Tejiendo Naufragios

Publicado el Diego Niño

Adonay

Adonay

I

Adonay caminaba por la casa con la irreverencia de la mujer caribeña. Julio, también caribeño, seguía sus pasos con un movimiento lento, como de ventilador oxidado.

—¡No joda! Cómo está de grande Adonay, —le dijo Julio a Meche, amigo de parrandas y tío de Adonay.

—La vida es un soplo. Qué hace que era una pelaita de este tamaño.

Y ahora es un mujerón, quiso decir Julio, pero calló; no quería que se le notaran las ganas por ella. En la mañana, cuando se saludaron Adonay y Julio, a ella le brillaron los ojos. Después se abrazaron y se dieron un beso en la mejilla que se sintió hasta el último recodo de sus cuerpos. La piel había dictado su sentencia: se gustaban. Y a la piel nadie la contradice en estas tierras de calores implacables.

Los amigos hablaron toda la tarde y después callaron para contemplar el paso de las personas por la calle. Algunas veces levantaban el brazo para saludar a alguien que gritaba desde la otra acera. Al rato se durmió Meche, aplastando el sombrero contra la mecedora. Julio, como si esperara el momento, se levantó y se fue recorriendo la casa en busca de Adonay, a quien encontró en el patio, peinándose debajo de una ceiba.

—Creí que no vendrías, —dijo ella sin levantar la mirada.

Los dos sabían que Julio no se iría de la casa sin cumplirle al cuerpo. Se miraron a los ojos. Fue una mirada que dijo todo lo que se debía decir en estos casos. Adonay dejó el cepillo sobre una silla, tomó la mano de Julio y se fue al fondo de un patio que se perdía en la oscuridad.

El ritual se repitió una vez al mes. En cada ocasión con menos palabras. Algunas veces ella abría la puerta y con la mirada le decía que no había nadie en la casa. Entonces caminaban hasta la cama de lino, donde tenían una jornada de amores silenciosos.

Simultáneamente el matrimonio de Julio se fue a pique. No había día que no peleara con su esposa ni noche en la que él no se fuera de parranda con sus compañeros de orquesta. Fue un desplome que se llevó por delante todo lo que podía llevarse.

Una tarde de enero, mientras Adonay se vestía, Julio le acarició la espalda, le dio un beso en el arco formado por sus vértebras y al final le dijo con voz delgada:

—¿Quieres casarte conmigo?

Adonay giró para tasar la verdad en sus ojos. En ellos encontró el brillo que fue creciendo a lo largo de los meses y que ahora le decía, con una firmeza que no habría encontrado en la voz, que quería casarse con ella.

—Quisiera casarme ahora mismo, pero debo irme de gira con la orquesta. Tú sabes cómo son las cosas en enero: trabajar de día y de noche en fiestas y festivales de pueblo. Pero en un mes vendré para llevarte al altar.

Ella lo contemplaba con los ojos temblorosos.

—¿Entonces? —preguntó Julio con la ansiedad descosiéndole el alma.

Adonay movió la cabeza para decirle que sí.

—¿En serio?

Volvió a menear la cabeza con fuerza.

Él se puso la camisa sin abotonar, se encajó el sombrero y caminó por el pasillo con pasos presurosos.

—¡Julio!

Se detuvo.

Adonay lo miró en silencio. Después dijo con una voz que se quebraba:

—Te amo. No lo olvides. Pase lo que pase, no olvides que te amo.

Julio sonrío, regresó sobre sus pasos y se perdió por una esquina del patio para evadir la habladuría de los vecinos.

II

Adonay lo vio desde lejos. Todo en él estaba fuera de lugar: bigote espeso y con una blancura que ella sólo había visto en la leche; blazer de paño a pesar del calor que parecía emerger de las entrañas de la tierra; bastón de empuñadura de marfil y lentes redondos. Parecía un fantasma desterrado de una película de terror de los años treinta. Estaba rojo y desorientado. Miraba todas las esquinas de la plaza al tiempo que se rascaba la coronilla.

Ella se acercó para preguntarle por el lugar que buscaba. El hombre le dijo que necesitaba hablar con el alcalde, pero que no sabía cuál era la alcaldía porque en ese pueblo la plaza era apenas una iglesia y un parque invadido por la arena.

—Permítame lo llevo a la casa del alcalde, —le dijo ella y después lo tomó de la muñeca con una seguridad que lo puso aún más rojo de lo que estaba.

—Este es el lugar, —dijo Adonay frente a una casa protegida por rejas de hierro colado. Dio media vuelta y se fue caminando.

—¿Dónde la encuentro?, —preguntó el hombre con acento de montaña.

—En la casa de Meche.

—¿Eso dónde queda?

—A dos cuadras del restaurante de la mona.

Días después el hombre llegó a la casa. En la puerta se encontró con Meche, quien dormía el guayabo de la noche anterior. Le tocó el hombro con la punta del bastón.

—¿Cuál es la joda? —dijo Meche después de abrir los ojos y observar al extraño.

—Disculpe, buen hombre. Estoy en busca de una muchacha de este porte, —dijo poniendo la mano a la altura de su pecho. —Cabello y ojos negros, mirada esquiva.

—¿Adonay?

—Debo confesarle que no sé cómo se llama.

—¡Aguanta! —dijo mientras entraba a la casa.

Desde adentro se escuchó su voz diciendo:

—En la puerta hay un cachaco preguntando por ti.

Después llegó el sonido de pasos altaneros. Esta vez fue Adonay quien se puso roja cuando vio al hombre parado en la puerta con las manos aferradas al bastón.

—Sí señor; es ella. Mil gracias.

Adonay y Meche se miraron sin saber qué decir.

—El motivo de mi visita es para agradecerle a la señorita por haberme llevado a la casa del alcalde, —dijo el hombre al ver la confusión en sus miradas. —Mi nombre es Alejandro Soler de la Fuente, delegado de la Procuraduría para el Departamento del Magdalena.

Se miraron de nuevo, pero esta vez con mayor incertidumbre.

—Quisiera invitar a su hija… ¿Es su hija?… Invitarla, decía, a paladear alguna bebida. Quizás comer un tentempié para agradecer su cordialidad.

Los dos lo miraban con los ojos completamente abiertos.

—Eche… no sé qué decirte —dijo Meche con voz vacilante, mirando a su sobrina para que dijera algo.

—Gracias, pero… —Adonay dejó la frase a mitad. No podía decir que llevaba meses acostándose con un hombre, ni mucho menos que se casaría con él a final de mes. —Gracia, pero soy muy niña para usted —dijo con toda la firmeza que le permitía la situación.

Alejandro abrió los ojos. El rubor subió por sus mejillas como una llamarada incontrolable.

—Disculpe; creo que no me hice entender. No pretendo conquistarla; sólo quiero agradecerle que.

—Eché, sí; no sé cómo será en tu tierra, pero acá sólo se invita cuando se tiene intenciones serias —dijo Meche seco, retomando la idea de su sobrina. —Y como dice Adonay, ella es una pelaíta para semejante vicario.

Alejandro levantó la mano como si quisiera ofrecérsela a Meche, pero se detuvo a mitad de camino y la elevó para rascarse la coronilla. Lanzó un resoplido por la nariz, dio tres pasos hacia la plaza, pero se detuvo como si se hubiera acordado de algo. Regresó con pasos presurosos.

—Disculpen. De verdad que no era mi intención… —dejó la frase inconclusa, volvió a rascarse la coronilla y se fue dando pasos largos, con el bastón debajo del brazo.

III

Días después Alejandro le envió a Meche tres botellas de whisky de la casa Glen Garioch y una carta de cuatro pliegos en la que explicaba los pormenores de su visita al pueblo.

Ese fin de semana, justo después que el cielo empezaba a enrojecerse, Meche vio a Alejandro sentado en un banco del parque. Caminó hacia él con pasos ansiosos. Alejandro se levantó e intentó irse, pero Meche le gritó:

—¡Aguanta cachaco! Tenemos que hablar.

Alejandro esperaba lo peor.

Meche le pidió disculpas por la descortesía y lo invitó al siguiente día a almorzar en su casa.

A la una de la tarde Alejandro estaba en la puerta de la casa con un gabán negro, bastón y una botella de brandy añejado en las bodegas del conde de Garvey. Adonay tenía una falda de holán que le hacía ver las caderas aún más anchas y una blusa tejida en croché en la que se desbordaban dos senos enormes y Meche un liki liki.

Comieron en silencio y después, en un ataque de elocuencia, Meche habló de la mamá de Adonay: su belleza altiva, el temperamento propio de las mujeres del Magdalena y la enfermedad que la llevó antes de cumplir veinticinco años.

—Don Alejandro, si quiere, puede llevarse a la niña para que comerse un helado —concluyó Meche con voz ceremoniosa.

—Preferiría, si no le molesta señor Meche, quedarme con usted para acabar con esta botella. Espero que no malinterprete mis palabras, pero debo decirle que este es el mejor brandy que se ha dado en las bodegas españolas.

—Eché, no me digas señor Meche. Dime Meche, a secas. Y tutéame.

—En ese caso, no me digas don Alejandro, que me haces sentir viejo.

Meche se levantó de la mesa y fue hasta la radiola. Puso un disco que terminó de romper la solemnidad que se había llevado hasta el momento.

Hace un mes que no estoy entre tus brazos —cantó Julio desde la radiola.

Adonay miró hacia el piso con el alma arrugada. Julio le había compuesto esa canción para celebrar el primer encuentro. La canción quedó inmortalizado en el álbum ¡Síguela!… ¡Síguela!, grabado en abril de 1.967.

El día que Julio llegó con el álbum, Adonay se había rendido a un amor sin futuro ni asidero. Un amor que creyó que la abandonaría el día que se entregara a la muerte. Sin embargo su corazón perdió el rumbo el día que vio a Alejandro perdido en la canícula del medio día.

Los hombres brindaron con euforia. Alejandro desabotonó el cuello y aflojó la corbata para darle tregua al calor que tenía la capacidad de derretir la voluntad más firme. Recostó el bastón contra la mesa del comedor, tomó la copa y la bebió de un golpe. Meche lo contempló con atención, midiendo sus actos, acechando cualquier movimiento que delatara ademanes homosexuales. En la costa Atlántica se puede perdonar todo menos tener un yerno que se lo moje la canoa al tercer trago.

Tú pensando en mi tristeza / yo pensando en tu amargura —continuó Julio.

Al final de la botella de brandy, Meche sacó la única botella de Glen Garioch que sobrevivió a un rosario de parrandas.

Alejandro se habría desbarrancado en una borrachera infame de no ser por el sancocho que Adonay le dio a sorbos como si fuera un niño de dos años. Después de recuperar el imperio de sus actos, pidió formalmente la mano de Adonay. Ella, que no tenía ni voz ni voto en esa decisión, bajó la mirada y empezó a llorar sin consuelo. Pero no lloraba por ella sino por Julio, que esperaba con ansías que llegara febrero para llevarla al altar a escondidas.

El matrimonio se realizó la siguiente semana con el oropel que merece un Soler de La Fuente. Los instrumentos de la Orquesta Filarmónica de Bogotá —incluidos dos pianos de cola y un corno francés—, llegaron a lomo de mula. A su lado llegó un cargamento de cachacos colorados y desorientados que no dejaron de sacudir sus abanicos hasta que se fueron en el mismo desorden con el que arribaron.

Fue tan grande el evento que la noticia se regó por todos los pueblos hasta que llegó a Majagual, pueblo en el que vivía Julio. Se decía que Alejandro había llevado para el matrimonio simios vestidos de sacoleva y guacamayas que daban la bienvenida en todos los idiomas de la tierra.

Julio sabía que esas historias no eran más que embustes de lenguas ociosas que envenenaban el ambiente. Para evadir la ponzoña se encerró en su casa, sacó la botella de whisky y escribió los primeros versos de la que sería la última canción que le dedicaría a Adonay:

Adonay, ¿por qué te casaste Adonay?
Adonay, ¿por qué no esperaste mi amor?
Adonay por ti se forjó mi pasión
por ti corre siempre veloz, la sangre de mi corazón.

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El anterior relato es producto de la imaginación. Por tanto, cualquier parecido con la realidad será pura coincidencia.

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