Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Como un barco enloquecido

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Dedicado a Natalia Vélez-Guerrero.

Salí del concierto de la Orquesta Aragón en la madrugada. Esperaba encontrar una noche helada, como todas las noches de Tunja, pero la brisa a duras penas movía las hojas de los árboles que rodeaban una plazoleta de cemento, con bolsas de basura recostadas contra los postes.

Caminé hacia la esquina en la que había una chaza de pinchos en la que comían un señor alto, de cabello blanco, y un hombre de cuarenta años. El hombre alto era el vocalista de la Orquesta Aragón y su acompañante uno de los violinistas.

—Nunca había visto bailar a alguien como usted lo hacía en el escenario —le dije al canoso.

—Gracias, caballero.

—En la isla, a sus ochenta años, es el mejor profesor de baile —aclaró su acompañante.

En ese momento recordé a ese hombre bailando y cantando como un muchacho de veinte años. En la otra orilla del escenario, como si estuvieran en dos extremos de un río caudaloso, Alfredo de la Fe se ahogaba por la acumulación de kilos y años.

—Maestro, ¿cree que podría enseñarme alguno de sus pasos? —pregunté con la intención de que el señor se excusara por cansancio o falta de tiempo.

Le dio el último sorbo a su bebida y dijo «sígueme» mientras movía pies y manos. Intenté seguirlo, pero renuncié al tercer intento.

Se rascó la coronilla abrumado.

—A ver, intenta este —Cambió de movimientos.

Lo seguí con bastante dificultad. De nuevo se rascó la coronilla.

—Nos cuesta bailar a quienes nacimos lejos del mar —aclaré.
—En ese caso deberías ir a la isla para que una mulata te contagie el sabor.

—¿Una? Necesita dos mulatas y como cuatro meses en la isla —acotó el violinista divertido con mi torpeza.

—Con una mulata y un mes sería suficiente —Ajustó la cuenta el anciano.

—Dos mulatas no estarían mal: finalmente soy muy torpe.

Soltaron una carcajada que se enredó con el pito del bus que los llevó a Tunja.

—Debemos partir —dijo el maestro afanado.

—Te esperamos en la isla con dos mulatas —afirmó el violinista después de despedirse apretando suavemente mi mano.

Emprendí el camino con las manos hundidas en los bolsillos. En la otra esquina de la plazoleta me encontré con Cintia y Jota, una pareja que conocí en la fila que antecedió al concierto.

—Te perdiste —dijo Cintia —. ¿Cómo te pareció la orquesta?

—Era todo lo que esperaba… y mucho más.

—Te vimos bailando con el señor canoso.

—Dirás: «te vimos haciendo el ridículo frente al canoso».

Cintia sonrío al tiempo que Jota me dio una palmada en la espalda. Después dijo:

—Vamos a la Torralba, ¿nos acompañas?

Estuve tentado de aceptar la invitación, pero sabía que haría mal tercio.

—No, gracias. Debo buscar hotel.

—¿Qué pasó con tu amiga? —preguntó Cintia intrigada.

—Se fue antes de que terminara el concierto… la hija no podía dormir.

En ese momento el recuerdo de Carolina arribó a mi mente como un buque que navega en aguas pantanosas.

—¿Seguro que no nos quieres acompañar? —insistió Jota.

—Gracias. En serio me preocupa el hotel. Tunja no es una ciudad para amanecer en las calles.

Estreché la mano de Jota y luego le di un beso en la mejilla de Cintia, quien me miraba como si presintiera que era mejor insistir.

Minutos después estaba en Bruder, un bar de mesas redondas, sillas sin espaldar y un televisor al fondo del local en el que se repetía el mismo video. Algunas sillas estaban sobre las mesas, mostrando unas patas robustas.
La mesera me entregó la carta y se quedó a mi lado, esperando que pidiera. Quise pedir el Margarita con el que inicio mis peores borracheras, pero decidí que Carolina no merecía más alcohol.

—Un té helado, por favor.

—¿Té?

—Sí. De durazno.

Le sostuve la mirada para que se diera cuenta que hablaba en serio. Contemplé las sillas como banderillas sobre el lomo de las mesas, el televisor que continuaba repitiendo el video de muchachitos que sacuden las melenas y un borracho que hablaba solo. El lugar me recordó los versos de Carlos Castillo Quintero:

Hago parte de los vencidos
de los olvidados.

Parecía que Carlos o el poema o la vida querían ajustar cuentas con la noche.

Bebí el té de un sorbo. Levanté el vaso para que trajeran otro. El borracho del fondo levantó la botella de aguardiente y brindó a la distancia, imaginando que me solidarizaba con su frustración.

—Te esperaremos en la isla con dos mulatos —repetía el violinista, una y otra vez, con voz y acento filtrados por mi memoria. Por un instante me imaginé abrazado a dos morenas mientras caminaba por un valle de luz.

A mitad del segundo té, el borracho se levantó con la intensión de sentarse en mi mesa. Me levanté antes que llegara y me fui a la caja.

Salí para buscar hotel.

Una hora después había ido al hotel San Francisco, que quedaba una esquina de la Plaza de Bolívar. Quería ver el amanecer acorralando la neblina enredada en las patas de un Palomo encabritado. El hombre que estaba detrás de un escritorio de madera tallada, me miró de pies a cabeza al tiempo que jalaba unas tirantas negras, desgastadas, flojas. Se levantó, dejando ver un abdomen que osciló.

—El último cuarto me pertenece —dijo con coquetería —. Usted verá si se anima.

—Viejo marica —respondí con repulsión.

Fui a un puñado de hoteles en los que atendían mujeres de mirada agria que me decían, casi gritando, que no había cupo. Creí que no me quedaba otra opción que caminar hasta que amaneciera. Bajé por la doce, una calle cercada por farolas de dos metros de altura, subí por la Once, una calle igual que la doce, di vueltas por la Plaza de Bolívar, me senté bajo las patas de Palomo y fui por Bruder que estaba cerrado igual que la Torralba. Caminé hacia el Parque Pinzón, del que emergía la algarabía de un puñado de jóvenes que pogueaban a la velocidad de la música que salía de un picop.

Continué bajando por una calle empinada, que llegaba al cementerio y que terminaba en un parque que parecía una cesta de pasto.

Frente al cementerio apareció un taxi.

—Hermano, ¿conoce algún hotel que tenga cupo? —pregunté desde la ventanilla del copiloto.

—¿Fue a los del centro?

—Sí.

—Entonces vayamos al hotel que queda después de Los Muiscas.

Cruzamos la ciudad a ciento treinta kilómetros por hora, con el recuerdo de Carolina atravesado en el pecho.
Asómate amor mío

que el cielo ha encendido un fandango
en su comba lejana
y no hace frío.

Raúl Gómez Jattin declamaba en la penumbra de mi memoria.

Generalmente la poesía me sacude, me da dos bofetadas y me abandona a mi suerte. Sin embargo, esa noche decidió abandonarme frente al mensaje de texto que le envíe a Carolina la noche anterior, cuando llegué a Tunja: “Esta noche nos cobijará el mismo cielo”. No hubo respuesta. Nunca la hay. Carolina acostumbra cerrar las puertas, cuidándose de dejar una ventana abierta para que ella y Tunja se transformen en palabras que se van por las cañerías del olvido.

Llegamos al hotel. No había cupos. El taxi se fue con el mismo afán con el que llegamos. Ni siquiera me dio oportunidad de pagarle la carrera. Caminé hacia el norte sin saber qué hacer.

Una hora después apareció un burdel que naufragaba bajo la lluvia como un barco que llevara un cargamento de borrachos y mujeres semidesnudas. Su puerta escupió una pareja de hombres. El primero llevaba una ruana y caminaba con dignidad, sin darse cuenta que estaba desnudo. El otro lo seguía, pidiéndole que lo perdonara. Sólo tenía un zapato. Parecía no sentir el fango en el que se hundían su pie descalzo.

En la punta de la escalera un hombre forcejeaba con una muchacha en ropa interior.

—¡Vamos! —insistía ante la negativa de la mujer.

Segundos después el vigilante lo bajó a empujones, mientras el hombre repetía el nombre de la mujer con desesperación.

Después de la escalera había un pasillo que terminaba en una cortina de cuentas de madera, como en las películas.

Al otro lado de la cortina había un local enorme. A la derecha un grupo de borrachos dormían en sillones de cuero, en el centro dos parejas oscilaban al ritmo de la música, a la izquierda una barra larga y negra, como la noche que no quería terminar y al final de la barra estaba una muchacha con una actitud sombría que desentonaba con la algarabía.

—¿Qué te trae a este lugar? —preguntó con acento de tierra caliente.

—Vengo a celebrar mi cumpleaños.

—¿Solo?

—Completamente solo.

—¿A qué te dedicás?

—Soy melancólico.

Sonrío sin ganas.

—Tranquilo: acá no tenés que enamorarme. Acá sólo necesitás plata para acostarte conmigo —dijo con una aflicción que no se tomaba el trabajo de disimular —. ¿Cómo te llamás?

—Diego —dije sin mirarla a los ojos —. Y tú, ¿cómo te llamas?

—Daniela Ríos… ¡Qué grosera soy!… ¡Feliz Cumpleaños!

Se bajó de la silla y me abrazó con fuerza, como si fuéramos amigos de toda la vida. Sonaron tambores, bongoes, piano y trompetas.

Gan gan y gan gon siempre están contentos.

Daniela bailó como si la tristeza hubiera sido una basurita que se posó en su falda. Era inevitable compararlas con las jovencitas de esa edad que había conocido en los últimos años. Todas alumnas. Todas felices e irreverentes a pesar de haber crecido en una ciudad varada en el siglo diecisiete.

—Escribiré un cuento para ti —dije.

—Ve… ¿y es que vos escribes?

—A ratos.

Hablamos hasta las cuatro de la mañana, momento en el que dijo:

—Muy rica la charla, muy ricos los Smirnoff, pero no estoy para hablar con los clientes, sino para acostarme con ellos. Concretemos o tengo que buscar a otro.

—¿Con cuántos hombres te has acostado hoy?

—Con ninguno. Por eso el patrón me está afanando —Señaló con el mentón a un barrigón de bigote espeso.

—¿Cuánto?

—Cuarenta por el rato.

—¿Cuánto tiempo es el rato?

—Quince minutos.

Callé unos segundos.

—Sesenta por media hora —recatee.

—A nadie le hago rebaja, pero me caíste bien porque eres decente.

—¿Decente? Me parece que venir a las dos de la mañana a un burdel no habla bien de mi decencia.

—No me has tocado como hacen los otros.

Miré alrededor: todos los hombres tocaban a las mujeres con algo más que deseo. Parecía que querían subyugaras con sus toqueteos salaces, con sus apretones violentos.

—¿Vamos? —preguntó.

Me levanté de la silla. Me tomó de la mano y me llevó al rincón en el que había un escritorio y una mujer de veinte años con cara de cólico.

—Arreglé media hora por sesenta —le dijo Daniela a la mujer.

—¿Tan poquito? Usted verá si quiere regalar su trabajo —hablaba con los brazos cruzados —. La plata —me dijo con rabia.

Entregué los billetes. Los pasó por la máquina para verificar que no eran falsos, los metió en un cajón de madera. De otro cajón sacó dos preservativos y un rollito de papel higiénico que lanzó sobre el escritorio.
Daniela me tomó de la mano y me llevó por un pasillo angosto en cuyo margen izquierdo había cuartos con cortinas en lugar de puertas. Entramos a un cuarto de uno cincuenta por dos metros. En el margen derecho había una cama vieja frente a una caneca llena de preservativos y papel higiénico.

—Desvístete que media hora se pasa volando.

—Me parece que fue mala idea venir contigo.

—Desvístete —repitió Daniela sin prestar atención a lo que le había dicho.

Se desvistió de afán. Sus piernas y sus nalgas parecían desaparecer en la penumbra de un bombillo que titilaba.

—¿Por qué no te desvistes? —preguntó con las manos en la cintura amoratada por el frío que entraba por todas partes.

Desde afuera llegaba el enredo de una pelea. Caían botellas, un puñado de hombres se amenazaban y las mujeres gritaban.

Me desvestí sin ánimo.

—¿Por qué está desanimado? —Señaló mi verga.

—Gastaría más de media hora contándote… digamos que estoy despechado por una mujer de tu edad.

Me miró con la cabeza inclinada hacia la derecha.

—Espera a ver si lo convenzo —dijo masturbándome—. Ves que sí quería —afirmó minutos después, cuando la verga había crecido algunos centímetros.

Me puso el preservativo y se inclinó para mamármelo. Succionaba, masturbaba y movía la lengua con maestría, pero yo no sentía nada. Sólo pensaba en las circunstancias que me llevaron hasta esa cama.

—No te desconcentrés —pidió Daniela cuando sintió que la verga perdía rigidez. Hice el inventario de imágenes excitantes para sostener una erección precaria.

—Deja así —pedí agobiado por el esfuerzo.

—Intenta penetrarme.

Se acostó. El cuello le quedó doblado Se movió sutilmente mientras abría las piernas. Me acomodé entre ellas y tomé mi verga para entrar. Cerró los ojos como si esperara un momento doloroso y después cruzó una expresión de asco por sus labios. Contemplé su piel amoratada por ocho horas de frío, la arruga que se formó en su cuello por la posición de la cabeza, los pezones más claros que he visto en mi vida, el vientre con el tatuaje de su nombre tejido con hojas y espinas y cuyo capullo era la diéresis de la i, su pubis depilado y mi verga flácida. Remonté el camino para encontrarme con sus ojos, que me observaban con curiosidad.

—¿Por qué me mirás así?

—No puedo.

Me acosté boca arriba. Contemplé las cicatrices que el tiempo había dejado en las paredes, la roseta desprendida del techo, con cables blancos y el bombillo que titilaba. Me quité el preservativo y lo lancé a la caneca. Daniela puso la cabeza sobre mi pecho y me acarició el abdomen con su mano izquierda.
La pelea dio paso a un rumor que fue superado por trompetas que presagiaban una ranchera. Segundos después emergió la voz de José Alfredo Jiménez:

Ando volando bajo
mi amor está por los suelos

Daniela giró, apoyando su cabeza sobre mi brazo izquierdo. Su espalda buscaba el calor de mis costillas. Giré quedando detrás de ella, con el brazo derecho sobre su vientre. Acarició mi brazo con ternura.

Después de treinta y tres años de buscar el amor, lo encontré al lado de una mujer con una soledad más profunda que la mía. Y no digo que lo encontré porque me enamoré de ella, lo que sería absurdo. Lo digo porque esa noche, cuando me aferré a su desnudez como si no existiera otra cosa en el mundo, entendí que el amor no es una búsqueda abstracta, como había pensado hasta entonces. El amor tan sólo es una sonrisa en mitad del naufragio.

—¿Se enamoraron o qué? —gritó una mujer desde el otro lado de la cortina.

—Ya salimos —respondió Daniela con voz de sueño —. Dame tu celular —susurró en mi oído.

Se lo di. Grabó un número en mis contactos. Me hizo un guiño cómplice y una sonrisa. Nos vestimos rápidamente y salimos a un local vacío. Sólo había un hombre con la camisa abierta hasta la boca del estómago y sombrero de cuero.

Dejé a Daniela en la misma silla en la que la conocí y me fui.
En la calle había un grupo de taxistas que bebían aguardiente entre la algarabía de un picop a todo volumen. Al otro lado de la carretera pasaron Charlie B y Carlos Castillo Quintero. Reían a carcajadas. Su risa era tan contagiosa que estuve tentado a acompañarlos. Pero no lo hice. Preferí caminar sin rumbo, como si fuera un barco enloquecido.

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