Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Cliché

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No pensaba traicionar a mi esposa. Es más, ni siquiera había planeado que nos encontráramos, por no decir tropezáramos, en la biblioteca. Fue un momento incómodo en el que cada uno deseaba dar la espalda y perderse en la multitud. Sin embargo la cortesía exigía que saludáramos, hiciéramos las preguntas y los elogios que se usan en estos casos, diéramos media vuelta y nos fuéramos cada uno por su lado. El problema fue que las sonrisas empezaron a brotar y los ojos se encontraron. El resto fue protocolo: cortos pero efectivos trámites de las palabras que desembocaron en la mención del motel que queda a pocas cuadras de la biblioteca.

Después se hicieron las llamadas respectivas a su esposo y a mi esposa. Ella se burlaba de mis manos sudorosas y del temblor de mi voz.
—No sabes mentir, —afirmó al final de una carcajada llena del orgullo que supone ser experta en el arte de falsear los caminos de la verdad.
En efecto no sabía mentir. Era la primera vez que lo hacía. Ella, por el contrario, se había acostado conmigo y otros hombres sin que apareciera la menor señal de arrepentimiento.
—Vamos, —dijo llevándome de la mano como se lleva un niño al primer día de escuela: con la seguridad que aprenderá que la vida es demasiado grande para dejarse encarcelar en definiciones y conceptos.

—¿Qué pasa? ¿No tienes ganas?, indagó con una mirada desilusionada.
Mi pene estaba arrugado, frío y acostado contra mi pelvis.
—Parece que no quiere, —dije para llenar con razones el enorme silencio que generaba la contemplación de ese desobediente  pedazo de cuerpo.
—Déjalo, —indiqué cuando ella empezó a lamerlo, succionarlo y masturbarlo para imprimirle la energía de otras épocas.
—¿Estoy muy fea?, —inquirió con voz temblorosa.
—No eres tú, soy yo, —respondí con la satisfacción de emplear las mismas palabras que ella usó para señalar que había terminado el pequeño romance que sostuvimos a lo largo de tres meses (y de quien supe después, había terminado porque salía simultáneamente con mi jefe).
Lo triste era que ella y yo empezábamos a ser un lugar común: relaciones que terminan, celos, infidelidades, puñeteras con el jefe y cientos de clichés reunidos en el espacio que separa un romance del siguiente. Terminamos cumpliendo el estereotipo a pesar que son tantas las variantes en las que la realidad se manifiesta. Duele tener la misma suerte de un personaje de cualquier novela venezolana. Hasta el nombre me funciona: Diego Germán. Quizás si tuviera un apellido pomposo me acercaría un poco más al Universal Platónico-Venezolano que haría de ella La Mujer y de mí El Hombre, los dos en mayúsculas para señalar que encarnamos todas cualidades y todos los defectos existentes en el universo de las telenovelas venezolanas.

Ella entretanto, continuaba reavivando el miembro, que como sabemos todos los hombres del mundo, sólo cumple los designios de su caprichosa e insondable voluntad.
—¡Déjalo!, indiqué con fastidio. —Ese man no piensa parase hoy, —concluí.
—¡Maricón!, —respondió con el odio con el que las mujeres trasmiten sus propios temores. Porque el asunto no es que le preocupara que fuera impotente. Ese, visto a la luz de las circunstancias, es un problema que sólo me competía a mí (y eventualmente a mi esposa). Tampoco podría pensarse que un polvo menos hiciera la diferencia en su abultado cronómetro. Menos aún, que el deseo insatisfecho le arruinara la semana. Siendo sincero, todas las mujeres sobreviven con unas apetito que nunca, bajo ninguna circunstancia, quedará satisfecho gracias a que cada orgasmo les permite atisbar uno más grande, que a su vez les deja ver otro superior y así hasta el infinito… y más allá, porque las mujeres, en asuntos sexuales, conocen aquellos confines que ni el más imaginativo de los hombres podrá entrever en sus acaloradas noches de sexo.

Se levantó y fue hasta la silla en la que descansaba su cartera y sacó un revólver. Me apuntó a la frente. Empezaban a borrarse los límites de la convencionalidad, a dejar de ser una reproducción de cualquier novela venezolana para pasar a pertenecer al grupo de desafortunados hombres que aparecen en las fotos de periódicos amarillistas bajo un título sugestivo. En mi caso, pensaba mientras ella me miraba con el resentimiento que sentía por sí misma, el titular debería dejar claro que moría fusilado a causa de una disfunción eréctil (“le dieron chumbimba porque no le sirvió la chimba”). Sé que suena increíble que pensara esas estupideces estando al borde de la muerte, pero mi cabeza se va por caminos insólitos cuando está bajo presión. Intentó martillar el revólver pero sus dedos no tenían la fuerza para hacerlo. Mientras intentaba hacerlo, mi mente se fue limpiando lentamente, como si fuera un tablero acrílico al que se le pasa un trapo humedecido con metanol.
—¡Espera!, —grité cuando sentí un calor que cosquilleaba por las vecindades de los testículos. Millones de mililitros corrían por los cuerpos cavernosos levantando el pene con la misma algarabía con la que los soldados estadounidenses izaron la bandera en la cima del monte Suribachi. La erección contradecía en su contundencia el sentido común, la biología y quizás la psiquiatría.
—Venga mamacita recordamos viejos tiempos, —indiqué para disipar las tinieblas que habían crecido en los minutos preliminares…

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