Mi Opinión

Publicado el Ben Bustillo

El cadáver del extranjero enterrado en Juan Mina

 

Cuantos años hace es difícil de precisar, pero haciendo parte de una memoria que va en camino hacia los años de la inteligencia artificial, el tiempo se puede reducir a unos pocos de su realidad. Quizás pasó alrededor de los años sesenta, cuando Efraín Saade falleció en la casa de los trabajadores de la finca de mis padres, que en un tiempo vecinos la llamaban los cocales por la cantidad de árboles de coco, o como oficialmente se llamaba, Villa Celia, el nombre de mi madre.

Viviendo en la misma cultura llena de apodos y de nombres inventados, a Efraín se le conocía por el apodo del “viejo”. Y en realidad lo era, pero no sé qué edad podría tener. Su historia en mi familia comenzó cuando mis padres le compraron a los Pérez en 1945 tres lotes de 230 hectáreas por el viejo kilómetro 7, donde en un tiempo quedó el lugar de reunión de ciertos mafiosos colombianos cuando instalaron el tal Kartódromo, que ahora es una escuela de conducción.

Mis padres, además de la compra de los terrenos, heredaron al “viejo”, y en los cocales vivió hasta el momento de su muerte. Tampoco recuerdo el año, pero sí recuerdo la cruz gris hecha de piedras chinas, y que una vez visité en 1990, ¿quizás? y la encontré colgando de un lado; traté de arreglarla pero no pude y así quedó la cruz del viejo en el cementerio de Juan Mina, el cadáver de un extranjero que hasta el momento de su muerte fue cuando les reveló su nombre a mis padres: Efraín Saade.

Haciendo memoria al escribir este relato recuerdo que vivíamos en el Barrio Delicias en la Calle 70, antes de mudarnos al Porvenir en la carrera 45 con la calle 80. Y eso pasó en los finales de la década de los 50 cuando tendría menos de 10 años.

Los cocales, que ahora mismo es inhabitable, frío y oscuro con sombras que pasean el área por donde quedaban la casa, los corrales, los árboles frutales todos desaparecidos y solo son residuo de productos químicos aprobados por la C.R.A. esparcidos por Quintal. ¿Quizás uno de esas espectros le pertenece al viejo entristecido por la desaparición de su paraíso que la vida le había escogido para morir?

La mayoría de estas tierras otras personas las usurpan con títulos anulables por las demasiadas imperfecciones y fraude sobre las parcelas de 170 hectáreas y 19.5 hectáreas y la que Rosa en compañía de sus hijos – 15 hectáreas –  le robó a mi mamá con un poder que firmó mi mamá autenticado ante una notaría cuando mi mamá estaba en Los Ángeles conmigo en esa fecha (tengo la prueba), apoyados por Berta y Victoria – las tres hermanas con que la vida me castigó – vendieron a Quintal, que aparentemente hipotecó cuando yo tenía embargado esos terrenos, y perdió después por no pagar la deuda. Ahora quien aparece en título son varios bancos, uno de ellos, Banco de Bogotá.

Vivíamos en la Calle 70 y bustillito (mi padre) vino a recogernos y cuando llegamos al velorio en el cuarto que el viejo ocupaba en la casa de los trabajadores, ya se encontraban las lloronas rezadoras de Juan Mina orando por el alma del extranjero que había llegado a Venezuela primero y luego a Barranquilla, desde un país europeo o del medio oriente al término de la segunda guerra mundial, al que nunca pudo o quiso regresar a lo que alguna vez le había pertenecido; quizás, por haber salido huyendo, o quién sabe por qué, su alma o espíritu quedó vagando por Juan Mina por no encontrar un familiar que le rezase a su espíritu que lo liberara de las ataduras mundanas convertidas en cadenas pesadas impidiendo su regreso al lugar de reposos que le pertenecía…

Su nombre insinúa unas raíces del medio oriente que podría ser Israel o Egipto; pero al investigar ayer su apellido, es también posible que haya llegado de España. El español que hablaba era con un acento fuerte, y también dominaba el inglés y el francés. ¿Qué hacía el viejo por los rumbos de Juan Mina? ¿Se quedó su espíritu vagando a la espera de una reconciliación con su pasado? No hay respuestas, ni posibilidades de especular por una, solo un silencio alrededor de las memorias que desvanecidas con el tiempo, resurgen por su último suspiro de descanso eterno.

¿Se casaría antes de emigrar de su país natal? ¿Habrá dejado descendientes? ¿Padres, tíos, hermanos, hijos? Todas estas preguntas y cualquier otra se pierden en el vacío del silencio, sin que nadie pueda entender la razón del porqué el cadáver de un extranjero quedó sepultado en Juan Mina, sin nadie que visitara su tumba o recordara su existencia.

¡Solo yo! Pero el único vínculo escaso que nos ata es del que existe en mi memoria y los antecedentes de la aparente venta del primer terreno de 19 hectáreas a otro extranjero, este del Japón, quien tenía una ferretería por la carrera 45 con la calle (¿68?), pero quien hizo dinero explotando el negocio de préstamos, el agiotista Tatekawa.

Necesito clarificar que mi papá nunca solicitó dinero prestado al agiotista Tatekawa, y al firmar esas escrituras las hizo bajo presión del mismo, en compañía de un abogado de apellido Jaramillo, y Francisco Tobón, un cura que era rector del Colegio San Francisco. Pero mi mamá no firmó.

Con el lote de 170 hectáreas – la casualidad de varios extranjeros negociando con mi papá un hombre con escasa educación – cayó en manos de un par de judíos hermanos (Lustgarten), dueños de varias empresas en Barranquilla. Ambos fueron famosos en la “carretera de los locos”, uno por la cantidad de mujeres con quien transitaba sobre la carrera 38, y el otro con una cantidad de muchachos jóvenes hacia los moteles o hacia otra finca que vecindaba con las mías. La operación de compra-venta hecha con escrituras incompletas y fraudulentas, y además sin la firma de mi mamá.

Atrás del lote de los nietos, hay un par de cachacos con una cuerera también con licencia otorgada ilegalmente por la C.R.A. Pero para ellos es el próximo artículo de la serie Juan Mina.

El proceso de aprendizaje y conocimiento de las leyes colombianas actuales no ha sido fácil, pero sí concluyentes sobre lo que hablo, sostenido por documentaciones de orden público y leyes; pero sobre todo, las definiciones del sistema judicial colombiano, aplicación de sentencias, usos y manejos de las leyes aplicables.

Conozco al sistema estadounidense hasta el punto de que he demandado varios abogados, jueces federales y estatales, en ambas cortes; por eso no estoy sorprendido de la corrupción de policías, fiscales, jueces, sin dejar atrás los sectores empresariales, gubernamentales y religiosos de Colombia. En los estudios de mi maestría de Administración de Empresas con énfasis en Justicia Criminal, estudiamos los diferentes procedimientos accesibles a la fiscalía y defensa causados por actos de empleados o asociados a varias dependencias gubernamentales estatales y federales. También aprendí a como descalificar abogados defensores y jueces.

Hace unas semanas se oyeron unos gritos o lamentos en Juan Mina, y creo que fue para la misma época que entré otra vez al cementerio buscando la tumba del viejo (no insinúo que estén relacionados los dos eventos, pero ¿coincidencia?).

Ya no estaba la cruz gris, ni volteada, ni en el suelo tirada por el abandono, y quién sabe si movieron sus huesos o reposan al lado de los de otra persona. Tampoco encontré una lápida que dijera su nombre, y encargué a un señor – aparentemente asiduo al lugar – que si encontraba algo me avisara, pero nunca lo hizo. Al fin y al cabo, su fallecimiento ocurrió hace como cincuenta años.

El viejo, así como de la nada llegó a los cocales (Villa Celia), así de la nada también, desapareció como pretendía, ¿por qué? O, ¿será que con mis memorias su espíritu intenta buscar algún tipo de reconciliación?

 

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