
Siempre me gustaron los inteligentes, talentosos y apasionados.
El que mejor escribía, el ilustrador más agudo, el fotógrafo, el músico, el historiador. Los más cultos, los conversadores incansables, tipos de esos que pueden hablar durante horas de muchas cosas, tipos que tienen opiniones propias y que seducen con la palabra.
Me gustan los curiosos, a los que se les da el multitasking, los artistas integrales que hacen casi todo bien. Los sensibles, conocedores de arte, lectores furibundos, melómanos y cinéfilos. Los del más fino humor.
A esos que a mí me gustan los encuentras teniendo conversaciones elocuentes tanto sobre álbumes de música de los sesenta como sobre tipos de envolturas plásticas, porque de todo aprenden y a cada pregunta que hacen la sigue otra y a la otra otra. Los verás discutir con energía sobre política, preguntar y ensayar una receta de cocina, disentirle a tu tía con gracia y diplomacia, quejarse de haber comprado el abono para un Festival desmejorado.
Son de los que le hacen seguimiento al pedido de Amazon que siempre se demora pero llega a tiempo para cambiarle el orden a sus mesitas de noche con el libro nuevo, el mejor gadget y algún regalo para descrestar a la novia.
Tienen diccionarios de papel y los usan. Tienen buena memoria para recordarte la segunda novela de tal y recomendarte la última de tal. Son más disciplinados y obsesivos que tú, leen El Malpensante, andan de tenis y camiseta, regalan libros en vez de perfumes. No tienen carro pero han ido a Camboya o a Dubai y han viajado por Europa y Suramérica. Son refinados, no suelen caerle muy bien a los machos Alfa.
Saben que hay mujeres que los seguirían así tuvieran que dejar de lado muchas cosas, se callan cuando les preguntas si ellos se irían detrás de una mujer. Los tipos que me gustan casi nunca están casados y algunos probablemente no se casarán.
Seguro que has recibido sus llamadas eufóricas contando que este fin de semana hay venta de libros con descuento en el Gimnasio Moderno, los has visto abrir de nuevo esas bolsas llenas de libros que sacan con cuidado mientras huelen sus páginas y los organizan y reorganizan en libreros donde también hay libros en otros idiomas; algún día van a retomar el alemán o aprender latín o vivir en Francia.
Los acompañas a buscar la edición especial de un libro imposible de encontrar, te convencen de comprar boletas para teatro y te sorprenden sus conocimientos de ópera, o su voz cantando ópera. Los acompañas a una charla sobre literatura infantil o periodismo de guerra y sabes que secretamente imaginan que son el invitado especial que habla del tema del día. Sabes que también conceden entrevistas imaginarias y tienen discursos preparados en su mente para el día que reciban un premio. Algún premio importante reconociendo su talento. Alguno de sus talentos.
A mí me gustan los intensos. Los complejos. Los que te llenan la casa de post-its, te hacen una dedicatoria ilustrada, te mandan un telegrama en vacaciones.
Cada vez que vienes a Cartagena traes a uno más flaco, dice mi tío Alejandro que es más del tipo alfa. Me hace preguntarme por qué me gustan así, con esos dos patrones claros: famélicos y apasionados. Y si hay alguna relación entre lo uno y lo otro. Como ese par de profesores de la universidad que también me gustaron y encajan en el patrón.
Pero de la mano de la fascinación que me producen los que me sorprenden y me incentivan, los que se desvelan, reconozco otra particularidad que tienen en común: el ego correspondiente a esa lista de virtudes. El ego que hace match. El ego que compensa.
Detrás de los reclamos de un ex novio, que se quejaba por que no encontró en mí a una persona que lo apoyara lo suficiente en sus proyectos, no puedo evitar oír que lo que no encontró en mí fue a la fan que se merece. Cómo se me ocurre tener proyectos propios y darles más importancia que a los suyos. Cómo se me ocurre salir laureada, probar otros trabajos y también hacerlos bien.
Mi novio casi no se recupera de la respuesta cuando me preguntó quién creía que era el que mejor escribía entre mi círculo de amigos porque con total falta de modestia le dije que la que mejor escribía era yo. Y eso que todos han escrito y publicado libros, o están terminando uno o tienen tantos en el tintero que ya planean su antología. Y son columnistas, editores, jefes de redacción. Y me parecen buenos.
También hubo el que para demostrarme que yo no había sabido ser su musa –porque no me desvelé lo suficiente con él mientras escribía uno de sus libros–le agradeció en el prólogo a 21 personas, juro que las conté. Pero a ti NO, porque tú no estás viviendo tu sueño a través de este libro mío, porque te diste el lujo de ser la primera en leerlo y me hiciste el desaire de no adorarlo, y además porque no vas a llorar, como mi novia anterior, la primera vez que lo veas en La Nacional.
Tienen un defecto grande, esos tipos maravillosos que me gustan: egos tan grandes que aunque les gusten las inteligentes, las buenas conversadoras, las multitaskers, después no les perdonan que sean todo eso que ellos buscan y tengan egos igual de grandes. Y por eso las dejan ir, no sin antes patalear. Pero me gustan mucho porque a ratos se me olvida que después de todo son hombres y ellos también disfrutarían tanto si su novia, de vez en cuando, les dijera con el ojito iluminado: ¡Ay papi, tú sí que sabes cosas!