El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, es un monumento magnífico a las sinergias que se crean cuando las sociedades creen que están en medio de un gran cambio; cuando ilusoriamente consideran que están escribiendo la historia colectivamente. Todo momento es un momento de cambio, de transformación, la diferencia es que se empieza a percibir como tal solo cuando la narración se colectiviza, cuando la retórica le gana a esa realidad mutable que es la nuestra. Tancredi Falconieri, el personaje que en la pluma de di Lampedusa pronuncia la célebre frase de la obra, es sin duda un elemento clave para entender cómo el cambio reside exclusivamente en la narración. No por coincidencia, Luchino Visconti, que personalmente considero uno de los directores más grandes de la corta historia del cine, vio magistralmente en el joven y apuesto Alain Delon el actor que podría encarnar ese cambio cuando adaptó la novela para la gran pantalla. La escena en cuestión, tanto en la novela como en la película, nos muestra claramente que el tan anhelado cambio social se construye en la retórica y que, al mismo tiempo, responde en gran parte a un cierto cálculo de intereses de clase y, sobre todo, a una misteriosa serie de intereses personales. Y digo misteriosa porque ahí, en un complejo marasmo, anidan pasiones personales, soberbia, avaricia, egolatría, entre otras. En la escena, Tancredi le dice a su tío, don Fabrizio Corbera, quién está perdiendo los privilegios que su clase había atesorado durante siglos, que tienen que ser ellos mismos, los miembros de la nobleza decadente, putrefacta y anacrónica, quienes tienen el deber de guiar la construcción de la república naciente. Y tienen que guiarla sobre todo dictando la narración del cambio. Porque, como dice Tancredi:
“Si no estamos allí también, ellos conciertan la república en poco tiempo. Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.”
Y continúa explicándole a su tío que habrá diversas tratativas, escaramuzas que serán disfrazadas de peleas reales, tiros al aire, bulla, mucha bulla, y así, “todo será igual pese a que todo habrá cambiado”.
Todo tiene que cambiar para que todo siga igual, y, bajo este axioma, votó la periferia, los últimos y las últimas, los ‘nadies’ y las ‘nadies’. Así los buses, lanchas y todos los medios de transporte de las maquinarias políticas recorrieron los vastos feudos politiqueros tradicionales. Por esa trocha de intereses de una clase política decadente, putrefacta y anacrónica, movilizaron tres millones de votos que, una vez depositados, auparon el gobierno del cambio.
La suerte del cambio está echada, y así todo cambiará para que todo siga igual. Los partidos tradicionales pusieron presidente y seguirán ahí. El santismo seguiría manejando las redes del poder ejecutivo y legislativo. Roy Barreras, en nombre del cambio, será elegido presidente del Senado. El cambio se convirtió en narración y el imaginario colectivo escribió la historia, y así, en esta nueva narración, el gobierno del cambio es el primero de izquierda en la historia del país. Aunque esta afirmación desconozca de un plumazo los 27 presidentes de izquierda que han construido la historia casi bicentenaria de la República.
El cambio llegó para quedarse. Y se nota en la visita del presidente electo al presidente de la República. Encarnando el cambio, y para gritarlo a los cuatro vientos, llegó a la visita solemne sin corbata. Aquel mismo día, mientras lucía su rebeldía en el palacio de Nariño, recibió abiertamente el apoyo del tradicional Partido Liberal, encaramó a la presidencia del Senado al nacido uribista, reborn santista, reencarnado petrista Roy Barreras, y filtró un borrador de su reforma tributaria que no solo aspira a recaudar casi el doble de lo que pretendía la tan odiada reforma precedente, sino que, para hacerlo, avisa que será imperativo meterle la mano al bolsillo a la clase media, y más.
Poco a poco empezarán los mercados, la bolsa, los asustados accionistas de Ecopetrol a entender de qué clase de cambio estamos hablando. Paradójicamente, cuando todos empecemos a comprender la naturaleza de este cambio, todos nos tranquilizaremos un poco, y así la inversión petrolera y su extracción aumentarán, la corrupción seguirá, el inmovilismo reinará, las reformas necesarias esperarán, y, lo que es mejor, todo cambiará para seguir siendo igual. Y siguiendo igual, en cuatro años volveremos a votar, con las mismas maquinarias politiqueras movilizando a los ‘nadie’ y a las ‘nadie’, con las mismas narraciones: la de Duque y su “futuro de todos”, la de Santos y su “con paz haremos más”, sin olvidar a Samper, que promulgó un “le toca a la gente”, cuando su predecesor, César Gaviria, prometía “ganar el futuro”. Entenderemos que el gobierno del cambio llegó como siempre, como tradicionalmente suele llegar cada cuatro años, y llegó para que todo siga igual. Con la esperanza de que esto sea así, millones de ciudadanos esperamos las próximas elecciones, no para dictar un cambio, sino, esta vez, para cerciorarnos de que la democracia no murió. Porque viendo los vientos que soplan, permanece una pequeña duda.