En el Cabo de Buena Esperanza hay niebla que cubre la herencia de Nelson Mandela. 

Ya se sabía que cuando se llegara al poder desde las afueras de un sistema que tenía su propia liturgia, era más fácil cometer errores que acertar en todo aquello que se había hecho soñar. Así pasa en todas partes. 

Aquí y allí, el tiempo de aclimatación al oficio de gobernar resulta más largo cuando se carece de experiencia. Para tener éxito no basta con manejar un discurso, por bueno que sea, o por bien que suene, si no se sabe actuar con tino y con diligencia. Encima de todo, nunca será fácil gobernar una sociedad dividida. 

Si a una división de la sociedad se responde con otra, la democracia no gana terreno. De poco sirve tratar de cambiar a la carrera una hegemonía por otra, pues la nación termina lo mismo de dividida. Hasta que el poder vuelva a las manos anteriores. Y vuelve y juega. 

Para cambiar una cultura preexistente de división por una que conduzca a la unidad, se requiere un trabajo enorme, pero sobre todo un ejemplo de comportamiento cotidiano, en el ejercicio del gobierno, que sea consecuente con ese propósito. Si, por alguna razón, se termina inmerso en las mismas prácticas que se cuestionaban del régimen anterior, y si se agregan engendros que van en contravía de la moral, se pierde esa autoridad que, más allá del poder formal, debe presidir los actos de los gobernantes.

Desde la llegada de los europeos, y hasta hace apenas treinta años, los sudafricanos originales permanecieron atrapados bajo un esquema que llegaron a imponerles, por la razón o la fuerza, en su propia tierra. Hasta que, en 1994, celebraron elecciones libres que los llevaron al poder orientados por un líder excepcional, con la tarea convivir, lo mejor que se pudiera, con los sudafricanos blancos, que los habían discriminado y maltratado de muchas maneras.

No se puede menospreciar la voluntad de dirigentes blancos que escucharon a tiempo la alarma del reloj de la historia y facilitaron la liberación de Nelson Mandela. Momento que marcaría el inicio de un cambio radical del sistema que habían construido a su favor, y cuya desaparición implicaba para ellos mismos riesgos de toda naturaleza. 

Todo quedó servido hace tres décadas para que la mayoría negra del país adelantara reformas represadas, fuese por el yugo de los regímenes coloniales o por la segregación racial. Entonces debía venir una difícil etapa de acomodamiento de las diversas etnias a una coexistencia que no estuviese marcada por diferencias raciales sino por propósitos comunes de desarrollo integral en un ambiente de armonía. 

Al cumplirse treinta años de aquella cumbre de euforia, el panorama no es el de esa sociedad que hubiera podido avanzar mucho más en los propósitos que entonces adoptó con tanta alegría. El Congreso Nacional Africano, a cuya fundación contribuyó Gandhi, ha completado treinta años en el poder. Ahora es tiempo de mirar qué tan nítidos están los colores de la “nación arcoíris” que Nelson Mandela propuso dibujar entre todos. 

La sociedad sigue dividida en diferentes sentidos. Las comunidades blancas y las negras han continuado, salvo contadas excepciones, cada una por su propio camino. La brecha entre ricos y pobres mantiene una tendencia a crecer, con todo lo que ello implica en el ánimo y los sentimientos de la mayoría que continúa rezagada en cuanto a los beneficios del desarrollo. 

No ha sido suficiente la conquista de un nuevo orden institucional, pionero en materias como la no discriminación en diferentes aspectos de la condición humana. A pesar de muchos avances, subsisten problemas gigantescos en materias como vivienda y servicios públicos. 

Los apagones, por ejemplo, hasta de doce horas, han afectado con frecuencia a más de 50 millones de personas, con el impacto negativo de una sensación de malestar. Máxime cuando se originan en el fracaso de Eskom, la gran proveedora de energía, hundida por deudas mal manejadas y actos de corrupción. 

El mayor tropiezo en la marcha de la nueva Sudáfrica, que incide seriamente en el ánimo de toda la nación, radica precisamente en la presencia de la corrupción en altos niveles del estado. El clima prohijado por ese flagelo disminuye la confianza en los gobernantes y es caldo de cultivo para el avance de la delincuencia. Fenómeno que, combinado con la pobreza, el desempleo y el elevado costo de vida, produce un panorama poco alentador.

La presidencia de Jacob Zuma, de 2009 a 2018, cuando fue destituido, se caracterizó por el saqueo a las arcas del estado a través de redes insertas en el histórico partido de gobierno. El efecto de ese saqueo, perfeccionado en el campo de la contratación pública, llevó a Sudáfrica al borde de la quiebra. El nepotismo se puso a la orden del día, vinculado con un manejo clientelista de la política en todas sus dimensiones. De manera que se causó una herida profunda en el alma nacional. 

Tan profunda ha sido esa herida, que algunos sectores de la población negra han llegado a renegar de la herencia de Mandela, a quien consideran un desatinado soñador, alejado de la realidad, que propuso al país unas metas imposibles de conseguir. 

El presidente Cyril Ramaphosa, que no solamente es político sino empresario, mezcla particularmente combustible, buscará ser reelegido luego de las elecciones generales del 29 de mayo de 2024. En esa perspectiva, y ante las dificultades del proceso político interno, ha buscado protagonismo internacional en el seno de los BRICS, con Brasil China, India y Rusia. También ha desatado acciones intrépidas como la demanda contra Israel ante la Corte Internacional de Justicia por su actuación en Gaza. 

El cargo de presidente depende en Sudáfrica de la composición de la Asamblea Nacional. Ramaphosa aspira, como jefe del partido hasta ahora mayoritario, a conseguir suficientes escaños para continuar en el oficio. En contra de esa pretensión aparece una tendencia que critica al Congreso Nacional Africano por haber sido incapaz de sostener los estándares éticos, así como los propósitos de unidad nacional que planteó Nelson Mandela. A lo cual hay que sumar el hecho de que comunidades mixtas, que han esperado pacientemente durante treinta años, comienzan a lanzar propuestas alternativas.  

Los comicios dirán cuáles pueden ser las proporciones de desperdicio de la oportunidad histórica de ejercer el poder político conforme a los elevados estándares que se plantearon cuando se dio la transición del apartheid hacia la democracia. 

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