Hace un par de semanas oí por azar una conversación tremenda. Fue una mañana, en un baño de la oficina. Una mujer, con serenidad y firmeza, le repetía a otra: A usted no le gustaría que le hicieran esto, en tantos años de matrimonio nunca se ha cruzado una mujer que haya dañado lo que nosotros tenemos.

Después de una pausa breve la mujer retomó: ¿Le gustaría que le pasara esto? Si usted no deja de llamarlo yo voy a llamar a su marido y le voy a contar lo que está haciendo. Colgó.
No había nadie más en el baño y sabiendo que ella sabía que yo había oído la conversación que acababa de tener quise demorarme un poco para darle tiempo de salir del baño antes que yo. Pero la mujer no salió.
Abrí la puerta despacio y caminé directo hacia los lavamanos, intentando no mirarla, para no avergonzarla, pero mientras salía se cruzaron las miradas unos instantes y me dio vergüenza hacer como si en ese baño donde estábamos solas, no hubiera pasado nada.
La volví a mirar y le sostuve la mirada unos segundos, tratando de saber qué decir o qué hacer, y como me miró fijamente también, en vez de bajar la mirada o torcerla, me oí decirle: Espero que todo mejore.
Sonrió un poquito, entre avergonzada y agradecida, y dijo: Muchas gracias.
No había lágrimas, no había drama, había tristeza y determinación en sus ojos y su voz. Me pareció admirable esta mujer, sentí un profundo respeto por su dignidad, me sequé las manos y salí dejándola sola.
He intentado recordar otros momentos en los cuales he sentido una íntima conexión con un completo extraño. Llegan fragmentos de situaciones felices y de situaciones tristísimas, en otros países y hace muchos años.
Me llegó el recuerdo de una tarde de vacaciones en un camión mexicano, o sea un bus de servicio público, cuando volvía a la casa de mis tíos con mi hermano, después de hacer alguna vuelta aburrida y un hombre de edad mediana con una guitarra vieja irrumpió en la modorra típica de la hora después del almuerzo.
El espacio era reducido y yo estaba sentada al final del bus. Mi hermano iba parado. El hombre empezó a tocar y a cantar, pero en vez de notas predecibles o aburridas un bramido espantoso salió de su boca y del contacto de la guitarra con sus manos; era tan poco armónico que era ridículo que fuera música, nunca he tocado un instrumento en mi vida y sin embargo estoy absolutamente segura de mi incapacidad para generar un sonido tan molesto.
La voz aguda y desafinada, la intensidad y frecuencia con la cual subía y bajaba el tono intentando agarrar alguna nota, los golpes torpes de su mano, la falta de conciencia sobre sí mismo, la falta de oído, el atrevimiento de imponerle a otros un ruido tan grotesco, sonreí.
Del otro lado del bus, frente a mí, más allá del bramido, una mujer un poco más joven que yo sonreía; se encontraron al tiempo sus ojos aterrados y los míos, su sonrisa y la mía.
Era tan pero tan desagradable el sonido que emitía el hombre que esta desconocida y yo tuvimos un ataque de risa intenso, tal vez uno de los más genuinos de mi vida, alimentado por la complicidad del espejo, una mujer del otro lado que respondía a la carcajada con otra carcajada.
A la risa a dúo, desbordada, la siguió el intento infructuoso por no ser descubiertas por el artista, un cierto respeto por su fracaso, si el tipo había llegado a cantar en ese bus esa tarde, haciéndolo como lo hacía, quiénes éramos para contradecir su idea, viva a pesar de su edad, de que alguien podría encontrar agradable semejante espectáculo.
No sabré nunca su nombre, qué hacía, para donde iba, pero esa mujer y yo tuvimos algo, un momento memorable que se deshizo en la siguiente parada pero todavía recuerdo con la cercanía y emoción con la cual revivo algunas conversaciones importantes. Recuerdo el ambiente, las sensaciones, la calma después de la tormenta de risas con guitarra.
Por alguna razón este tipo de recuerdos siempre vienen de la mano de una mujer extraña, no sé si obedezca a que una situación similar con un hombre la habría llenado de alguna carga sexual que rompiera esa intimidad con un asomo de vergüenza o prevención, me parece que sí.
La última de las íntimas extrañas que he recordado hoy es una mujer en el aeropuerto de Río de Janeiro un domingo de mayo de 2013.
Unos minutos antes de recibir una de las noticias más duras de mi vida, la muerte de una persona muy amada, estuve mirando con la imprudencia e insistencia de un niño curioso a una mujer que esperaba sus maletas del otro lado de la banda.
La miraba mucho por que me atraía su pinta, el cliché del colorido y la onda casual brasilera, un vestido naranja de flores combinado con tenis y un saquito liviano, un pañuelo estampado en el pelo, la piel dorada, la nariz recta, las cejas gruesas.
Se parecía mucho a mi amiga Virginia, me daban ganas de hablarle, era una persona agradabilísima, estaba segura solo con verla.
Supongo que notó mi mirada porque me devolvió un par de sonrisas antes de que todo se volviera tan extraño y confuso.
Me recuerdo agachada en el piso del aeropuerto mirando a todos lados, perdida, llorando, unos minutos después.
Entre las imágenes en contrapicada que dan vueltas aparece otra vez su cara, me mira con ganas de acercarse porque ha visto una escena que tal vez ella tampoco olvide: ha visto a un hombre alto y gordo que con ternura y dolor se acerca y abraza a la mirona, sorprendida de verlo esa mañana en el aeropuerto. Ha visto que el hombre dice unas palabras y luego llora con ella, se agacha con ella. Se quieren, habrá notado, están juntos en lo que sea que les haya pasado.
La cara de la mujer del pañuelo dice que quiere hacer algo pero no sabe qué, veo la preocupación en sus ojos, pero no se acerca. Seguramente porque acaba de recordar que no me conoce, que somos extrañas de nacionalidades diferentes que hablan un idioma que suena parecido pero no es el mismo, que solo hemos coincidido ese día en un aeropuerto.
@JuliaLondonoBoz