Henry Kissinger, político e historiador, ha fallecido recientemente, poco después de cumplir sus 100 años; ¡vaya si a estas edades de ahora toca contabilizarlas como tiempos geológicos! Hay que decirlo de entrada: él siempre experimentó una fascinación intelectual por Klemens Von Metternich, el canciller austriaco que imprimió un sello especial al Congreso de Viena en 1815, al que pinceló con sus trazos finos, en función de un nuevo orden europeo, después de la caída de Napoleón Bonaparte; este último, el elemento de perturbación mayor, en un continente conservador poblado por monarquías absolutistas.Henry Kissinger muere a los 100 años - The New York Times

Foto tomada de New York Times

El enfoque realista

 El que, en su momento, se convirtiera en asesor de seguridad nacional y en Secretario de Estado (control cuasi omnímodo de la política internacional bajo las administraciones de Nixon y de Gerald Ford) se formó en la escuela realista de las relaciones internacionales, una concepción que se apoya en cuatro grandes factores; a saber, el poder, la fuerza, el interés nacional y el equilibrio de poderes.

En otras palabras, es un enfoque que no ve otra forma de entender tales relaciones, sino como la defensa del interés nacional por parte de cada Estado y que tiene como horizonte la búsqueda de un equilibrio de fuerzas en las definiciones de la guerra y de la paz.

El modelo

 Pues bien, cuando Metternich redefinió las líneas maestras del orden internacional monárquico, tuvo como referentes ineludibles los intereses respectivos de cada Estado y sobre todo el equilibrio de unos poderes basados en la fuerza, entre al menos la cinco potencias más relevantes, algo que terminó por llamarse el Concierto Europeo, garantía de estabilidad y orden, pues daba origen a un sistema que garantizaba, en principio, la neutralización de cualquier ambición hegemónica que proviniera de cualquiera potencia externa o interna.

De más está decir que Henry Kissinger hizo de esa formulación y de esa experiencia histórica su decálogo, tanto en la orientación académica como en la acción política, alto funcionario como lo fue y consejero de presidentes.

Pero el concierto europeo, que tuvo éxito durante casi 100 años, explotó en mil pedazos, con ocasión de la Gran Guerra europea en 1914. Por otra parte, después de la II Guerra Mundial, en 1945, el mundo cambió radicalmente, de modo que la existencia de varios imperios en competencia, fue reemplazada por la bipolaridad; una especie de duopolio; con dos superpotencias hegemónicas, provistas del arma nuclear; y trenzadas en lo que se denominó la Guerra Fría, la disputa entre dos sistemas, protagonizada por los Estados Unidos y la Unión Soviética.

Para cuando Kissinger, el profesor de historia, comenzaba a convertirse en el principal diseñador de la política exterior de Estados Unidos; es decir, para los años 70 del siglo XX, ya la Guerra Fría había pasado por momentos críticos, como en 1949, en 1961 y finalmente en 1962, con sus amenazas apocalípticas de devastación global. Claro está que después de la crisis de los misiles en Cuba había entrado en una etapa de cierto entendimiento, la llamada distensión, que desembocaría en una suerte de co-hegemonía; eso sí, siempre “perturbada” por las guerras de liberación nacional y por la emergencia de nuevos actores internacionales, armados de sus propios sueños y ambiciones.

Era un sistema bipolar que necesitaba regularizar la paz entre esas dos superpotencias, pero al mismo tiempo dar cabida a los intereses de los otros actores con su correspondiente fuerza, sin que se desestabilizara el núcleo central de un orden mundial, sometido al equilibrio esquizofrénico de una paz nuclear, un mundo que aseguraba su existencia a partir del peligro de destrucción mutua.

Kissinger, con sus aires de personaje anacrónico (facha convencional de director de funeraria y pensador con entusiastas afanes decimonónicos) pareció ser la figura precisa para una diplomacia de reajustes internacionales en la etapa tardía de la Guerra Fría; era un papel que interpretaría tanto con sus aciertos en el ajedrez mundial, como con sus errores criminales en el tratamiento a las naciones periféricas y emergentes.

Su realismo conservador, anclado en el orden, en el equilibrio de fuerzas y en el interés del Estado, lo supo acomodar a las exigencias de un bipolarismo que ya mostraba sus insuficiencias y que pedía a gritos un cambio.

Guerra Fría y diplomacia

 En su integración; a veces lúcida, a veces confusa y errónea; de esos ingredientes con los que se cocinaba la realpolitik del siglo XIX, cometió errores inútiles y criminales (en los que no faltó el  anticomunismo, componente adicional), tales como la prolongación de la guerra en Indochina y los bombardeos a Camboya; así mismo, como la represión en Bangladesh;  en América Latina lo fueron el apoyo al golpe contra Allende en Chile y el respaldo a la dictadura subsiguiente de Pinochet, a quien en medio de una diplomacia perversa le dijo que “no lo quería perjudicar sino ayudar”.

Ahora bien, con esas mismas motivaciones, paradójicamente condujo la brillante jugada diplomática del acuerdo con la radical China de Mao Tse-Tung, potencia emergente del comunismo que se hallaba en disputa con la Unión Soviética, todo ello para un re-equilibrio del mundo; movida en el tablero global en la que coincidió, del otro lado de la trinchera, con un diplomático de talento, aunque personalmente de una discreción ejemplar, el primer ministro Chou-En-Lai, contrapeso en el poder del muy ideológicamente revolucionario presidente Mao.

Entre Kissinger y Chou-En-Lai, con el acuerdo de 1972, consiguieron rediseñar el orden mundial, mediante la presencia de una China continental, que por cierto después de la muerte de Mao escogió la senda del crecimiento económico como un factor creciente de poder, que desconfiguraba los parámetros de la Guerra Fría.

Todo lo cual no le impidió al Secretario de Estado en esos mismos años 70 impulsar tratados de limitación en el armamentismo nuclear con una Unión Soviética, a la que empezó a considerar como una potencia “seria”, amiga del orden mundial, sin derivas disruptivas o subversivas.

Por otro lado, el señor Kissinger supo beber en las fuentes de la politología norteamericana, para enriquecer su perspectiva histórico-realista, con una atención especial al peso que tenía el liderazgo, una veta abierta para el análisis político, al lado de la burocracia.

Seguramente, a la luz del modelo que ofrecen algunos prominentes líderes refundacionales, veía engrandecido su propio papel de diplomático y asesor; él, que se relamía como un gato, imaginando que manejaba las cosas con la misma mano maestra con la que lo hacía el monárquico Metternich.

 

 

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