Por: Alejandro Martínez A*
En un mundo donde el individualismo, la mercantilización emocional y la manipulación mediática y dataísta han fragmentado los lazos humanos, la familia convivencial emerge como un espacio para construir vínculos profundos, sólidos y duraderos. Esta forma de familia se fundamenta en la solidaridad, el afecto y el apoyo mutuo, principios que orientan la convivencia y crean un entorno donde cada miembro se siente valorado y protector, al mismo tiempo que protegido y valorador.
La familia convivencial rechaza la lógica transaccional, mercantilista, utilitaria y líquida de las relaciones, promoviendo, en su lugar, una cultura basada en el cuidado, la reciprocidad y el don. En esta casa del “nosotros doméstico”, el apoyo mutuo, la empatía y una alegre responsabilidad adquieren un papel central, estableciendo un marco convivencial que resulta esencial para enfrentar los retos de una sociedad individualizada, enchufada tecnológicamente, pero desconectada.
Se pueden identificar siete grandes pasos o peldaños en la manera en que los seres humanos construimos familia y familiaridad. Estos pasos nos permiten transitar desde la mera existencia hacia la convivencia y la convivialidad, integrando las dimensiones biológicas, emocionales, sociales, políticas, éticas y estéticas de la vida familiar. En el primer peldaño, que implica nacer con, nacer en y nacer desde una familia, se establece el primer espacio en el que la vida humana continúa desarrollándose fuera del útero materno. Este paso inicial está marcado por el acto de nacer acompañado, en un contexto afectivo y relacional que otorga pertenencia, siendo el inicio de nuestra conexión con los otros y con el mundo. En el segundo peldaño, vivir, respirar, existir y comenzar a ser, la familia se convierte en el lugar donde aprendemos a existir, a construir nuestra identidad y a desarrollar tanto el autodescubrimiento como el codescubrimiento. Este proceso se sostiene en el afecto y el acompañamiento de los demás. Por último, en el tercer peldaño, que consiste en superar la mera supervivencia y aprender a convivir, se afronta el desafío de estar con otros, formando parte de un grupo, comunidad o colectividad. En esta etapa, la familia trasciende la supervivencia básica, enfrentando las contingencias que amenazan la vida y construyendo un espacio en el que es posible realizar acciones esenciales para existir y florecer como una comunidad de sentidos y destinos compartidos.
La convivencia suele confundirse con la mera agregación de personas, la gestión de los intereses o necesidades o, como decía Facundo Cabral, con “la miseria en cooperativa”. En contraste, la convivialidad se presenta como un horizonte de vincularidad solidaria, fuerte y cuidadora. Este concepto, introducido por Iván Illich, tiene raíces profundas en las formas de relacionarse de los pueblos originarios, tanto entre ellos como con la naturaleza. La convivialidad alude a la plena realización de los vínculos humanos y de la familiaridad, fundamentados en la ternura, la empatía y el cuidado mutuo. Este enfoque nos invita a superar las dinámicas fragmentadoras, individualistas y líquidas del sistema-mundo, promoviendo el respeto tanto por los lazos entre los seres humanos como por la relación entre lo humano y lo no humano. Reconoce nuestra interdependencia, que nos sostiene, y nuestra particularidad, que otorga sentido tanto al camino personal como al compartido.
En este contexto agresivo con la vida, transponedor de toda vincularidad y prevalencia de una la lógica meramente instrumental, la familia convivencial no es solo un refugio, sino un espacio transformador que late en una sociedad posible capaz de construir la responsable esperanza que tanto necesitamos.
La disrupción tecnológica deshumanizante es uno de los desafíos más críticos que enfrentan las sociedades y familias contemporáneas. Este fenómeno captura el campo comunicacional y erosiona la capacidad humana para comunicarse auténticamente, dificultando que las personas y comunidades tracen su propio mapa histórico. En su lugar, quedan atrapadas en la lógica del capital, orientada hacia la maximización de ganancias y los sistemas de deseos impuestos. En este contexto, emerge un desgobierno emocional donde las emociones y los vínculos se mercantilizan, debilitando profundamente las dinámicas familiares. Estas relaciones se tornan más líquidas, perecederas e incluso sujetas a una suerte de obsolescencia programada.
Las familias viven inmersas en contextos de los cuales forman parte y sobre los que ejercen influencia. La actoría social de las familias frente a la disrupción tecnológica implica un enfrentamiento entre tecnologías que promueven la convivialidad y aquellas que perpetúan la alienación.
Por un lado, las tecnologías orientadas a la convivialidad fomentan el diálogo, la cooperación y los vínculos humanos genuinos. Por otro lado, las tecnologías deshumanizantes, caracterizadas por el egoísmo, la competencia y la invasión de dispositivos digitales, reconfiguran las relaciones familiares, reemplazando el encuentro profundo por interacciones superficiales y superfluas.
Las familias pueden erguirse frente a la agresión, disrupción y transgresión individualista y mercantilizadora de la vida. La invasión del dataísmo y la manipulación emocional nos invitan a reflexionar críticamente sobre la influencia de los dispositivos tecnológicos en las dinámicas y dimensiones familiares. Es fundamental crear momentos y espacios libres de dispositivos y pantallas que fomenten la conexión directa entre los miembros de la familia, promoviendo encuentros genuinos y una comunicación presencial significativa.
Una educación orientada hacia la soberanía tecnológica resulta clave para fortalecer la capacidad de discernimiento, autonomía y control frente a la disrupción digital. Al mismo tiempo, el hogar debe resignificarse como un espacio donde se prioricen valores como el cuidado, el diálogo y la comunión, restaurando su atributo de refugio de humanización y núcleo de convivencia auténtica.
Finalmente, la colectividad debe asumirse como una respuesta activa frente a un entorno tecnológico invasivo, reconociendo la importancia de actuar conjuntamente para enfrentar los desafíos que plantea la tecnología y preservar la intimidad, el espacio interior, el adentro y la convivencia genuina.
En un mundo cada vez más condicionado por la manipulación emocional, la exterioridad, la transparencia forzada, la dependencia tecnológica y la distracción constante, las familias tienen la oportunidad de convertirse en bastiones de convivencia. Esto implica proteger la intimidad, fomentar la autonomía y transformar el hogar en un espacio de encuentro, creatividad y colectividad, donde los valores humanos esenciales puedan florecer y sostener relaciones interpersonales auténticas.
Uno de los elementos que más deteriora la familiaridad y la vincularidad es la corrosión de la atención, ya que esta es quizás la forma más concreta de lo que entendemos como amor y ternura. Por ello, la destrucción de la atención implica, en última instancia, la destrucción de la amorosidad y de la familia misma.
Las familias tienen el poder de reexistir, reimaginar, reaprender y actuar de una manera otra, frente a los desafíos tecnológicos, económicos, sociales y políticos que las agreden, individualizan y debilitan. En este proceso, resulta crucial preservar sus atributos fundamentales: la gratuidad, el cuidado y la atención, pilares esenciales de la convivencia, la solidaridad y la humanización.
Las familias conservan rescoldos de gratuidad, atención y espiritualidad que les permiten enfrentar las imposiciones de la lógica de la maximización de ganancias y el sometimiento mercantil a los sistemas de deseos. Estos sistemas generan formas adictivas del capitalismo contemporáneo, cada vez más individualizantes y transgresoras de los espacios de intimidad e interioridad.
Frente a este escenario, las familias tienen la posibilidad de reexistir y resignificar su atributo fundamental: ser cunas de humanidad, espacios donde florece lo humano y lo esencial, lo íntimo y lo interior. En este desafío, las familias asumen una tarea crucial: cuidar aquello que crece sin impedir que crezca, perviviendo en un papel como guardianas de la vida y de la convivialidad.
La casa, el hogar, el rancho, la choza, la maloca, la finca o el pago son apenas expresiones físicas de un territorio que evoca el cuidado y la atención. Sin embargo, la utilización funcionalista de la familia por parte de los modelos de producción predominantes, o su instrumentalización para la mercantilización de chucherías alimentarias, bagatelas espiritualistas o luces de neón que conducen unidireccionalmente al centro comercial, al destino vacacional o al casino, no han logrado apagar la incandescencia de lo familiar. Este espacio sigue siendo un lugar de ternura y refugio frente a la frialdad de lo artificial y lo artificioso del mercado de las imágenes y las emociones rápidas.
Las familias, con su capacidad de cuidar, crear y recrear, encarnan la convivialidad como expresión de sus atributos esenciales: la ternura, la gratuidad y el don. Pensando en Beatriz, en Betsabé, en Luisa y en Marqueza, mis ancestras, comprendo con mayor claridad que el verdadero sentido de mantener el fogón encendido reside en el esfuerzo por resistir, por subjetivarse y reexistir, y en la dicha de reunirnos en torno a él, disfrutar de su calor y descifrar los mensajes de solidaridades y futuros compartidos que ese fuego escribe con pequeñas chispas que se elevan al cielo.
Desde los tiempos de las cavernas hasta este presente de agonías y esperanzas, ese calor, fruto del encuentro, la atención y la conexión, es lo que llamamos convivialidad y lo que ellas, con su sabiduría y amor, llamaban familia.
*Ashoka Fellow, docente Investigador Universidad Externado de Colombia. Maestría Transdisciplinaria en Sistemas de Vida Sostenible. Pedagogía de la Ternura – Pedagogía de la posibilidad.