Mi Opinión

Publicado el Ben Bustillo

La vorágine de una de mis memorias

trip-el-guamo-san-juan-5-25-2017-033trip-el-guamo-san-juan-5-25-2017-021

La jornada estaba preparada desde hacía varios años después de que escribí la poesía acerca del pueblo polvoriento encerrado en un hueco del mundo que todavía apestaba a muertos, o era a ¿incertidumbres? O quizás eran las memorias confundidas con historias leídas o escuchadas por lamentos imaginables de seres que se entrecruzaron con varios destinos, incluyendo el mío.

Era un pueblo de historias buenas y malas dependiendo de quien las juzgara o escuchara. Recuerdo el del primo que en una borrachera hirió de un tiro a alguien que no recuerdo su nombre, pero sé que terminaron emparentados. Huyó por varios meses y su papá pagó para que la historia judicial desapareciera. Rememoro que de su closet le saqué unas gafas Ray Ban porque no las iba a poder usar por largo tiempo, pensé. Pero todos se dieron cuenta y mi papá me las quitó y las quiso devolver, pero me las regresaron. Al fin y al cabo, la mamá era mi madrina y por fin me hacía mi primer regalo forzado.

Las casas familiares eran grandísimas. Había cuartos, camas y hamacas para veinte o treinta personas, dependiendo de tu status familiar y por supuesto, socio-económico. A los hijos naturales y pobretones los ponían a dormir en el cuarto de las herramientas y eran los privilegiados con las muchachas del servicio: terminaban teniendo relaciones sexuales con ellas. Pero unita que otra vez, yo le ganaba las jovencitas a los bastardos, especialmente a uno que no debo mencionar su nombre.

En este que sería mi último viaje, confronté memorias con lo que llamaban modernizaciones hechas al pueblo bizantino. En cierta forma sí, porque muchas calles las habían pavimentado, las “locas[1]” del pueblo se reunían en un parquecito que tenía la imagen de una virgen que en mis tiempos no existía en frente a la casa de los abuelos maternos. Una casa que nunca se repartió entre los hermanos, pero ahora se la apoderó una prima abogada con papeles falsos. ¡Quién mejor que ellos para adulterar documentos!

Al lado de esa casa, estaba la de la madrina que la había heredado el primo de las gafas Ray Ban. El que con su papá y un cuñado ayudaron a mi madre a apropiarse de un ganado y hacerlo desaparecer de la herencia familiar. ¡Así se hace la plata!

A la vuelta de esa casa, me encontré con la persona que había ido a buscar, quien me entregó un documento notariado relatando con su memoria y hechos que él mismo presenció y participó por órdenes del tío con apariencia de bonachón, pero que en sus venas corría sangre corrupta dentro de las ambivalencias del sistema que solo conoce la explotación de familiares, pero que son nido fácil de los extraños.

Una vez finiquitado el asunto primordial, recorrí otras calles, fui a la iglesia y saqué unas partidas de nacimiento que en notarías de Barranquilla habían sido adulteradas y que servirían para mis cuestiones legales. Pasé por la casa de los abuelos paternos que ahora pertenecía a otro primo que se la había traspasado fraudulentamente y que está alquilada y manejada por la prima a quien se le quemó la casa de su mamá y comenzó a pedir plata y que porque estaba mal financieramente. La sangre bandida corre por sus venas, y para la muestra está su papá. Creo que esta casa está a nombre del hermano que la pastora (la vecina del frente) salvó de la cárcel por haber mantenido relaciones sexuales con un niño menor de edad.

Llegó el momento de salir del pueblo que consideraba ocasionalmente bendito y otras tantas veces maldito para mí. Ya las buenas y sanas memorias, aunque no hubiese querido, fueron reemplazadas por el revolvimiento emocional de una nueva imagen que tenía que encontrar la avenida legal de restitución.

Llegué a la entrada y salida del pueblo por el arroyo, grabé imágenes en el teléfono, volteé nostálgicamente, regresando melancólicamente a las noches estrelladas de mi memoria, seguí mi camino y le dije adiós para siempre a El Guamo, Bolívar. El turno le tocaba ahora a San Juan de Nepomuceno, el pueblo de donde brota el apellido paterno. De aquí han salido poetas, escritores, casi presidentes y seres corrientes como todos nosotros los demás. Le tomé unas fotos al parque Diógenes Arrieta (su apellido real era Bustillo), a la iglesia del pueblo y al edificio de la alcaldía que había pertenecido a uno de mis ancestros. Pero olvidé una de las razones por el cual llegué al pueblo: buscar partidas de nacimientos que ratificara mis memorias y encontrar pruebas del apellido Sánchez anexos a mi bisabuelo paterno.

La verdad fue que visité unos parientes y una chica joven cautivó mi entusiasmo de zorro viejo; pero ni ella, ni su mamá, merecían que bajara mis morales de padre y abuelo y continué mi viaje hacia El Carmen de Bolívar. Con mi encrucijada del apellido, decidí dejarla con mis memorias y separarme de las investigaciones que varios miembros de la familia habían hecho. Fueran cierta o no sus hipótesis, preferí mis recitaciones de niño que en una forma de cántico eclesiástico repetía apellidos ancestrales: Bustillo, Angulo, Lora, Hernández, Yépez, Guerrero, Sánchez, Barrios…

“Carmeros, estoy entrando en su pueblo” grabé en la cámara de mi teléfono tan pronto pisé el suelo de la capital de los montes de María, nido que fue tiempo atrás de guerrilleros y paramilitares. Este último sentimiento es presencial entre sus habitantes y por eso es su fanatismo hacia el santo redentor, Álvaro Uribe. Mi viaje tenía dos razones: una, la de documentar una especie de museo de fotos y recuerdos que Antonio Bustillo Gallo mantuvo en su casa hasta su muerte de la familia Bustillo. Tomé un vídeo y fotografié foto por foto de las muchas que tenía en una habitación especial de su casa; y la segunda, hacer presencia ante un juzgado por un lote de ochenta hectáreas que dejó mi abuelo que quedó por fuera de la sucesión.

Resulta que una prima lejana con quien traté de rentarle un apartamento carísimo, en malas condiciones y con inquilinos de reputación que no era la mía, me recomendó un abogado. El maldito (me dijeron en el juzgado que había muerto y ojalá esté en el infierno para encontrármelo cuando llegue yo) nunca radicó el poder que le di. Es más, le pagué US$ 300.00 que es el dinero que más me ha dolido gastar incluyendo el que le pagué a la prima por dos meses de un apartamento que nunca ocupé casi US$800.00. Pero saben ¿cuál es el colmo de los colmos? Pues que el ahijado de la pariente del apartamento, en Cartagena me pidió dinero (yo lo identifiqué primeramente como una especia de anticipo puesto que habíamos hablado de hacer un trabajo en mi lote.) Pues no, el descarado me dijo que lo que estaba buscando era un préstamo. Una persona con quien había hablado (voy a ser generoso) 10 veces en mi vida y a quien veía por segunda vez, ¿pidiendo dinero? ¡Qué cinismo!

Después de salir de El Carmen, salí para Cartagena y quería conseguir algo cómodo y económico, pero terminé en un hotel súper cómodo y nada barato. Pero, en fin, la vida es una sola, y es a lo que casi siempre he estado acostumbrado. La causa de esta parada, visitar al último tío materno que vivía, pero no pude. A pesar que había contactado oportunamente a la persona que pensé con quien tendría las posibilidades de lograrlo – una de sus hijas – me dio una excusa un poco absurda, pero la acepté. Mis memorias cerraron ese capítulo, y enclaustré mis recuerdos con él para el momento de reconciliación entre la vida y mi muerte. “¿Estaría recogiendo mis pasos?” me pregunté; pero con la caminada que hice en el Parque Tayrona, evidencié que ese suceso estaba muy lejos todavía.

Salí de Cartagena hacia Barranquilla, mi punto de partida, recogí a mi sobrino y su novia, y nos enrumbamos para Palomino en la Guajira; recibimos a sus hermanos, y pasamos un rato más o menos agradable, (mi sobrino me acaba de reclamar que si había sido por él, le clarifiqué que por lo de sus hermanos) por las ocurrencias de la madre de esos niños que los había abandonado a la merced de su madre y hermana para ella seguir el rumbo de su vida dudosa no muy dentro de las normas a que solemos enfrentar cotidianamente la mayoría de los mortales.

Llegamos al Parque Tayrona, pero el contraste entre mis memorias y las nuevas, preferí conservar las de cuando era hippy (diría que aburguesado) y conservé la reafirmación de mi salud al enfrentar una caminata de casi seis horas y 16 millas a la edad de 67 años.

Siempre he comentado que se me hace difícil no ser parte de lo que escribo; y cuando comento algo, la vida familiar es un tesoro por su riqueza de acontecimientos. Algunos recurren al anonimato, yo prefiero orear los trapos sucios al aire libre para que se laven mejor, sin mencionar nombres propios. Pero ellos saben quiénes son. Quizás es por eso que mi familia me huye y ni siquiera me saludan. Pero mi carácter es firme y llamo ladrón a quien es ladrón.

Nadie de mi familia puede decir que les he robado un peso, porque nunca lo he hecho. Al contrario, siempre busqué la forma de beneficiarlos. No soy un santo, pero no he robado; y a la familia, ¡nunca lo he hecho, y nunca lo podría hacer!

[1] El término “loca” se usaba (no sé si se usa todavía) en mis tiempos para denominar a ciertos homosexuales con tendencias femeninas. Lo uso como referencia literaria y sin el propósito de ofender.

Comentarios