Coma Cuento: cocina sin enredos

Publicado el @ComíCuento

Empanadas para recordar

Por Lina Palacio @

Don X se despertaba a las 4:30 am y se iba a la cama a las 7 de la noche. Tomaba el tinto de la mañana y esperaba un rato para el desayuno. Almorzaba a las 12 en punto mientras veía las noticias, se sentaba afuera de su casa para observar a los transeúntes, comía a eso de las 4:30 pm y, después de un rato, se bañaba para irse a dormir. Antes de esta rutina que lo acompañó hasta el final de sus días en este mundo tuvo una vida distinta, una que vivió recorriendo las calles del centro de la ciudad. He regresado a los lugares que me presentó para encontrar en sus paredes el sonido de su risa y de sus sueños. 

Yo tenía unos 7 años la primera vez que me llevó al Salón Fontana, un café ubicado en la esquina de la plazoleta del Rosario. Entramos y nos sentamos en una mesa vacía en el centro. A nuestro alrededor había gente mayor hablando en voz alta y yo solo sentía que todos tenían algo importante que decir, pero a ninguno se le entendía nada. Mi abuelo pidió un tinto y 3 empanadas de carne sin pedir mi aprobación; me miró y me preguntó qué quería ser cuando grande, le contesté que quería tener cosas importantes que decir. Se rió y me dijo que le pusiera limón a mi empanada, que las cosas importantes son las que aun pareciendo pequeñas no se olvidan.

Desde ese momento, empezó a llevarme más seguido al centro. Andábamos por horas y cuando nos cansábamos, buscamos un lugar en dónde comer algo mientras me contaba las experiencias de su pasado. Un día de esos, caminábamos desde Monserrate hacia la séptima mientras me relataba que a mi abuela la conoció cuando cumplió 21 años, se enamoró a lo lejos, como Florentino de Fermina Daza,y se acercaba tímidamente a su casa esperando que su futura suegra le permitiera a mi abuela asomarse a la puerta a saludarlo – como yo tenía hambre, continuamos la historia en un restaurante en la Plaza Policarpa Salavarrieta- la relación se dio de ese modo, hasta que un día tomó la valentía para pedirle que se casaran, ella aceptó de inmediato como si hubiese encontrado la manera de escapar de su casa y de su madre. Cuando terminó la historia pidió una empanada de pollo y yo una de queso. Le robé un poco de la suya para probar las 3 salsas disponibles y finalmente declaré mi amor por el guacamole del lugar.

Me sorprendió que a pesar de la manera en que empezó todo, me aseguró que ella lo amaba, tal vez no tanto como él a ella. Pero estaba seguro de que si lo hacía.

El tiempo fue pasando y yo crecí lo suficiente para ir a La Pola con mis amigos a comer luego de clase y dejar de ir con Don X que ya lucía cansado.

Lo visitaba 2 días a la semana, los lunes y viernes, y de vez en cuando le llevaba una empanada por los viejos tiempos. Un día me dirigía a La Pola y un poco antes de llegar escuché la risa de la mujer más maravillosa que he visto en la vida. Estaba con sus amigos comiendo de pie en un lugar llamado El Peaje. Me acerqué y pedí dos empanadas para llevar. No hay mucho más que decir de esta historia: él probó las empanadas y me pidió que siguiera llevando las  de siempre. Yo no volví a verla a ella.

Lo seguí visitando cada semana, siempre con la bolsita de papel en la maleta. Pero cada vez me hablaba menos hasta que un día el doctor le prohibió la comida frita. Las visitas eran más cortas y ya no teníamos lo que nos llevaba a revivir el recuerdo del pasado. La última vez que salimos juntos me pidió que lo llevara al mismo salón al que frecuentaba en su juventud; no nos importaron las restricciones porque reímos y ese día, él habló muy fuerte, cómo quién tiene algo importante que decir.

Tuvimos unos cuantos años más de visita. Un lunes en la tarde, era un día soleado y hermoso y decidí ir a caminar para pensar en la vida o en nada; si ahora me preguntan, creo que pensé en ambas. Subí como si fuera a La Quinta de Bolívar y me senté en el pasto. Estaba tranquilo. Entonces escuché la risa de nuevo, había pasado un tiempo y yo creí haberla olvidado por ser algo insignificante, pero la escuché y recordé a la mujer que había visto tiempo atrás. No pude hablarle. La vi entrar a un restaurante llamado Saudade, comprar algo y marcharse. Me puse de pie y entré al mismo lugar, me senté, abrí la carta y recordé a mi abuelo cuando vi que la especialidad del lugar son las empanadas. Lo recordé y noté que era el primer lunes en que no lo visitaba. Le pedí a la mesera que me diera la empanada que más pedían y que, además, me diera otra para llevar. Era diferente a las que solíamos comer, pero me encantó y quise compartirla con mi abuelo de inmediato.

Nunca la probó. Lloré por eso y lloré de extrañarlo. Lloré por las empanadas que compartimos y por las que no pudimos compartir, por las que comimos mientras me contaba historias y por las historias que yo no le podría contar, por las que saboreaba con felicidad y las que no le gustaron tanto y lloré profundamente por la empanada que quedó en la bolsita de papel en mi maleta. Antes de poder volver a los lugares que eran nuestra tradición, empecé a frecuentar Saudade en los días soleados que parecían tan tristes.

Allí volví a verla a ella y cuando la escuché reír de nuevo recordé a Don X diciéndome que las cosas importantes son las que, aunque parezcan pequeñas no olvidamos. Así fue como todo comenzó…

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