Nos gusta mentir y nos gusta que nos mientan. Pero hay, al final, alguien a quien no podemos mentirle: a nuestro propio cuerpo. En otras entradas he hablado sobre la importancia de tenerse a uno mismo como maestro, en vez de descargar esa responsabilidad en los libros de autoayuda. Ahora, en esta entrada, hablaré de la importancia de escucharnos a nosotros mismos.

Lo primero es que escucharnos es una tarea complicada, aunque pareciera fácil. Vivimos en un mundo lleno de ruido; caminar por Bogotá, por ejemplo, es exponerse a una contaminación auditiva impresionante; eso sin mencionar nuestro ruido interno, las fluctuaciones de la mente. Todo esto hace que escucharnos a nosotros mismos sea tan difícil. Pero hay formas, digamos, sencillas de escucharnos.

Una de ellas, quizás la más clara, es el dolor. El dolor es un recordatorio constante; es un mensaje que no necesariamente pasa por las palabras (a veces uno ni siquiera es capaz de explicar lo que le duele) y que normalmente es cierto; es decir, no encubre una mentira, como puede ocurrir con las palabras. Recordemos a Umberto Eco para quien el lenguaje es todo aquello que nos permite mentir. En ese sentido, aunque podemos mentir con el cuerpo, no es tan fácil mentirle al cuerpo.

El dolor es una señal de alerta que no podemos desatender porque -valga la tautología- nos va a doler más. Claro, podemos hacer el intento; podemos engañarnos a nosotros mismos. Y a veces es hasta necesario hacerlo. Piénsese, por ejemplo, en los pacientes terminales que recurren al cannabis para enmascarar su dolor; otros, en cambio, recurren a otras sustancias -como el alcohol- para enfrentarse a otro tipo de dolores. Pero, querámoslo o no, el dolor siempre va a estar ahí.

Hay que lamentar en ese sentido que vivamos en una época tan obsesionada con negar el dolor. Hacemos todo para que la vida no duela; como si pudiéramos hacer de ella una suerte de leche deslactosada o de café descafeinado. Perdemos de vista que, sin dolor, no tendríamos cómo identificar lo que es bueno y lo que es malo para nuestro propio cuerpo.

Y en ese camino para negar el dolor hemos llegado a causarnos más dolor. Piensen, por ejemplo, en la crisis de los opiáceos en los Estados Unidos, causada por el afán de las farmacéuticas de que el mundo entero se atiborrara con sus pastillas para el dolor.

El dolor -hay que recordarlo- es parte esencial de lo que somos. De hecho, no sentir dolor es más bien producto de mutaciones genéticas; como, por ejemplo, la de Jo Cameron, una escocesa que no siente dolor ni ansiedad debido a una mutación y cuyo caso abre las puertas a un futuro mundo sin dolor. Uno que, de nuevo, nos llevaría rápidamente a los excesos y a una mayor degradación. No es descabellado, por ejemplo, ver al calentamiento global como un caso de dolor a nivel planetario. Uno al que nos empecinamos en negar.

Al final, un mundo sin dolor no es algo deseable. En mi propio caso, ha sido el dolor el que me ha permitido transformarme. Me explico:

Después de la pandemia empecé a tener problemas de sueño: me levantaba temprano en la mañana y ya no me podía dormir. Hice de todo -yoga, ejercicio, más ejercicio, ir al siquiatra, etcétera- y aunque en un momento lamenté mi suerte -el típico por qué me pasa esto a mí-, llegué a entender que ese dolor me había obligado a dejar atrás mi zona de confort y a embarcarme en prácticas mucho más sanas.

Ahora cada que duermo mal, siento que es el cuerpo avisándome que me estoy desviando del camino y que debo volver. Es decir, podría lamentarme de mi cuerpo que ya no es el de un veinteañero, pero he optado por escucharlo; ojo: eso no significa acolitarle todo lo que me dice; es ahí donde entra la conciencia, que es la que puede discriminar qué tomar del mensaje que me está dando mi cuerpo y qué no. Por eso mismo, no se trata de romantizar el dolor o de volverse adicto al dolor, que es algo cada vez más común. No. Se trata, de nuevo, de escuchar lo que este nos quiere decir.

En este momento, el dolor ha aparecido una vez más para decirme fuerte y claro que debo enfocarme. Me han empezado a doler los dedos y otras partes del cuerpo y temo que pueda ser una hipertensión. No he ido al médico -debería, yo sé- porque no he tenido el tiempo suficiente. (Por eso mismo publico esta entrada un miércoles y no un lunes, como es habitual).

Sin embargo, sin ser yo un médico, hay partes del mensaje que puedo entender. Por ejemplo: que estoy fumando mucho, que estoy comiendo mal y que soy presa del sedentarismo. Todos esos son comportamientos que debo cambiar y que no cambiaría si no fuera por el dolor que siento. Porque, como se lo escuché alguna vez a alguien, las drogas son drogas porque son ricas; de la misma forma, los comportamientos poco saludables son comunes porque tienen una cierta carga de placer.

Hay que agradecer, entonces, que tenemos un cuerpo que puede sentir dolor y una conciencia que sabe qué hacer cuando el dolor aparece. Debemos dejar de quejarnos de que nuestros cuerpos ya no sean tan capaces; el tiempo pasa para todos. Pero lo peor que podemos hacer es seguir por la vida como si ese dolor no existiera. No, ahí está, míralo y escúchalo: tiene algo que decirte.

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