Por: Daniel Deaza Acosta @danieldeaza
Bogotá es una ciudad movida donde se vive de afán. La carrera séptima, también conocida como la calle real, fue la arteria política, cultural y social de la capital colombiana durante muchos años. No sabría decir si en la actualidad se mantiene como esa arteria principal, pero no dudo que permanece como una de las venas más importantes de ese monstruo de cemento que alguna vez fue conocido como la Atenas suramericana. Desde los primeros años de la metrópoli esta vía ganó relevancia. Desde el siglo XVI esta calle era el camino entre las dos plazas principales de la ciudad: la Plaza de Bolívar y la Plaza San Francisco.
La carrera séptima se fue ampliando conforme a como lo hacía la ciudad y jugó un rol de columna vertebral en la expansión capitalina, la mayoría de edificaciones se pensaban en torno a ella: parques principales, iglesias, bancos, museos y los barrios más prestigiosos. La historia tanto del país como de la ciudad también ha dialogado con esta avenida principal: el grito de la independencia de 1810 tuvo como escenario gran parte del centro, y su calle real fue espectadora de dicha revuelta. El Bogotazo de 1948 es otro ejemplo de la carrera séptima como protagonista de la historia nacional, fue allí donde mataron a Jorge Eliécer Gaitán saliendo del café Gato Negro; también donde lincharon a Juan Roa Sierra. Ese es el origen de esa foto que se encuentra en nuestros anaqueles de la memoria de la ciudad en llamas y un tranvía destruído.
Cuando uno va caminando por la carrera séptima, y hace el recorrido que se conoce como el septimazo, se logra ver gran parte del país. Uno ve la fiesta, el rebusque y la felicidad de la gente cuando al pasar se topa con un grupo salsero, media cuadra más adelante con un señor bailando con una muñeca de trapo y, a unos cuantos metros más, un hombre que deleita a los transeúntes con los pasos de Michael Jackson junto a otro que, disfrazado de niño, trata de obtener sonrisas de quienes disfrutan el paisaje urbano de la ciudad mientras la transitan.
Hace unos meses empecé a caminar por la carrera séptima todos los días para dirigirme a la Universidad, en horas de la mañana. La séptima me ofrecía un paisaje agradable y tranquilo; las tiendas hasta ahora estaban abriendo y los demás caminantes, como yo, estaban ocupados pensando en sus tareas del día, en no llegar tarde, en cumplir un horario. Al llegar a la esquina de la Avenida Jiménez me llamaba la atención una señora con su carrito de ventas, la cual, acompañada con una sonrisa, siempre saludaba a las personas con las que cruzaba mirada y a aquellas que le compraban alguno de los alimentos que ofrece para sobrevivir a las mañanas frías de la ciudad capitalina. Por unas semanas, mientras caminaba y leía, me detuve a ver a la señora sin la intención de hablarle. Por pena solo pasaba, volteaba y seguía mi camino.
Un día, con fuerzas que uno no entiende, me detuve. Ella sonrió y dijo – “Buenos días vecino, ¿qué le puedo ofrecer? – y, por mi mala costumbre, pedí lo que siempre pido en las mañanas – Buenos días vecina, un tinto por favor-. Este diálogo fue el inicio de una relación que se resume en que cuando quiero un café con sonrisa incluida, voy a esa esquina de la carrera séptima, saludo a la vecina y pago el tinto; ya no es necesario pedirlo, ella me ve y sabe qué pediré. Cuando estaba pensando sobre qué escribir no dudé en hablar sobre ella, sobre su café.
Ella se llama Sandra Milena Cruz, doña Sandra, y siempre se ubica en un lugar que, desde mi punto de vista, es muy especial. Uno la puede encontrar cada día en la carrera séptima (por ello la introducción en los primeros párrafos de esta vía principal) en un punto singular de Bogotá: la esquina de la carrera séptima con Avenida Jiménez. Esta esquina reúne cualidades que uno no se detiene a pensar hasta que le dicen: por un lado se encuentra la Iglesia San Francisco que fue construida entre 1550 y 1591; por otro, está el edificio del Banco de la República que fue construido en 1958. Es un lugar que dialoga con un pasado religioso y un presente bancarizado, un gran contraste en cuyo centro se ubica doña Sandra, entre lo colonial y lo moderno.
Doña Sandra lleva más de un año asentándose en esa esquina paradisiaca, mágica, donde pasando la calle hay lugares referenciales de la historia como el edificio El Tiempo y donde Jorge Eliécer Gaitán fue asesinado. Ella parquea su vehículo de acero a las 6 am. Para estar preparada para atender debe levantarse a las 3 am; aunque hay días en los que, como ella misma dice, la pereza le gana y por eso busca regalarse media hora más de sueño. Luego de levantarse empieza su labor culinaria y prepara las bebidas calientes que todos los caminantes podremos disfrutar, hace tinto, maizena, chocolate y aromática; bebidas ideales para iniciar la mañana y combatir el frío. El tinto de doña Sandra tiene como base aguadepanela. Es un tinto que me recuerda el campo, la sencillez, como igual lo hace el olor a tierra húmeda; siempre relaciono ese tinto y ese aroma al pasado de la finca, del campo, de los abuelos.
A las 5 am coge el bus que la llevará a la fábrica donde preparan los alimentos que se venden, frita las empanadas, los pasteles, las arepas y los empaca individualmente para que el comensal pueda disfrutar de un producto que, además de ser casero, es bastante fresco. Al llegar a su lugar debe estar lista ya que la ciudad despierta con hambre y las personas desde la mañana llenan el transporte público con ganas de llegar puntuales y, algunos, como lo he visto, de desayunar una arepa rellena, una empanada o un pastel. Hay horas pico para doña Sandra: principalmente, muy temprano en la mañana cuando las personas quieren empezar su trabajo con algo en el estómago; a eso de las 11 donde las típicas “onces bogotanas” mutan en una parada técnica -para la empanada- como dicen; recorriendo el medio día donde algunas personas deciden engañar sus barrigas con esta clase de comida puesto que no tienen tiempo, o dinero, o cualquier otra razón, para poder ir a almorzar.
Lo que más quisiera destacar no es solamente su comida, que es de excelente calidad, sino lo que doña Sandra, o la vecina, transmite a los que llegan a su vehículo de acero. Alrededor de ella hay una ciudad que se habita con rapidez, tanto el centro como la séptima son espacios donde el reloj reina, la reunión, la cita, la llegada tarde. Al vehículo llegan comensales de todos los lugares, desde personas que trabajan al lado, en el Banco de la República, hasta abogados que salen de un litigio en los juzgados del Nemqueteba, estudiantes de las diferentes universidades y en general todos los variados habitantes del centro. Cada persona llega con su afán, cada uno llega con sus ideas; pero ella, doña Sandra, nos ofrece un espacio en la calle que nos saca del tiempo, del corre-corre y del estrés. Ella con una sonrisa y un saludo hace que todos al llegar sonrían, se vayan olvidando poco a poco de ese huracán que es el vivir en Bogotá. Doña Sandra es ese ojo dentro del ciclón, es ese lugar que aunque a su alrededor haya un ambiente caótico siempre estará tranquilo y preparado para apoyar, calmar, reír.
La calle real, la carrera séptima, nos ha llenado de historias para el país y para Bogotá. Acá les presento una de las historias más bonitas que he podido conocer y que considero como parada obligatoria cuando estoy por el centro, ella y su tinto se volvieron parte de mi rutina. Cuando estén por el centro y tengan un mal día, o un día agitado, recuerden que en la carrera séptima además de tener tanta historia, hay una señora que al frente del Banco de la República les ofrecerá un tinto que los despertará y una sonrisa que los alegrará. Hay un ojo en el huracán de la vida Bogotá, hay un ojo que se llama Sandra Milena Cruz.