Hoy nos tomamos a nosotros mismos como individuos y somos educados como tales, desde la infancia. Vivimos muy interesados en “descubrirnos”, en estudiarnos, en sicoanalizarnos. Para un noble medieval, conocerse a sí mismo era reconocer el puesto que ocupaba en la jerarquía social y saber lo que opinaban las otras personas sobre él, según Yuval Harari (en su libro De dioses a hombres, pág. 391). La idea del yo, una ilusión tan potente, útil y fantástica, depende en gran medida de lo que otros nos proyectan de nosotros mismos. El asunto es que casi todos nosotros conocemos la imagen que nos refleja el espejo, pero desconocemos nuestros gestos, movimientos típicos y actitudes corporales solitarias y sociales. Experimentamos una gran sorpresa cuando oímos nuestra voz grabada o cuando salimos como actores durante unos minutos en la filmación que alguien hace en una fiesta o en un paseo. Siempre nos sorprende ese personaje que se nos parece tanto, pero que hace cosas desconocidas y a veces vergonzosas: gestos feos, malas posturas, etc.
La imagen que nos vamos haciendo de nosotros mismos es cambiante, relativa, circunstancial, pero siempre está apoyada en la narrativa de otros y en los cuentos, que en palabras vulgares, nos echamos a nosotros mismos para tener la sensación de unidad y coherencia.
Salir de la casa para encontrase así mismo, un asunto tan tratado en las películas, es una ilusión, una idea sobre todo romántica. No se logra, lo más probable es que uno regrese a casa rico en experiencias, pero más pobre económicamente y sin conocerse. Los sicólogos han logrado averiguar maneras de determinar los aspectos que nos definen haciendo exámenes, haciendo test; sin embargo, los resultados varían dependiendo de las circunstancias. Por ejemplo: respondemos de manera distinta a la pregunta ¿cómo nos sentimos en la vida?, dependiendo de que tengamos una taza de té caliente en las manos o un vaso de agua fría. No somos inmutables, somos seres que reaccionamos al entorno físico, al medio social y a las oportunidades. Lo que somos, el sentido del yo, resulta de la comparación con lo que son los otros: somos altos si medimos más que el promedio, somos “abiertos” a las experiencias si el promedio de los que nos rodean son menos abiertos a las experiencias. El tuerto es rey en el país de los ciegos.
Los sicólogos se han dado cuenta al estudiar y analizar a muchas personas que, en general, lo más probable es que tengan una imagen distorsionada del yo. Porque, sin excepción, nos mentimos a nosotros mismos, tendemos a vernos mejorados, a ocultar ante nuestros propios ojos los aspectos que no concuerdan con nuestra moral o visión de la vida. No queremos pensar que somos egoístas, arrogantes, o perezosos, porque nos gusta pensar bien de nosotros mismos, nos gusta crear imágenes halagadoras de nosotros mismos. Todo el mundo cree que es generoso y compasivo; nos engañamos, pues somos inconsciente de las veces que pasamos indiferentes ante un mendigo que pide limosna en el semáforo y que obviamente tiene hambre y frío, o nos hacemos los locos ante las dificultades económicas de un íntimo amigo. No tenemos ningún problema en juzgar a los otros de avaros, corruptos, brutos, indolentes y despiadados, pues vemos con facilidad la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, y nadie se salva de esta ceguera.
La psicóloga de la Universidad de Princeton Emily Pronin, que se especializa en la autopercepción y toma de decisiones, ha hecho experimentos que demuestran que aunque creemos estar juzgándonos de manera objetiva, lo que hacemos usualmente es enmascarar nuestros propios sesgos.
Lo que nos mueve, lo que nos estimula, es un misterio. No solo lo que nos mueve, casi que por azar descubrimos lo que realmente nos gusta en la vida. Es en la realidad, es en la acción, que sabemos cuánto placer obtenemos de las actividades, nada sabemos por medio del ejercicio de la imaginación.
Anthony Greenwald, de la Universidad de Washington, ha diseñado experimentos para descubrir cómo influyen en la personalidad aspectos como la impulsividad, la ansiedad o la capacidad social. Como no vemos nuestras propias expresiones faciales ni nuestra postura corporal, no sabemos si estas expresan ansiedad, incomodidad o seguridad personal. Los que nos ven, en cambio, pueden hacer una lectura directa, con muy buena aproximación, confiable, de lo que trasmitimos; sobre todo, si nos conocen desde hace tiempo. A quienes nos critican deberíamos agradecerles, pues nos permiten conocernos mejor. La adulación, muchas veces, solo aumenta la distorsión que ya tenemos de nosotros.
Un aspecto en el que la mayoría nos engañamos es el de creer que nuestras capacidades cognitivas, atractivo físico y honestidad están por encima de los resultados que arrojan los exámenes o la opinión general. Según el psicólogo Adrian Furnham, del University College de Londres, la correlación estadística entre el cociente intelectual que creemos tener y el real es, en promedio, de solo 0,16. La mayoría de la gente no solo se cree más inteligente de lo que es, sino también más sexy y mejor chofer. Nos equivocamos al adjudicar una baja probabilidad a que nos ocurran tragedias, como contraer cáncer o enfermedades graves o divorciarnos o quebrar económicamente.
Pero hay excepciones: algunas personas tienden a pensar mal de sí mismas y hacen lo posible para para convencer a los otros de sus defectos. Existe la necesidad de coherencia, y es tal, que se portan mal, con el deseo de que el otro haga la crítica que va a confirmar su idea; lo que les devuelve la tranquilidad, pues satisfacen su necesidad de coherencia.
Es útil socialmente creer que uno es mejor de lo que es, pues, a menudo, trasmitimos a los otros lo que pensamos de nosotros mismos. Algo bastante especial es que tendemos a pensar que en el presente somos mejores de lo que éramos en el pasado, como pensar que ahora somos más buenas personas, más controlados, más ejecutivos, más enfocados en lo importante, que finalmente “nos hemos convertido en lo que realmente éramos”. Logramos ser críticos con el yo, solo cuando está lejano en el tiempo. También se ha visto que no sentirse inseguro en algún aspecto del yo puede favorecer el que insistamos en volverlo cómo lo deseamos. Los sicólogos dicen que los que dudan de su generosidad actúan generosamente con más frecuencia, para cerciorarse de que poseen la cualidad de la cual dudan.
Tendemos a adjudicar a otros un yo estable, pues es muy difícil tener amigos o parejas si pensamos que van a cambiar con el tiempo; lo que es muy probable que ocurra. Cambiamos y los demás cambian, y no siempre para bien, aunque tendamos a embellecernos y embellecer la realidad, ya que así es más fácil lidiar con esta y con nosotros mismos.