Parte tres

(viene de la Parte dos)

Las cartas de despedida son quizás la muestra más clara de que quien las escribe no le tiene miedo a la muerte. La ha calculado. La deja venir desde la distancia, como el bañista que se ajusta el traje antes de nadar hacia la cresta del tsunami. El que escribe una carta de suicida recibe la muerte con la frente en alto, así sea desde la esquina herida del que ya no puede alzar los guantes.

Solo un 30% de los suicidas escribe a alguien antes de irse para siempre. Marc Caellas ha escrito bien y a profundidad sobre las cartas más impresionantes y legendarias.

Ni siquiera en su inventario extenso y cuidadoso abundan las que revelan una reflexión sobre el momento inmediatamente después de que cesa la vida. Acaso sucede porque lo que guía al suicida (con mayor o menor sufrimiento) es la certeza de que con el punto final de nota llega también el final del libro de su vida. No existen suicidas que crean que con la realización de su última voluntad van derecho a la perdición eterna. Nadie se suicida para seguir sufriendo.

Para el suicida, como para tantos que elegimos la vida, no es la fé en un futuro paradisíaco o de condena lo que define nuestros actos, sino una realización en el presente que nos afirma y nos reta.

El legendario y turbado músico Kurt Cobain (1967-1994) escribió su última nota a un amigo imaginario, Boddah. El papel parece desgarrado, el contenido es furibundo hacia él mismo y angustioso para los demás, las letras parecen cruzadas por una inseguridad.

Esta nota debería ser muy fácil de entender (…) Ya hace demasiado tiempo que no me emociono ni escuchando ni creando música, ni tampoco escribiéndola, ni siquiera haciendo rock’n’roll.  Me siento increíblemente culpable (…) Simular que me lo estoy pasando el 100% bien sería el peor crimen que me pudiese imaginar (…) ¿Por qué no puedo disfrutar? ¡No lo sé! Tengo una mujer divina, llena de ambición y comprensión, y una hija que me recuerda mucho como había sido yo”.

Como lo muestra la carta, Cobain fue consciente de que en el presente tenía todo lo que miles personas ansían para su futuro: una carrera exitosa como ícono del género grunge, una familia que lo amaba, fortuna, talento…pero nada logró alejarlo del desconsuelo total, de un tedio asfixiante.  Si bien fue alabado por los críticos, endiosado por seguidores de todas las edades y aplaudido en los escenarios de mundo, en su interior creció una inconformidad que nubló todas las satisfacciones. En algún lugar de la segunda novela de la serie de aventuras de “El Capitán Alatriste” el protagonista dice: “Un hombre cabal puede elegir el momento de su muerte, pero nadie puede escoger lo que recuerda” o algo así.

El movimiento del grunge nació a finales de década de 1980 y significó un giro del rock, que a ese punto había sido domesticado por peinados elaboradísimos, vestimentas pomposas, espectáculos llenos de luces y extravagancias. Al contrario de los estadios preparados para miles de fanáticos maquillados, los escenarios del grunge en un principio apenas estaban adecuados con tarimas subterráneas, sonido caseros y luces improvisadas. Allí se juntaron pálpitos del punk, estridencias de guitarras setenteras, distorsiones reacias y el vigor de otros géneros que encajaron mejor en los sótanos de la rebeldía que los taquilleros espectáculos del glam.

La vena principal del grunge fue la rabia. La introspección y la angustia formaron sus letras, así como el sentirse a la deriva, las relaciones tóxicas de padres despertados a golpes del sueño americano, una vida monótona en ciudades paralizadas… En vez de una provocación política o un activismo musicalizado, este género sirvió de expresión a almas solitarias que prefirieron irse de frente contra el mundo desde una coherencia solitaria, sin importar lo complejos o contradictorios que pudieran parecer.

“Prefiero ser odiado por lo que soy que ser amado por lo que no soy”, afirmaba Kurt Cobain. 

Algunos músicos de la época supieron desde el principio que Nirvana estaba tres o cuatro pasos adelante de los grupos de su época. Ya había tras disqueras y productores solidificando un movimiento, pero el álbum insignia de la banda titulado “Nevermind”  consolidó el centro gravitacional del género. Su variedad musical (desde el hardcore-punk hasta baladas acústicas), sus letras marcadas por la ironía, la oscuridad y la incómodad despertada al mainstream, lograron que se convirtiera en una especie de estandarte entre quienes apenas entraban en una adultez que les ofrecía muy poco. Llevó a que, en solo cuatro meses, se vendieran más de 300 mil copias a la semana.

Eddie Vedder, vocalista y uno de los guitarristas de Pearl Jam, sostiene que en la congestionada escena de Seattle “todos tenían una copia y que era imposible zafarte de las canciones”. A 1999 este disco había vendido más de 30 millones de copias físicas, sin contar las descargas y las reproducciones en plataformas digitales desde entonces.

Existen teorías que ponen un asesinato dentro de las posibilidades de la muerte de Cobain; pierden cualquier solidez cuando consideramos que el disparo a su propia cabeza fue precedido por al menos un plan previo para quitarse la vida. Un mes antes, en una gira por Italia, tomó unas cincuenta pastillas de Rohypnol y quedó inconsciente por unas 20 horas. Y, a pesar de la alarma y el dolor que despertó este intento fallido, todo parecía responder a un desconsuelo imparable que ya había dado ciertos signos de su determinación: “Una paz total después de la muerte, llegar a ser otra persona es la esperanza más alta que tengo”, decía.

Carta de despedida de Kurt Cobain, 5 de abril de 1994.

El desconsuelo: un valor de esa generación. De acuerdo a Tom Taylor, la juventud de la década de 1990 presentó una particular relación con la banda porque la lógica de las urbes en expansión, sin una comunicación tan eficiente como la de hoy en día, aislaba a los individuos, sin opciones para la clase media. La música de este grupo y otros similares tuvo una mayor recepción entre hombres blancos de edad media que habían sufrido una educados pobre y que vivían en centros urbanos ajenos a los booms económicos de malls y condominios autosuficentes, muy golpeados por las recesiones y las crisis sociales. Esta misma población fue la que registró una mayor alza de suicidios pocos años después.

Alarma: en crisis anteriores, como la del 2008, se presentó un incremento de por lo menos 10,000 suicidios en Estados Unidos y en algunos países de Europa. 

Nirvana (y muchos grupos de grunge) les daba una salida a una existencia plana, un sentido de comunidad. Quizás no consuelo, pero si una razón colectiva para no sufrir en soledad el hundimiento en la mediocridad que percibían.  Estas bandas gritaron en nombre de quienes creen que se necesita la discontinuidad para vivir. Le dieron voz a los turbados, visibilidad a los que en su intimidad no estaban bien, a los que elegían guardarse para no hacerle daño a su entornos o a si mismos. Un grupo humano compuesto por soledades. Su canción “Lithium” empezaba:

“I’m so happy ’cause today I found my friends, they’re in my head”

 

Para muchos críticos el año 1994 significó el año en el que un músico se quitó la vida y con esto cerraba el último rock. Desde entonces, dicen, la senda que venía recorriendo esta música se entregó completamente a la facilidad del pop y a la industria y dejó de darle voz a los fantasmas de las edades que sienten que con las luces apagadas todo es menos peligroso.

Concierto de Nirvana, como lo muestran en el  Museum for the Pop Culture de Seattle.

Muchas otras letras de Kurt Cobain hablan desde rincones viscerales y desesperados.  No disimulan su imperfección o su posible incursión en la cursilería del amor o de la desolación. Parecen saberse valiosas porque generan brillo al desplomarse. “Its better to burn out than fade away” es una frase de una canción de Neil Young que Cobain usó en su carta de despedida. Es la voz ronca de quien prefiere extinguirse como un meteoro en vez de apagarse como una vela lenta que se entrega a la pasividad y al aire que no cesa, pero que tampoco avanza.

 

 

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