El texto que la gran poeta española Esperanza Ortega leyó el 4 de este mes, en la Librería Oletum de Valladolid, para presentar Salvo mi corazón, todo está bien, la última novela de Héctor Abad Faciolince, se publicó en las páginas culturales de este mismo diario el pasado martes 15. Si lo reproduzco en mi blog es porque –hasta donde yo sé– todas las prospecciones señalan sin  dejar lugar a dudas que hay poca permeabilidad entre los colectivos lectores del columnario, la sección cultural y los blogs.  Y la presentación de Esperanza Ortega es tan redonda que resulta de justicia darla a conocer al mayor número posible de lectores. Acá se las dejo:

LA NOVELA DESATADA DE HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

por Esperanza Ortega

 

«Yo he abierto en mis novelas un camino
por do la lengua castellana puede
mostrar con propiedad un desatino…»
Cervantes. Viaje del Parnaso

 

¿Por qué se me vinieron a la cabeza unos versos de Cervantes mientras leía  Salvo mi corazón, todo está bien, la última novela de Héctor Abad Faciolince? Quizá porque Abad Faciolince podría encajar entre ese grupo de escritores que yo denomino como el de los poetas que escriben novelas, del que Cervantes es el representante más insigne. Y le incluyo en ese grupo por diversas razones que ahora no voy a exponer, aunque la más primaria es la de que haya tomado prestados sendos versos de dos poetas como títulos de sus dos libros mejores. Me refiero a El olvido que seremos, que pertenece a un poema de Borges, y a Salvo mi corazón, todo está bien, que procede de un soneto de Eduardo Carranza.

Pero hay otra razón para que relacione el terceto de Cervantes con la novela de Abad Faciolince: cuando Cervantes presume de que ha sido capaz de “mostrar con propiedad un desatino”, está afirmando la capacidad del arte novelesco para atraer a los lectores con los personajes más peregrinos y las historias más inauditas, demostrando así que cualquier historia merece ser contada, siempre que el arte del narrador consiga que parezca verosímil, la profundidad de su pensamiento nos la haga interesante y su honradez narrativa nos convenza de que es verdadera -no he dicho real, sino verdadera. Y esto lo consigue Abad Faciolince desde la primera página de su última novela.

Primero nos presenta un protagonista en principio sin atractivo para los lectores actuales: un cura cincuentón, cuyas únicas experiencias placenteras provienen de escuchar óperas y ver películas. Y para más inri la novela carece de intención alguna de denuncia: el padre Luis Córdoba, que es como se llama el protagonista aunque todos le conozcan por el Gordo, no sacrifica su vida por lograr una sociedad más justa como tantos sacerdotes de la Teología de la Liberación (aunque sí aparezca un personaje secundario, Carlos Alberto Calderón, que encajaría en este papel), tampoco se enfrenta con la curia corrupta personificada por el arzobispo de Medellín, al que el autor sólo dedica uno de los capítulos, ni es tampoco un cura pederasta de esos que protagonizarán próximamente las novelas de algún que otro autor oportunista.

No, el Gordo ha dedicado su vida a la crítica de cine y ha vivido siempre como célibe, cumpliendo el sagrado mandato de la Iglesia Católica. Y sin embargo, ocurre que su autor consigue casi de inmediato que nos interesemos por su destino y que vivamos con él íntimamente el trance más novelesco de su vida: el tiempo en que su existencia sufre un impasse a la espera de un corazón compatible para que le sea trasplantado y no muera irremediablemente. En el momento en que ese corazón apareciera, el reloj de la historia volvería a funcionar, acorde con sus latidos. Y es en ese paréntesis cuando el Gordo vuelve la vista atrás y se para “a contemplar su estado” –como en el soneto de Garcilaso que tanto le gusta a Héctor Abad– para concluir que a su vida le ha faltado algo fundamental: el amor de una mujer y la compañía de una familia.

Y aquí volvemos a la concomitancia cervantina, pues al igual que Don Quijote, llevado de su afición a las novelas de caballerías, acaba protagonizando una de ellas, el iluso Luis Córdoba pretende protagonizar una historia de amor, del estilo de las que él ha disfrutado tantasveces en la gran pantalla. Aunque el Gordo, tan idealista como con Don Quijote, también coincide con el materialista Sancho Panza, entre otras cosas en el gusto por la comida.

Estos dualismos se perciben además en las dos mujeres con las que el Gordo convive durante el tiempo de espera de su corazón: Teresa, la italiana elegante y espiritual, Darli, la mulata sensible y carnal. Y no sólo los personajes, también los conceptos y el propio lenguaje expresan el dualismo materia–espíritu que recorre la novela de la primera a la última página. Por citar el ejemplo más inmediato, podríamos fijarnos en la palabra “corazón”: con ella nos referimos tanto al motor de la circulación sanguínea como al órgano al que se le atribuye la emoción amorosa.

El lenguaje de los informes clínicos y el de los poemas de amor conviven también en la novela aunque siempre de una manera claramente diferenciada.

Sólo el Gordo desea romper con el esquema dualista que opone el espíritu a la materia, y difiere así de la visión cristiana tradicional, que identificaal mundo con un valle de lágrimas al que hemos venido a sacrificarnos en aras de una felicidad futura; el Gordo afirma, muy al contrario, que el deber de todo ser humano es ser feliz, pues de otra manera estaría despreciando el don maravilloso de la vida que Dios puso en sus manos. Y para que gocemos y vibremos con su protagonista, Héctor Abad nos hace entrar en su casa, sentarnos al lado de su sillón y escuchar con él las óperas y ver las escenas cruciales de sus películas preferidas. Para ayudarnos nos ofrece códigos QR donde podemos conectar con lo que está viendo y escuchando. Aunque su respiración algo jadeante o su risa explosiva las oímos sin necesidad de otro artilugio que el auténtico arte narrativo.

Y así llegamos al último elemento cervantino que quiero poner de manifiesto. Me refiero a su narrador, porque la historia del Gordo nos la cuenta Lelo, el padre Aurelio, otro cura que le conoce muy a fondo al haber compartido casa con él durante muchos años. Lelo es el amigo perfecto, la expresión de la amistad tal como la expone Cicerón en De amicitia. El problema es que el padre Aurelio no tiene la intención de escribir una novela, sino de consignar sus recuerdos para que otro personaje más avezado en la escritura pueda en su día llegar a contarla como es debido. Por eso su narración es más bien desordenada y mezcla distintos registros. Como le ocurre a Cervantes cuando encuentra los textos del moro Cide Hamete Benengeli, Héctor Abad es solamente el destinatario de una historia contada por los otros. Y además, al personaje que debería haber convertido la historia en argumento y que nunca llegará a hacerlo, se le caen los apuntes de Lelo y, no estando numerados, pierde en algunos casos el hilo cronológico de las escenas. Nada de esto le importa al lector, que para ese momento ya está atrapado por completo en el texto y no se fija en quién le habla sino en lo que le dice. Sin embargo, de manera subliminal, con este juego de espejos narrativos, el autor consigue que nos sintamos dentro de un espacio íntimo, ajeno a la programación y a la retórica.

Ocurre algo semejante a cuando intentamos hacer un puzzle del que hemos perdido el modelo y vamos encajando las piezas de forma intuitiva, dejando entre ellas lagunas que no sabemos si en algún momento van a llenarse, y al final, de repente, la figura se completa y vemos que todo obedecía a un orden perfecto. Eso, sí, sin esfuerzo ninguno, pues tanto Cervantes como Abad Faciolince, son escritores amables, que juegan con el entendimiento del lector sólo lo justo y necesario para que su obra no parezca obra del cálculo, como los edificios construidos siguiendo unos planos, sino un organismo vivo, que crece y se ramifica gracias al arte “no aprendido” de la naturaleza.

Esta aparente espontaneidad es lo que Cervantes denominó “la escritura desatada” del arte novelesco, que aparenta sorprender tanto al autor como a sus lectores. ¿Han encontrado alguna pequeña incoherencia a lo largo de la lectura de Menos mi corazón, todo está bien? El lector puntilloso seguro que lo ha hecho. Creo que fue a esto a lo que aludía Borges cuando dijo que cualquiera podría corregir una página del Quijote, aunque ninguno más que Cervantes haya sido capaz de escribirla.

Lo más importante, sin embargo, es que manjar tan suculento lo consiguen los buenos escritores con un único ingrediente, uno que está en todas las cocinas, que no tiene valor de cambio pero que usamos a diario como el aire para respirar: el lenguaje, esta combinación maravillosa de sonido y sentido con la que los buenos novelistas, sin proponérselo, siempre acaban contando algo de nuestra propia vida.

No busquen otro truco, no hay más que eso.  Y esta sí es la magia de la literatura.

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