y el temor, de hacerle pistola a la enfermedad y a la muerte.

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Fuente de la imagen: http://www.reporterosasociados.com.co/2015/07/el-mas-rapido-del-mundo-gano-la-mmb-2015/

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