
Ayer fue un día lamentable para la historia de América Latina, los golpes de Estado que derrumbaban gobiernos democráticos parecían ser cosa del pasado, pero no, no es así. Ayer, el senado brasilero destituyó a Dilma Rousseff, presidenta electa democráticamente con 54 millones de votos. Ante la opinión pública, el proceso se presentó como un supuesto juicio parlamentario o lo que se suele denominar como “impeachment”, acusando a Rousseff de realizar “pedaladas fiscales”: un grupo de juristas y congresistas alegaban que la presidenta habría tomado créditos de la banca pública, atándolos a las cuentas del ejecutivo (lo que en Brasil se denomina pedalada en términos contables, atando un presupuesto a otro) y expedido otra serie de préstamos sin autorización del poder legislativo, lo que configuraría un delito de responsabilidad fiscal.
Sin embargo, diferentes peritajes y análisis técnicos demostraron que no hubo crimen de responsabilidad. Estos documentos indicaron que las pedaladas ocurrieron, pero cabe aclarar que no son un delito en sí ni constituyen casos de corrupción: tomar créditos y vincular presupuestos es una práctica recurrente en administraciones estaduales y municipales brasileras. De ahí que el proceso sea selectivo y tenga una naturaleza política: una oposición aliada a sectores políticos hegemónicos que no consiguió vencer en cuatro elecciones y procuraba cuanto recurso político, legal y mediático tuviese a su alcance para derrocar al gobierno y revertir el proceso social que le acompaña. En los discursos de senadores y diputados opositores durante el juicio, la gestión fiscal parecía poco importante. La inexistencia de argumentos técnicos y jurídicos fue expuesta en varias ocasiones, además de la politización de algunos sectores del poder judicial, y el condicionamiento mediático que desdibujó la acusación falaz.
Las cosas hay que llamarlas por su nombre: fue un golpe de Estado, dado desde una capa institucional y una aparente legalidad, pero no por ello deja de ser un golpe y quebrantar la construcción de democracia. Fue un hecho grave: se le dijo a la población, al poder constituyente, que su voto no importa cuando hay intereses de por medio. La cuestión va más allá de defender un gobierno particular, que como todo gobierno no estuvo exento de contradicciones, lo que está en juego es la posibilidad de participar efectivamente y sin miedos, de garantizar derechos a sectores históricamente excluidos, de construir el modelo de sociedad que se quiere. Asistimos a un hecho rodeado por la ilegitimidad: muchos de los senadores y diputados que votaron a favor de la destitución, están envueltos en investigaciones por corrupción que llegan a salpicar a Michel Temer, el presidente interino, mientras que Rousseff ni siquiera ha sido nombrada en algún acto irregular, contando con una hoja de vida limpia.
No obstante, el pueblo brasilero se caracteriza por su fortaleza, “não foge à luta” (no huye a la lucha), muchos sectores se vienen movilizando frente a lo acontecido y saben que están disputando los derechos conquistados en las últimas décadas, es el pueblo de la creatividad festiva y la profundidad cultural que ahora empieza a llevar su indignación a la plaza pública, es la “sem sala” (los y las excluidos, sin sala) que se rebela contra la “casa grande”. No dejan de ser preocupantes las implicaciones para América Latina, ocurrió hace poco en Honduras y Paraguay y los ruidos golpistas siguen resonando en otros países; las experiencias de violaciones a los derechos humanos y rupturas democráticas en el siglo XX son suficientes para estar alerta ante un nuevo golpe.
Lo sucedido ayer en Brasil no tiene justificación moral ni jurídica, no hubo un argumento legal suficiente y se derrumbó el proceso político que venía construyendo democracia desde el fin de la dictadura cívico-militar en 1985. Los efectos ya se comienzan a sentir: el gobierno interino ya anunció medidas perjudiciales como el desmonte del sistema público de salud, de programas de inclusión en la educación superior, programas de alfabetización, garantías laborales, la reforma a las pensiones, y la lista sigue. Lo sucedido ayer se suma a días de indignación y vergüenza en la historia de América Latina como el 9 de Abril de 1948 cuando asesinaban a Jorge Eliecer Gaitán en Colombia o el 11 de Septiembre de 1973 cuando derrocaban el gobierno democrático de Salvador Allende en Chile.
Río de Janeiro, 1 de Septiembre de 2016
Francisco Abreu