Otra vez Colombia ha quedado muy rezagada en su lucha contra la corrupción; o al contrario: sigue muy campante como el hombrecillo del Johnny Walker, en la competencia concupiscente entre algunos responsables políticos y administrativos por ver quién roba más. El último ranking de Transparencia Internacional, al medir las percepciones del público en este campo, encuentra que el país ocupa el puesto 96 entre 180, un rango peor que mediocre, del que nunca parece desprenderse. Corresponde a un puntaje de 37 sobre 100; o sea, en una calificación escolar sobre 5.0, saca menos de 2.0, un indecoroso 1.8.
Es una circunstancia poco menos que espantable. Significa que poco menos del 70% de la población tiene el sentimiento de que en alguna parte alguien está birlando los recursos del Estado. Hace pocos años alguna agencia, especializada en labores de vigilancia y control, calculó que las pérdidas por corrupción ascendían a la escalofriante cifra de 50 billones de pesos, el doble del penúltimo presupuesto de Bogotá, especialmente alto.
Es como si se pudiera parafrasear a un Pierre-Joseph Proudhon, que en el siglo XIX sostenía desafiante: “la propiedad privada es el robo”, algo que Marx refutó por populista o por otra razón similar; pero que en Colombia podría sustituirse por la siguiente sentencia: ¿Qué es el Estado? “El Estado es el robo”. Grandes desfalcos tienen lugar, cometidos premeditadamente en beneficio de individuos o de grupos estratégicamente organizados en una cadena que supone posicionarse en áreas claves de la administración pública por donde circulan los flujos enormes del dinero para cumplir con las políticas públicas, pero que son desviados por otros circuitos de simulación, a fin de que vayan a parar en las cuentas privadas y fraudulentas.
Odebrecht, Reficar y más de un carrusel, para resumir, constituyen nombres asociados a la depredación de esos dineros públicos en montos escandalosos, una exacción ilegal que incluye un eslabonamiento de hechos ilícitos, en donde intervienen el soborno y las coimas, el fraude y la venalidad; esto es, el cohecho y el peculado múltiple.
En las oficinas que administran el gasto o en las obras civiles; así mismo, en los departamentos de compras y adquisiciones, donde campea la sobrefacturación; en todas esas actividades oficiales, se entrelaza la acción pública, la decisión administrativa y el interés particular, en una suerte de alianza público-privada perversa, para la materialización del saqueo de las arcas públicas como una acción delictiva única, o como algo reiterado: robo continuado, tracto sucesivo del crimen contra el bien público. Lo cual es el advenimiento puro y simple de la cleptocracia o poder político nacido del hurto sistemático, una serie de conductas que convierte al robo en un rasgo decisivo en la construcción del régimen; o para decirlo de modo más preciso, una destrucción deletérea, mediante la corrosión ética y material de la esfera pública.
Es la destrucción permanente del Estado no solo como aparato administrativo, como órgano de decisiones, sino ante todo como símbolo de la representación ciudadana, como unidad ética.
La amplitud y la pluralidad del sistema democrático debe suponer al mismo tiempo la firmeza de las instituciones, su legitimidad, y la eficacia de las normas. Solo gracias a la flexibilidad política del sistema y al reconocimiento de las normas puede surgir la presencia virtuosa y vigilante del ciudadano. Luchar por un cambio social debe incorporar en la acción colectiva la resistencia contra la corrupción; y no solo una crítica puramente contemplativa o su condena meramente retórica.
Rector, Universidad Distrital