Por: Ricardo García Duarte*
Por supuesto que sobrevivir –y todos comenzamos a ser los sobrevivientes inquietos de una amenaza ubicua- es también una forma de asumir el arte de la vida. Sobrellevar nuestra condición humana en los tiempos distópicos de la pandemia, cuando el fantasma de la peste acecha a la vuelta de la esquina y los hábitos parecieran desenvolverse al revés, ofrece igualmente la aventura de aprender a vivir, no de la forma acostumbrada, naturalmente; pero tampoco atrapados en una mecánica inasible, como si apenas obedeciéramos a un mandato superior –aparatos manejados a control remoto, máquinas con efectos de repetición-.
El arte de vivir
En las técnicas con que cada uno de nosotros ajusta sus modos de actuar, estriba la domesticación y el aconductamiento sutil para nuestro disciplinamiento como sujetos, según lo anoté en mi columna anterior.
Bastaría sin embargo con el hecho de que agregáramos una pizca de mirada crítica a las prácticas impuestas pero necesarias, en la mitigación del contagio, para que en la respuesta comenzáramos a afinar nuestra personalidad en un momento difícil y afianzáramos el sentido de una subjetividad más dueña de sí misma, sin que dejáramos de rendir tributo a la responsabilidad.
Ya Erasmo de Rotterdam, el humanista de El elogio de la locura, se había ocupado de describir las maneras y las distinciones propias del individuo, para que este se formara desde niño en el sentimiento de una satisfactoria relación con los demás y consigo mismo. Era el modelo con el que podía formarse una auto-conciencia por parte de los individuos modernos.
Mucho antes, en los tiempos del paganismo, más de un filósofo griego habló de las normas de la vida buena, un catálogo de técnicas sociales, aunque también de principios con incidencia moral, como el coraje y la prudencia; lo cual iba en el sentido de crear una identidad del sujeto, sobre todo del ciudadano, capaz de relacionarse con los pares y de hacerlo dentro de esa dimensión llamada bios, en la que la vida más que afirmación biológica era convivencia social, forma específicamente humana de existir, por todo lo que significaba el reconocimiento del otro y el diálogo como experiencia interior.
En las prácticas pretéritas de la vida buena o en los ademanes de la civilidad postulados por Erasmo, Michel Foucault encontraba las huellas de lo que no vacilaba en identificar como el arte de vivir, una tradición, un hilo racional y emocional, por cuyo cause ha fluido la aspiración a la autoformación: componente de una subjetividad en expansión que encara su propia verdad, esa oscilante afirmación demostrable en la cual queremos anclarnos como actores sociales.
En el mundo alterado de la peste contemporánea emergen unas reglas de conducta con sus rutinas y sus tecnologías, las del confinamiento, las de la higiene sin falla y las del distanciamiento social; que en principio nos harían ciudadanos más fragmentados, más desconectados, quizá más aislados y angustiados, en tanto sujetos sometidos a una disciplina que nos es ajena.
Solo que la necesidad de preservar la salud y ahuyentar la muerte nos mueve a un cuidado especial. Así, las reglas excepcionales, aún con su carga de domesticación, entrañan por otro lado una operación singular, la de que ese cuidado, ese manojo de técnicas para derrotar la enfermedad, queden inscritas en un signo particular del arte de vivir. Y en consecuencia que la disciplina impuesta desde el exterior, desde el mundo extra-subjetivo, se convierta en autodisciplina, trazo de una especie de arquitectura interna, no ya únicamente como resignación controlada, sino como la autorreflexión que ensancha la conciencia, a partir de una experiencia orientada por motivos elevados.
Aprendizaje, meditación y conciencia
En el lenguaje de la Grecia clásica, ese discurso creado para hablar del yo y de la personalidad, Michel Foucault descubrió tres expresiones muy significativas a propósito de lo que él ha llamado la técnica de sí mismo, técnica que conduce a la formación propia, eso sí dentro de la esfera de lo público. Se trata de la mathēsis, la meletē y la askēsis; en su orden, el aprendizaje, la meditación y el ejercicio de la conciencia. En otras palabras: la relación con el otro; la relación con la verdad; y la relación con uno mismo, en la que están implicados el ensayo y el error, la ascesis.
La mathēsis pone al individuo en el horizonte de la relación con los otros sujetos, todo ello en la perspectiva de enseñar, pero también de aprender, como una práctica nutricia, desde la cual se alimenta la personalidad y la relación por medio de una comunicación razonable y más abonada por lo que ahora suele llamarse la empatía.
A su turno, la meletē, práctica de la introspección, es la que obliga simultáneamente a encontrar la verdad, a hacer el hallazgo de un modo crítico; esto es, el reto permanente de espantar el dogma y desechar el sesgo o las aseveraciones tóxicas.
Finalmente, las askēsis o ascesis, concepto emparentado con el ascetismo, debe llevar al ciudadano a la autocrítica, a recabar en los propios errores el impulso de superación, sin someterse lógicamente a la condena hipócrita de los moralistas. Dicha ascesis representa el ánimo para abrir la conciencia a nuevas experiencias, en el espíritu de autoformación con audacia, pero sin la orfandad del equilibro interno.
Estos tres horizontes de la personalidad, que pueden resumirse en la constitución de un eje entre el sujeto y la verdad, deberían integrarse en el proceso social que impone el confinamiento para que convirtamos las prácticas de la disciplina y la prohibición a la que él obliga, en las posibilidades de un arte de vivir excepcional que libere, paradójicamente, las pasiones alegres de la subjetividad después de la pandemia.
Rector, Universidad Distrital Francisco José de Caldas
@rgarciaduarte