Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Un libro de Zamacois

Para Diego Aristizábal,
compañero del columnario, amigo en la distancia

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La columna de mi colega y amigo Diego Aristizábal, en este mismo Espectador, el 18 del mes pasado, me llevó a recordar a don Eduardo Zamacois.

Quienes se hayan tomado la molestia de abrir el hipervínculo que he implementado bajo ese nombre, sabrán que don Eduardo fue un escritor español que nació en Cuba, 1873 (y no 1876), y murió en la Argentina, 1971: lo primero como consecuencia de ser Cuba entonces una colonia española; lo segundo a causa del exilio de lo mejor de España por culpa de la guerra civil.

Lo cierto es que en España, mientras yo viví en ella, hasta febrero 1963, la obra de Zamacois estaba prohibida y, por supuesto, no se publicaba, aunque algunos ejemplares de sus novelas eróticas, en especial Punto negro, seguían circulando bajo cuerda, y así fue que pude leerlo. Más tarde alcancé a leer la que considero su mejor obra, Memorias de un vagón de ferrocarril, que es además –hasta donde yo sé–la primera novela en la historia protagonizada y relatada por un objeto (que amén de ello dialoga con otros), no por personas y/o animales.

En noviembre 1966, mi esposa neerlandesa y yo, recién casados, decidimos liar nuestros petates e intentar la aventura de América: emigramos a la Argentina, a mi Buenos Aires querido, donde vivimos hasta el 2 de julio de 1967. Fueron ocho meses inolvidables, que marcaron de un modo indeleble nuestras vidas, hasta hoy. Meses durante los cuales hicimos amistades que perduran hogaño, algunas incluso a través de los hijos de los amigos de antaño; y también hicimos otras a las que nos desaparecieron durante la lúgubre noche de la dictadura de los fervientes católicos Videla & Co (y donde nunca se puso en claro el papel que desempeñó el actual mandamás del Vaticano). También nos queda el recuerdo de unas pocas amistades que no llegamos a hacer, por ejemplo la de Alejandra Pizarnik, porque el día que nos la presentaron, y apenas llevábamos un par de minutos de plática, de repente nos interrumpió un vozarrón peninsular que preguntaba si era verdad que yo fuese español porque hablaba ya con un acento porteño tan reo que nadie se podía creer que no fuese nacido entre el Tigre y el Riachuelo.

Nuestro diálogo con Alejandra murió en agraz, porque aquel energúmeno me acaparó y quiso saberlo todo de mí, y al final se dejó caer con una sorpresa. Que era sobrino de don Eduardo Zamacois. Al decirlo me miró fijamente y quiso saber si yo sabía quién era su tío. Le contesté que sí, y se lo demostré con lo que ya he referido en el párrafo trasanterior. Recién entonces condescendió a preguntarme si nos gustaría conocerlo personalmente.

Era febrero o marzo de 1967, hice un rápido cálculo mental y le pregunté a mi interlocutor que cuántos años contaba don Eduardo, sin dejar traslucir que, a mi juicio, ya debería estar viendo crecer malvas desde abajo. Socarrón, el energúmeno me posó su zarpa en el hombro y me dijo: «Claro, tú ya creías que se había muerto, pero no, joder, está vivito y coleando, a sus 94 años, y lo puedes ver todos los días a media tarde en los fondos de una librería que está en la Avenida de Mayo, a mano derecha, aquí te apunto las señas», y me entregó un pedazo de papel con el nombre del lugar (Librería Perlado, Rivadavia entre Callao y Rodríguez Peña, ¡la cuadra del Congreso!), «seguro que se alegrará de conocer a un español joven que lo ha leído, yo le aviso de que vas a pasar a verlo». Y se despidió, y a Alejandra no hubo manera de volverla a ver, fue una de nuestras pocas amistades fallidas, de nuestros desencuentros en la Reina del Plata.

Esa misma semana acudimos a la librería de marras y allá estaba don Eduardo, de tertulia, como si nunca hubiese salido de Pombo, o de cualquier café de Madrid. Y fue amor a primera vista, nos hicimos amigos y pocas veces he gozado tanto, siendo tan joven (don Eduardo me triplicaba con hartas creces la edad), conversando con un anciano: era adorable, estaba lleno de anécdotas y de recuerdos que nos compartía, se interesaba mucho porque Diny, mi esposa, aprendiese lo más pronto posible nuestro idioma, para que participase más en esas charlas. Y un día tuvimos que decirle adiós, habíamos decidido regresar a Europa. Nos despidió con un largo abrazo.

Pero la amistad continuó por correspondencia, conservo sus cartas manuscritas, con una letra elegante y florida, aunque se notaba en ella el pulso tembloroso que denotaba a una persona ya casi centenaria. Y en una de esas cartas, sin decir agua va, el 28.2.1970, me sorprendió con una petición algo insólita: «Mi novela La opinión agena [sic] fue traducida al holandés hace muchos años. Antes de la primera guerra mundial. La tradujo una señora cuyo nombre he olvidado. Era una edición muy bonita, encuadernada ¿Cómo conseguir un ejemplar?»

Apenas recibí esa carta eché mano del volumen VI de “Las mejores novelas contemporáneas (1920-1924)”, una colección donde Joaquín de Entrambasaguas y María Pilar Palomo lograron reunir un muestrario de la flor y nata de la narrativa española del siglo, cada volumen abarcaba un quinquenio, con cinco novelas y los correspondientes estudios biobibliográficos. Y en la bibliografía de don Eduardo, representado en el volumen por sus Memorias de un vagón de ferrocarril, figuraba lo que sigue: «Habiéndose traducido al portugués Las raíces; al danés La opinión ajena y otras novelas a los idiomas francés, italiano, alemán y portugués (), Memorias de un vagón de ferrocarril, de más trascendencia universal que muchas novelas vertidas entonces a otros idiomas, sólo lo fue al portugués».

El dato que retuve es que La opinión ajena había sido traducida al danés y no al neerlandés, según creía recordar don Eduardo. Y como en 1970 no había internet ni Google ni nada por el estilo, mi paso inmediato fue dirigirme urgentemente al agregado cultural de la embajada española en Copenhague, explicarle la situación y hacerle ver que don Eduardo andaba por los 97 años y era necesario darse prisa. A continuación le escribí al propio don Eduardo avisándole de que me había puesto en campaña, y aclarándole que La opinión ajena fue traducida al danés y no al holandés.

Al poco tiempo llegó la respuesta de don Eduardo, que debe andar perdida entre los miles de documentos que llenan mis fólders, pero casi la recuerdo de memoria, porque en ella me reñía cariñosamente diciéndome que yo tenía que saber ya, por experiencia, que si un error se injerta en una bibliografía, se perpetúa por los siglos de los siglos, y él estaba seguro de que esa novela suya, así como otra, Los vivos muertos, se la tradujeron «al idioma de la encantadora Diny». Y un mes o algo así más tarde, la contestación desesperanzada del agregado cultural español en Copenhague; dándose cuenta el buen hombre de que el deseo de don Eduardo iba a contramano de su biología, había hecho lo imposible, conectando con bibliotecas y librerías de viejo de la capital de Dinamarca y el resto del país, sin que fuese posible encontrar el más mínimo rastro de ese libro.

Don Eduardo murió al cabo de  muy pocos meses, y le di carpetazo al tema, con la frustración de no haberle podido conseguir ese volumen que deseaba volver a ver en sus últimos días entre nosotros.

Ocho años después (1979), mi cuñado Willy cumplía un aniversario redondo, 30, y mi esposa y yo viajamos a Ámsterdam, para celebrarlo tan sólo él y nosotros dos, en petit comité (mi esposa y él son dos de once hermanos). Y como Diny ya le tenía un regalo personal, a mí me restaba comprarle el mío. Pero ¿qué libro puede regalársele a una persona que posee una de las mayores bibliotecas privadas de los Países Bajos, y es crítico, ensayista, traductor y editor?

Podrá parecer increíble, pero a Willy siempre se le planteaba la misma pregunta cuando llegaban mis cumpleaños, y sin embargo, tercos, ambos insistíamos en regalarnos siempre libros pero eso sí, hacíamos cuestión de honor en regalarnos ejemplares de los que ni sospechásemos que fueran posibles. Gracias a lo cual tenemos un par de tesoros en nuestras respectivas bibliotecas.

Aquella mañana del 12 de agosto del 79, un domingo, víspera del cumpleaños, mi esposa y yo nos fuimos al Waterlooplein, la Plaza Waterloo, donde está instalado de manera permanente el mercado de pulgas amsterdamés. Y empezamos la búsqueda minuciosa de un libro que Willy no tuviera o del que no tuviese la más mínima noticia ni noción. Y al cabo de una larga, larga busca, de pronto, se me iluminó la mirada.

Era un volumen precioso, encuadernado en piel, con filetes y dorados en el lomo, y contenía la edición profusa y maravillosamente ilustrada de La llamada de la selva, de Jack London¡nada menos que en su traducción al esperanto!  Terminé de hojearla con dedos ávidos y me volví a Diny para decirle con acento triunfal «¡Ya tengo el regalo para Willy!» y encontrarme con sus ojos arrasados en lágrimas y murmurando «Sí, pero mira el que estaba debajo». Y me tendió un ejemplar de Levenddooden [=Los vivos muertos], de don Eduardo, traducido al neerlandés.

Y sí, don Eduardo es un muerto que sigue muy vivo en nuestra memoria. Parafraseando a Victor Hugo en el entierro de Balzac, «muertos como este demuestran la existencia de la eternidad».

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