De poco sirven la palabrearía, la autoproclamación de genialidades, e inclusive el éxito económico de un gobernante, si ejerce el poder de manera discriminatoria respecto de sectores de la sociedad que no pertenecen a su partido. 

Hay gente que no pide que le hagan favores, sino que la dejen trabajar. No se siente a gusto con las dádivas del gobierno de turno. Tiene un cierto sentido del honor, de la dignidad, y de sus posibilidades de conducir su vida, sin la ayuda providencial de ningún cacique que se autodenomine intérprete y benefactor del pueblo. 

Esa actitud no es ni mucho menos, universal. Hay quienes piensan precisamente lo contrario. Entre ellos caben desde los samaritanos auténticos hasta los perezosos; pasando por luchadores en pro de una “justicia social” siempre esquiva, en particular cuando se cruza con manifestaciones reiteradas de las complejidades de la condición humana. 

Es posible que a unos y otros en cierto momento se les vaya la mano. A los primeros, porque el Estado se abandona a las oscilaciones de la “mano invisible”, y cree que “el mercado” es capaz de producir esa satisfacción de necesidades básicas que a su vez conduce a una vida digna. A los segundos porque el Estado se echa al hombro tareas descomunales, y abre paso a políticos interesados en repartir, como si fuera suya, la riqueza nacional, en favor de “su pueblo”. Sin perjuicio de que muchos prefieran “reposar”, mientras les llevan a domicilio “las oportunidades”, o un cheque para cubrir sus necesidades. 

Los procesos políticos reales, con el devenir de las campañas electorales, y el posterior ejercicio del gobierno, ofrecen oportunidad de observación privilegiada de las anteriores tendencias y fenómenos. La India, que adelanta ahora lo que se ha dado en llamar el proceso electoral más grande del mundo, que cada cinco años dura seis semanas, es un buen ejemplo. 

Puntualmente, está por verse si, cuando concurran a las urnas casi mil millones de ciudadanos, el Partido Popular Indio, Bharatiya Janata Party, actualmente en el poder, con el primer ministro Narendra Modi a la cabeza, consigue nuevamente ser mayoría y obtener un tercer periodo en el gobierno. El reto de derrotarlo corresponde al Partido del Congreso, identificado históricamente con la familia Gandhi. 

La popularidad del primer ministro es enorme. Pocas veces un gobernante, en una democracia respetable, mantiene semejante nivel de aprobación, que se aproxima al 75%, al culminar diez años en el poder. Su proyecto político, desde un principio, sin esguinces, ha planteado una combinación de nacionalismo indio con abierta militancia religiosa en el hinduismo, y una escueta aversión hacia el islam. Programa acompañado de un énfasis en el desarrollo económico de corte liberal, con una audaz política de avance empresarial, científico y tecnológico, que han puesto a la India entre las potencias que se dibujan para el resto del Siglo XXI. 

Proveniente de una familia distinta de las que tradicionalmente han dominado el escenario político, hijo de un vendedor de té, Modi ha hecho de ese origen popular un argumento electoral valioso. Con ello refuerza la versión india de ese populismo de derecha nacionalista que parece florecer en diferentes países en cabeza de líderes de partidos de corte liberal-conservador. En este caso con éxito que implica el relego de la tradicional preferencia por el Partido del Congreso. 

Ese otro gran partido, el del Congreso, gestor de la independencia, anclado en la historia desde cuando Mahatma Gandhi Participó en su fundación, y Jawaharlal Nehru se convirtió en primer ministro, ha estado liderado por los descendientes de este último, con el apellido Gandhi, que nada tiene que ver con el Mahatma, a la manera de “jefes naturales”. Salvo Maneka Gandhi, esposa de Sanjay, hijo mayor y esperado sucesor de Indira, muerto en un accidente aéreo, que junto con su hijo Varun pertenece al Bharatiya Janata. Como si se hubieran puesto de acuerdo, según sus enemigos, para no quedar nunca por fuera del poder. 

Ubicado desde el principio en el centro izquierda del espectro político, el Partido del Congreso lidera en esta campaña una coalición de más de 20 formaciones políticas afines, bajo las banderas del protagonismo esencial del estado en el proceso de desarrollo, la solución de problemas estructurales y la atención suplente de necesidades que los sectores marginales de la sociedad no pueden conseguir por su cuenta. 

La campaña del Congreso la lidera Rahul Gandhi, hijo de Rajiv, primer ministro asesinado, y nieto de Indira, primera ministra asesinada. Su reto es enorme, pues no será fácil remontar los resultados electorales de la última elección general, que no le dieron más del 20% de los votos. Y las encuestas indican que de poco le ha servido hasta ahora anunciar todo lo que, bajo su dirección, podría hacer el Estado por los sectores populares en mayor desventaja. 

Según las mismas encuestas, parece existir preferencia por el emprendimiento y una forma liberal de acción del Estado, en lugar de esperar, como ya lo hicieron durante muchos años, la providencia de gobiernos benefactores comprometidos a dedicar esfuerzos para “arreglar a domicilio” los problemas de la gente. 

Salvo milagros, difíciles de conseguir, el Partido del Congreso parece condenado a continuar su travesía por el desierto y obligado a hacer una lectura diferente del proceso histórico de la India. Si bien su proyecto fue válido en las etapas iniciales de la vida independiente, ahora debe concebir uno idóneo para gobernar un país convertido, con su contribución fundacional, en potencia reconocida. 

A pesar de esa perspectiva de largo plazo, en el escenario aparece ahora una oportunidad política importante de promoción democrática para el Partido del Congreso. Algo que le permite contrarrestar la actitud discriminatoria del flamante, eufórico y liviano de palabra primer ministro, que reitera el precedente de discriminar entre los ciudadanos de la nación democrática que gobierna, como lo hace contra los musulmanes. 

En el fragor de la campaña, el primer ministro no dudó en decir el domingo que “los musulmanes son infiltrados que se apoderarían de la riqueza de la India, si el Partido del Congreso llega al poder”.  Esa afirmación, que se suma al caudal de expresiones destinadas a poner en duda la nacionalidad india de los musulmanes, quienes “vendrán por las esposas e hijas de los hindúes”, constituye una mancha grave en las credenciales democráticas de Narendra Modi. 

Semejante posición, respecto de uno de los componentes de su propia nación, le pone en el listado de “caudillos” de opereta, como los hay en África y ahora en América Latina, que resuelven gobernar solo para el segmento de la población que pertenece a su partido y proscriben al resto, como si fuera su potestad, ejercida con arbitrariedad, proclamar semejante “apartheid”, con lo cual ponen en evidencia su condición de falsos demócratas. 

Si a pesar de su gestión de gobernante liberal en materia económica, el primer ministro insiste en ese tipo de posturas discriminatorias, no solamente estará sembrando las semillas de la discordia nacional, que no le corresponde cultivar a ningún gobernante responsable, sino que puede llevar a una confrontación que arruinaría los méritos de “la democracia más grande del mundo”.

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