Si las cosas dependieran de las bienpensantes palabras del consejero presidencial para la Paz, el cual nunca se baja de ese balcón de la buena voluntad y del bello vivir, reino de la coherencia, la honestidad y la transparencia en los acercamientos con el ELN, el acuerdo con esta guerrilla, seguro, no estaría nada lejos, qué más quisieran los colombianos.
Solo que dicho acuerdo debiera encarar, sin ambigüedades, el fin del conflicto; o el de la guerra o guerrita; fenómenos sociales que son la máxima expresión de un enfrentamiento animado por la obtención de ganancia con respecto al otro; es más, por el deseo de aniquilamiento de ese otro que se transfigura en enemigo.
Los juegos de la guerra.
En la vida – económica y cultural, inclusive emotiva – las relaciones entre unos y otros se engarzan en un impulso, elemental pero misteriosamente racional, el de la ganancia, ese revés exultante de la triste derrota. Vencer al comprador o al vendedor en el mercado, al ser amado en la seducción o a la tribu vecina en la posesión del territorio; todas ellas, son aspiraciones que fluyen por entre las transacciones, las mismas que confirman, en el individuo, su condición de agente social, obligado a dotarse de estrategias para conseguir la partícula de poder que lo ponga en la escena del mundo de la vida.
La guerra, cualquiera guerra – conflagración, hecatombe o pequeño encontrón asimétrico- es la concentración de ese propósito de victoria, de ese ánimo elevado al cubo para llevarse por delante, al contrario. Para lo cual cada uno se arma no solo con el aliento moral, sino con estrategias, planes y tácticas; se trata de una libido inmarcesible de poder, una pulsión incontrolable de destrucción: una aventura horrible, pero un juego, al fin y al cabo; justamente, un juego de estrategias, planes y tácticas.
Al constatar esa realidad social, John Von Neumann, físico y matemático, y por si algo faltara, aficionado a las cartas, inventó la teoría de los juegos y de paso el teorema de la suma cero, movimiento en el que cada contrincante quiere ganarlo todo y no descansa en ese pedestre, aunque envidiable propósito. Pero el mundo no se mueve en términos tan absolutos y definitivos; además, la historia tiene sus caminos culebreros, es amiga del atajo, del sesgo y la pausa.
De ahí que Thomas Schelling haya reformulado el teorema y lo haya sustituido por la suma de motivación mixta. Dicho de otro modo, la estrategia del actor se orienta a ganar, es lo evidente; pero antes que nada se dirige a evitar que pierda más de lo que gana, algo que comporta la ocurrencia de retrocesos o treguas. No apuesta al todo o nada, no se talla en la frente de mármol el dilema de escoger entren la revolución y la muerte. Se abre una situación en la que los contrincantes terminan ganando, de modo que ambos finalmente rescatan una porción de las ventajas, por la correlación de fuerzas que exhiben, sin necesariamente perderlo todo.
Naturalmente en una negociación, para que el proceso avance hay que desbrozar un poco el ramaje de la moral, la religión y la ideología. Permite que queden en limpio los intereses y las reivindicaciones concretas, las que son traducibles en concesiones recíprocas, dado un marco institucional aceptable.
Es obvio que renunciar a pedir beneficios para sí, como lo anuncia el ELN y en cambio solo hacerlo para los cambios en Colombia, no ayuda mucho a desyerbar el terreno para esas transacciones bien entendidas, de las que broten transformaciones, finalidad clave en una negociación de esta naturaleza. Que supone Identificar las reivindicaciones intercambiables, esas que devienen concesiones mutuas; y que constituyen el material de que está hecha una negociación, un material como la tierra, la redistribución de ingresos y la justicia especial, por ejemplo.
Esa temática de la agenda es la de la inclusión y la participación de las comunidades, una operación política en la que ha insistido la guerrilla del ELN: instalación de los congresos del pueblo para tomar las determinaciones del cambio. Lo ha demandado con insistencia Antonio García, el comandante en jefe, del grupo sublevado por tantos años: “El poder no resulta de un asalto, se construye con las comunidades, día a día…”. Y, por tanto, la paz es el producto de esas comunidades, las mismas que toman cuerpo en la movilización, expresión de la vida, por oposición a la negociación, un simple esquema de concesiones mutuas, con regalos que nadie ha pedido. Aunque acepta la realidad prosaica de una negociación, pues no podría ser de otro modo sin desdecirse, pone el énfasis en la participación y la movilización de las comunidades.
Las comunidades y la acción colectiva.
De esta manera, la acción colectiva vendría a ser, al mismo tiempo, un medio y un fin en el proceso de la paz, un instrumento de la negociación; y, a la vez, su meta más decisiva. La movilización social y su organización, serían la razón de ser de una negociación por la paz.
De donde puede seguirse que lo que es confuso como negociación, deja el lugar a un campo de intercambios y pretensiones alrededor de la participación de las comunidades en la formulación de las transformaciones; todo ello, a cambio de la paz; es decir, de la finalización del conflicto armado.
Una formidable movilización de las comunidades territoriales, impulsada por el Estado, con el compromiso de un plan de reformas vinculantes: he allí la gran concesión del Estado.
Solo que ella debiera ser correspondida con el fin del conflicto armado, algo que no se vislumbra todavía en el horizonte de las posiciones esbozadas. “No somos las FARC” dice con acrimonia el comandante guerrillero. Para nosotros, los del ELN, “la paz no es igual a la desmovilización “armada. El prefiere destacar la construcción de una “realidad más integral, con equidad, democratización y respeto a los derechos humanos”, pues el asunto no es solo militar, es decir, no es solo de desarme, lo ha dicho lapidariamente.
Sin embargo, en algún momento tendrán los guerrilleros que dejar atrás la lucha armada, algo que entra en la lógica de una negociación. Esta última no podría limitarse a un cese bilateral del fuego, prolongado ad infinitum, mientras el Estado hace sus concesiones. En esa asimetría no podría radicar la tal originalidad de ese proceso.