Por Ramon Garcia Piment y Claudia Patricia Romero Velásquez

“Camina con los pies en la tierra, pero teniendo la mirada y el corazón en el cielo”

 

La mirada de un visionario siempre ha sido homologada con la forma que evoca como transitan los pensamientos de quienes a lo largo del tiempo observaron el cielo y de quienes directamente se transportaban al cielo. La aventura comenzó desde que los humanos empezamos a nombrar constelaciones e interpretar ritmos, movimientos, luces, oscuridad e iluminación que traían a su pensamiento las imágenes con nombres dados a los astros que poco a poco fueron impregnándose de magia, apareciendo así los astrólogos quienes, bañados por la ciencia, fueron transformando las nubes de conocimientos en lenguajes matemáticos llevándonos al surgimiento de la astronomía.

Entre los siglos IX y VIII antes de nuestra era, los maravillosos relatos griegos dibujaban historias fantásticas que cobijaban las gestas legendarias de los Amenoi o dioses del viento, inspiraron los recorridos hechos por esos míticos viajeros del aire representados como hombres alados que cabalgaban entre las estaciones y los estados meteorológicos. Escritos clásicos nos llevaron a conocer las aventuras de Bóreas o viento del norte lleno de invierno y frio, compitiendo con Noto, el viento del sur lleno de tormentas, mientras jugaban inocentemente los vientos del oriente y occidente, Céfiro y Euro, representados como suaves brisas que juegan entre praderas de verano y primavera.

El salto a la conquista del aire se dio con Ícaro, quien sobrepasó las capacidades humanas para volar con los artilugios hechos por su padre Dédalos, sin contar que al alejar los pies de la tierra y acercarse tanto al sol, sus alas construidas con plumas de perdices pegadas con cera serian derretidas terminando en un trágico desenlace.

La revolución de la mente del hombre por alcanzar lo inalcanzable instó a muchos pensadores a maquinar herramientas y aparatos para llegar a las nubes, en un camino entre ideas y realidades. El salto inicial en la isla de Minos logró su cometido con la maquina voladora decimonónica de Wilber y Orville Wright, cuya invención cambió el rumbo de la humanidad.

De lo quimérico y fantástico a lo tecnológico y real, de un sueño matizado de creencias seductoras a una realidad llena de poder y de transformación, es así como la industria aeronáutica empezó a cubrir cada rincón del planeta. Desde el aire se percibían otras perspectivas y latitudes. La mirada puesta en las nubes, la sensación de calma perpetua que trae la suspensión en las alturas, el juego de velocidad y distancias trayendo consigo una conexión con el cielo y una mirada a manera de vuelo de las aves. Vista la tierra así, creó consciencia de la pequeñez e infinitud en cada uno de nosotros.

A los paisajes y ciudades tuvieron que incluírseles largas franjas que permitieran el aterrizaje de aviones, cuyas capacidades iban in crescendo, surgiendo generaciones humanas y urbanas con necesidades de popularización del invento. Desde el aire se divisaban cicatrices en las afueras de las ciudades que mostraban transformaciones y bondades de la “modernización”.

En la sabana de Bogotá, a finales de la década de los 20s los “buscadores de pistas para aterrizar” indagaban en la sabana, la mejor ubicación que permitiera una aproximación libre de montañas y vientos cruzados, encontrando una gema en la Hacienda Techo, con una dimensión descomunalmente inmensa, cuyos límites al occidente eran cercanos a la actual avenida carrera 86 (Avenida Ciudad de Cali); al norte con el frio y serpenteante Rio Fucha (ahora canalizado); al oriente, contaba con una línea paralela a la actual transversal 74f (Avenida 1 de mayo. Y al sur, con el camino real a Bosa, cuya característica era la de estar siempre empantanado y lleno de fuertes zanjas causadas por el paso constante de mulas que venían desde Honda en camino a Bogotá. El centro de la hacienda tenía dos grandes humedales llamados Techo (Actualmente desecado en el barrio El Vergel) y El Burro, así como cuatro lagunas en las que se podía escuchar el canto de copetones, fochas, mirlas, cucaracheros de pantano, pijijes y patos. El paisaje permitía divisar el constante vuelo de garzas que surcaban sus cielos sin sospechar que serían prontamente desplazadas por pájaros metálicos cuyos cantos las dispersarían a otros pantanos llenos de arbustos y florestas. La Hacienda Techo estaba dividida por potreros marcados por las divisiones hechas por las hijuelas, herencias y ventas. Se podían identificar en escrituras y planos antiguos dos mega lotes, el primero con los potreros de Espatillal, Potrerito, San Juan, La Laguna, El Trabuco, Buenos Aires 1 y 2, Manga 3, Camino a la Casa, Peligro, Techo, Púlpito, Bolsillito, San Isidro, Llano Pareja, Corrales y la Hoyada. El segundo con El Tintal, Casanare, San Esteban, Cantera, Alto Negro, Laguna 1, 2, San Agustín, San Francisco, San Guillermo, San Benito, Las Delicias, Las Mercedes, San Alonso, El Embudo San Ignacio, San José, San Javier, Casanare y la Faja de Entrada, tal como se puede ver en el plano soporte notarial de 1936 (Escritura 2331 del 3 de agosto de 1936 de la Notaría 2ª  de Bogotá).

El Espectador 2009

Ninguno de los lotes fue ajeno a la construcción el Aeródromo de Scadta, ni al hipódromo de Techo, como tampoco a la expansión de Bogotá impulsada por la construcción del Barrio Kennedy. Los linderos fueron transformándose en caminos que luego quedarían inmortalizados en la morfología de la metrópoli, las que si sucumbieron al tiempo fueron las lagunas, cuya forma y límites solo quedan en las rejas y linderos catastrales del barrio Marsella y de la fábrica Bavaria, hoy en desuso y con un plan parcial que promete recobrar un bosque sembrado junto con unidades residenciales vis y vip.

El Aeropuerto de Techo tuvo una vida útil entre 1929, fecha de su inauguración, aunque aterrizaron aviones desde 1928 en la pista recién demarcada para uso exclusivo de sus dueños (SCADTA), y operó hasta 1959, cuando fue reemplazado por el Aeropuerto El Dorado. En sus terrenos aledaños, aun como potreros planos inmensos, se visionaron entradas triunfales a manera de “la puerta internacional de Bogotá”, para recibir la IX Conferencia Panamericana en marzo de 1948. Laureano Gómez, como Canciller encargado del embellecimiento de Bogotá para tal evento, planeó y ordenó la construcción de la Avenida de las Américas y del monumento de las Banderas, con las 21 banderas de los países que asistirían al evento que reorganizaría las relaciones entre los países de la Unión Panamericana organizados por la OEA. Se buscaba que las imponentes diosas de mármol que representaban los sueños morales de la sociedad (Justicia, educación, sabiduría, abundancia, desarrollo, ciencia, entre otras) ocultaran los problemas de empantamiento de las pistas y del mismo aeropuerto cada vez que llovía y se desbordaba el Rio Fucha. Sin embargo, esos problemas fueron eclipsados por el desorden político, anti-semitista, conflictos bipartidistas y de desborde irracional de una sociedad saturada de guerras civiles que explotó con el Bogotazo, marcando una estocada fatal al aeropuerto, que se quedó sin inaugurar su entrada, en medio de la obsolescencia dictaminada por la convención de Chicago.

En 1945, parte de la hacienda Techo fue comprada por el Consorcio de Cervecerías Bavaria, antes de la construcción de la Avenida de las Américas. Podemos imaginar los vastos terrenos al lado del camino cuyos vecinos eran: La Compañía de Jesús (Jesuitas), las fábricas de Explosives Industries al noroccidente del lote, y de la Radiodifusora de Gustavo Uribe, llamada La Voz de Bogotá, constituida desde 1931. Al otro lado del aeródromo, se encontraba el terreno del Seminario de Bogotá. Esta adquisición marcaria parte de la tendencia de urbanización posterior de estos lotes para albergar en principio a los trabajadores de las fábricas, y luego a los desplazados de las guerras bipartidistas, convirtiendo el sector en uno de los más poblados de la metrópoli, cambiando su nombre de Techo a Kennedy en 1967.

Los ideadores de pistas tenían en ese momento la convicción de conformar aeródromos particulares para cada empresa aeronáutica, es así como en 1948 idearon el Aeropuerto LANSA, (Líneas Aéreas Nacionales o Limitada Nacional de Servicio Aéreo). Empresa constituida en 1945 por Ernesto Recaman Saravia, Gabriel Pérez Reyna y Rafael Barvo buscaba tener su propia pista en Bogotá para aterrizar sus aviones Avro Anson 625A y Douglas DC3. Este aeródromo estaría ubicado en Engativá al Occidente de Bogotá, entre los barrios de Normandía y Boyacá Real, con el límite en el Bosque Popular, en los actuales terrenos del Centro Don Bosco, de la Universidad Libre y del Jardín Botánico. El proyecto proponía la construcción de la avenida llamada Camilo Daza (actual Avenida Boyacá), y la ampliación del Camino a Engativá (Actual Avenida el Dorado).

El proyecto proponía dos pistas cruzadas (324ª y 8ª) en lo que sería en la actualidad la ubicación de los Barrios: Los Monjes, Torre Campo, San Ignacio, Normandía Occidental, Santa Cecilia, El Lujan y El Paseo.  Presentaba un loteo al norte del barrio Normandía con 19 predios con sus compradores sobre una vía privada de acceso al proyecto, en lo que podría ser la actual Calle 53. Estos lotes harían las veces de hangares y depósitos de carga de productos, zonas aduaneras visionarias hacia la proyección de un comercio exterior.  El Aeropuerto fue bautizado como “Aeropuerto de Santa Cecilia”, operó solamente una de sus pistas hasta 1951. Lo que pudo ser y no fue, de seguro el proyecto llegó a manos del régimen militar de Gustavo Rojas Pinilla, quien junto con sus asesores y su mirada forjada en la tesis que le sirvió de ascenso al grado de coronel, titulada “Pistas de aterrizaje en Colombia”, sirvió para quienes idearon en 1955 el Aeropuerto El Dorado, más al occidente del Aeródromo de Santa Cecilia, buscando la periferia de la ciudad proyectada y la lejanía con los cerros orientales.

Los empresarios de LANSA, que tenían una experiencia previa en el campo de construcción de pistas de aterrizaje, para 1953, la ampliación del Aeropuerto de Las Nieves en la Ciudad de Barranquilla. Como se puede analizar del Plano topográfico y urbanístico de la pista de aterrizaje, encontrado en las Escrituras públicas de la Notaría 1ª  de Bogotá que contiene planos de la compañía aérea barranquillera de Ernesto Recaman Saravia, luego de ser vendidas parte de sus acciones a Avianca en 1951. El plano fue levantado por Avianca a través de la empresa de Aeródromos y Construcciones, titulado como plano No. 002. Bogotá. Dibujado el 4 enero de 1952. En él, se aprecia la pista principal, el proyecto de nuevas edificaciones. Un proyecto de pista transversal, y las edificaciones existentes para la época. Entre las que se destacan: La carretera Avianca a Barranquilla (actual calle 30), la Urbanización Las Nieves; la carretera a Soledad (Actual calle 17); la Pista de aterrizaje (correspondiente al parque Boulevard Simón Bolívar o calle 19, desde la carrera 38, hasta la carrera 7b). La torre de control, bodegas y talleres se encontraban en el lugar donde actualmente se encuentra el Parque Rebolito y la Institución Educativa Distrital José Martí. El aeródromo cubría un área total de 99 hectáreas, correspondientes al actual barrio Simón Bolívar de esa ciudad.

La visión de estos lideres y empresarios del aire en Colombia, llevada a sus límites en la alborada del siglo XX, en medio de problemas en la tierra que se olvidaban al surcar los aires, llevaron a nuestro país a una mirada sin límites que poco a poco se fue difuminando en los trazos urbanos y en el olvido del tiempo. Hoy, esa “conquista del Aire”, sigue viva en quijotes del siglo XXI que buscan ir más allá de los enredos entre fusiones de aerolíneas, problemas con urbanizaciones y ruidos en las inmediaciones de las pistas, quienes buscan ahora conspirar contra el olvido y soñar con rayar el cielo desde la tierra.

 

Bibliografía y fuentes

Archivo General de la Nación- Fondo Notarias.

Anotaciones para la historia de Ciénaga por Ismael Correa Diazgranados

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