Era una de aquellas tardes en las que jugábamos a hacer la casita. Cuando se durmieron nuestros respectivos hermanos, le confesé que sentía celos de un compañero de curso que la asediaba con intensiones oscuras. Me miró en silencio. Nos acariciamos las mejillas y después nos besamos. Nuestro primer beso. No sólo entre nosotros, sino el primero de todos los que traería la vida.
Fuimos novios por un mes que nos pareció una eternidad. Después terminamos. No hubo peleas ni recriminaciones. Sólo un pico que nos dimos en el primer atardecer melancólico que tuve que atravesar.
En el noventa, cuando terminamos la primaria, cada uno tomó su camino. Ella hizo el bachillerato en varios colegios y luego estudió psicología. No sé si se casó. No sé si se enamoró. No sé si es feliz.
Algunas veces nos encontramos en las calles. Nos saludamos dándonos la mano. Hablamos como dos desconocidos que intercambian opiniones mientras les llega el turno en la fila.
Siempre que me da la espalda me pregunto si se acordará de las tardes de besos y tareas. Al final de varios rodeos especulativos llego a la conclusión que ella creerá que su primer beso lo dio en la adolescencia, y no a los ocho, con su primo, escondida bajo una sábana vieja, mientras el tiempo se entretenía con las arrugas del atardecer.