Paseo
Eran las dos de la tarde. Las nubes estaban gordas, ansiosas de desplomarse contra los árboles. Pero no se atrevían. Sólo continuaban su ruta hacia otros atardeceres.
Llegamos prendidos por el efecto de dos botellas de Tres Esquinas que tomamos en el techo del bus de Calambres, un vecino de la región. Mi abuelo no estaba, pero había un tanque de cinco galones lleno de chicha hasta el borde.
Nos abrimos en dos bandos para jugar tejo. A las seis dejamos de jugar porque no había luz. Y porque estábamos completamente ebrios. Los cinco galones de chicha hervían en nuestros entresijos. También hervía el hambre y el sueño. Y la juventud.
En algún momento llegó mi abuelo con Cleotilde. Asaron carne, salaron papas. Comimos como náufragos. Después corrimos para devolver las atenciones bajo los andenes de la vía láctea. Y al final, después de dar lora por horas, nos acostamos bajo una noche que avanzaba como si fuera un río de soledad.
Los siguientes días fueron iguales: borracheras con chicha, cerveza, ron, guarapo. Con lo que estuviera a la mano. De uno en uno, o revuelto. Acompañado por centenas de cigarrillos. En tiendas o en la casa de mi abuelo. En los pastizales o a orillas de la carretera. Semidesnudos o vestidos.
La penúltima mañana bajaron a la quebrada. No bajé porque conocía la temperatura del agua, que en esas latitudes está cerca al grado de congelamiento. Jugaban como niños, porque éramos niños. El mayor tenía diecisiete años. El resto dieciséis. En algún momento decidieron darse a la tarea de hacer un dique. Acumularon piedras, palos, barro, hasta que se formó un pozo de dimensiones considerables. Luego hicieron una fila: Nabyl, Walther, El Negro, Diego, Patiño y Suárez. Cada uno le bañaba la espalda al otro. Luego, al grito de Nabyl, dieron media vuelta para bañarle la espalda a quien se la lavo, en un gesto de solidaridad que no he vuelto a ver en ningún lado. Al verlos pensé que podía ser una buena foto. Pero no habíamos llevado cámaras. Ni relojes. Menos celulares, que en aquellos tiempos no existían. Sólo estaba la memoria. Y las palabras que acaban de perpetuarlos en pantaloneta, morados del frío y con la eternidad suspendida en las pompas de jabón.
Detención
Estábamos en el Antifaz. Alguien dijo que Julio estaba peleando en la Plazoleta Granada. Lo encontramos midiéndose a trompadas contra un grupo de jovencitos. Corrimos. Los muchachitos huyeron. Uno cayó. Lo pateamos en el piso. Desde la esquina de la Carrera Quinta los compañeros gritaban, pero sólo llegaban hilachas de voces que se llevaba el viento.
Segundos después apareció la Van de la policía. Huimos. Tomé la Cuarta hacia el sur. A dos cuadras sentí el trote de un policía. Me detuve y levanté las manos. Sabía que mis pulmones no aguantarían más de una cuadra. Me dió un bolillazo en el estómago, me esposó y me subió a empujones a la Van.
Dimos vueltas por La Candelaria. Me sentía estúpido. Creí que sería el único que pasaría la noche en la estación. Luego sonó un disparo. El silencio creció como una ola. A los dos minutos subió Diego esposado. Sin aire. Me miró a los ojos con preocupación. “Parece que se lo cargaron”, dijo un policía desde el andén. Luego cerró la puerta.
Erramos un buen rato. Después nos detuvimos. Abrieron la puerta y apareció Hugo con la boca rota. Luego Nabyl botando sangre por la nariz. Después se escuchó otro balazo y el ruido de botas corriendo. Se escuchaba la algarabía de una pelea. Abrieron la puerta cuando el estrépito derivó en silencio Desde adentro pudimos ver a Julio en el piso y tres policías encañonándolo. Uno botaba sangre por la nariz, otro por la boca. Julio botaba sangre por todas partes. A los policías les costó subirlo. Maldecía, se sacudía. Le daban macanazos a las piernas que parecían aferrarse al marco de la puerta.
En la estación tuvimos que quitarnos cordones y correas. Nos metieron en una celda que estaba atiborrada de ladrones, habitantes de la calle, proxenetas. No pudieron cerrar la puerta. Enviaron a Hugo a la celda de las prostitutas. Nos hizo roscas desde ese lugar. Lo vimos abrazarse con una mujer que lo requisaba sin que se diera cuenta. No encontró nada en sus bolsillos. Lo empujó. Otra lo recibió. Lo abrazó. Hugo volvió a sonreír y volvió a hacernos roscas.
Cada hora nos echaban agua con una manguera. Nos chuzaban con las puntas de los bolillos. Los que estábamos apretados contra las rejas no podíamos evadir los golpes porque no había espacio para movernos. “Y así serán tres días”, afirmó un chulo de barba cerrada. Sin embargo, a las ocho de la mañana nos soltaron. “Váyanse antes que me arrepienta”, dijo un policía señalando la puerta. Corrimos al comienzo. Luego caminamos mientras Hugo no paraba de hablar de su experiencia con las prostitutas.
Julio
Lo vi por última vez en Suba, cerca a su casa. En ese momento estaba pasando por una mala racha. Me preguntó por varios amigos. Llevaba algún tiempo perdido de ellos. Y ellos de él. Me pasaba lo mismo. No porque ellos o yo quisiéramos. Eran los tiempos. Eran las circunstancias. Después nos despedimos entre promesas de que nos volveríamos a ver.
Y nos volvimos a ver en Buenos Aires, en el Puente de la Mujer. Decidimos ir a Costanera para contemplar al día agonizando sobre el mar. Preguntó por Walther, Suárez y El Negro. Le conté que ellos, junto con Diego, asistirían al matrimonio de Patiño. Sólo faltaba yo para completar el grupo. En su silencio presentí que entendía que nuestra amistad era de las buenas: veintiún años y ahí seguía, como si acabara de nacer. Sin importarle la distancia. Sin importarle los largos periodos de ausencia.
Mientras el cielo se teñía de colores suaves, pensaba que crecí escuchando historias de Julio: borracheras de varios días , totazeras de miedo, amanecidas en estaciones de policía. Se decía que se filmó mientras le operaban la rodilla. Que tenía la mejor colección de Gore de Bogotá. Que nadie sabía más de Death Metal que él. A finales de los noventa, todo lo que tenía que ver con Julio Daza era hiperbólico, enorme, legendario.
Ahora es un hombre calmado, reflexivo. Como todos nosotros. Nos llegaron los años, las responsabilidades, la madurez. Nos llegó la tranquilidad. A veces se tiene la sensación que la vida tiene menos interrogantes. Incluso que hay algunas respuestas parciales. Pero sólo es eso, una impresión, porque poco se sabe a los treinta y cinco años.
Julio me tomaba fotos contra el horizonte. Las barandas estaban llenas de cañas que no pescaban. Sólo estaban recostadas como borrachos que luchan contra el sueño. Al otro lado había un buque oxidado que intentaba hundirse en un atardecer que se sostenía milagrosamente. Parecía que no quería irse, que deseaba quedarse para contemplar las gaviotas que volaban alrededor de un grupo de pescadores.
Nos fuimos cuando la noche llegó como un rumor que nacía de los intestinos del mar.
Otro bus. Otra aglomeración. Bajamos cerca a la Calle Florida. Caminamos por Corrientes hasta llegar a la Calle Uruguay. Hablamos de amigos que conocimos por distintas vías. Por el colegio, por el barrio, por la vida. Siempre hemos caminado por las mismas calles, pero en andenes opuestos. Sabiendo del otro por referencias cruzadas, por historias que viajan a través de una cadena de bocas hasta transformarlas en fábulas.
A las ocho de la noche se fue para la universidad. Yo me quedé deambulando por las librerías buscando tesoros en los cajones de libros. Pero no encontré ninguno. Salvo aquella mujer que me contempló con algo más que curiosidad.
A las once de la noche regresé al hotel. Mientras caminaba por la Avenida 9 de Julio recordé la noche en la que Diego terminó el pregrado. Fue el primero de nosotros en hacerlo. Celebramos con tequila y ron. Con aguardiente. En algún momento la música subió la intensidad. Julio sacó a bailar a una muchacha que le llegaba a la mitad del pecho. Él sacudía los pies con unas botas punta de acero, mientras ella le seguía el paso muy cerca, casi sobre la punta de los pies, como si fuera una de aquellas muñecas de trapo cuyas piernas se adhieren a los zapatos del cómico.
Esa noche de septiembre del 2002 no podría imaginar que semanas después traicionaría al Negro, que en diciembre moriría Nabyl y en enero mi abuelo, que en mayo convulsionaría. No podía saber que todo lo que conocía, que todo lo que había estado a mi lado, estaba a punto de irse para el carajo. Tampoco podía imaginar que doce años después me encontraría con Julio en Buenos Aires. Que hablaríamos de la vida que se formó al otro lado del tiempo y de la voluntad. De la vida que se hizo sola, sin que pudiéramos hacer nada para cambiarla.
Amor