Rumbo a Sudáfrica 2010

Publicado el mundial2010

Un diamante descalzo

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El hombre que anotó el único gol que se ha marcado en los mundiales con los pies descalzos. El inventor de la ‘chilena’.

Leonardo Rodríguez

Quince segundos fueron suficientes para que se curara por ese instante de la penosa enfermedad que borra de la mente no sólo la identidad, sino las fantasías y los recuerdos. Con la misma velocidad que él gambeteaba y corría hacia el arco, pasó ante sus ojos la primera vez que vio venir la pelota a una altura incómoda para cabecear y en un ángulo difícil para el pecho. La miró fijamente se elevó del suelo como si la gravedad no existeirá y sin pensarlo dos veces hizo lo que mejor sabía con los pies: patear al arco. Alcanzó a recordar cómo inclinó hacia atrás su cabeza, aún tirado en el suelo y tratando de seguir la trayectoria de la pelota; finalmente estaba sembrada al fondo de la red, como de costumbre.

Era una tarde como todas las tardes del fútbol brasilero de la época de los años 40 ya con los estadios llenos, abarrotados de emoción y sentimiento y camino a una identidad nacional con el juego. El Sao Paulo perdía 2 a 0 frente al Palmeiras. El gol no sirvió para el empate, tampoco le dio la victoria al equipo. Simplemente sirvió para que él, «el diamante negro», y el resto del mundo lo recordaran para siempre.

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En esa desbandada de imágenes que pasaron por su mente, a unos segundos de su tranquila muerte en la mecedora de un hogar geriátrico en Sao Paulo, Leonidas Da Silva alcanzó a identificar dichas y desdichas. Como aquel llamado a la selección nacional del Brasil que lo llevaría al campeonato del mundo de 1934, en el que el equipo carioca fue eliminado en la primera fase, tras una derrota 1 -3 a manos de la poderosa España.

Pasó por 1938, aquel mundial en Francia en el que fue catalogado como el mejor jugador del campeonato y goleador indiscutible con ocho goles. El recuerdo vivo y nítido -como si el Alzheimer se hubiese ido de su vida- lo llevó al 5 de junio de ese año, cuando, en medio de una lluvia inclemente y un barrizal que hacía pesar las piernas como si en vez de botas llevara tarros de cemento, la selección brasilera jugaba contra Polonía en los octavos de final. El auxiliar del equipo intentaba reparar sus botas. Da Silva, angustiado por la demora, decidió entrar al campo de juego descalzo. El barro cubría sus medias blancas hasta las rodillas y tal vez por eso fue que el árbitro del partido, un sueco de apellido Eckeling, no se dió cuenta que había dejado sus zapatos fuera del terreno de juego.

Recibió el balón, enganchó como sólo él lo hacía y tiró al arco -lo que mejor sabía con los pies- para anotar el único gol que se ha marcado en un mundial con los pies descalzos. Esa tarde la inspiración le alcanzó para hacer tres goles más y participar en el juego con más goles de la historia de la copa mundo: Brasil 6- Polonia 5. De paso se convirtió en el primer jugador en hacer cuatro goles en un encuentro mundialista.

Brasil comenzaba a ser reconocido como potencia. Para el siguiente juego, tal vez por soberbia, tal vez por inocencia; tal vez por las muchas razones que tienen los técnicos para tomar decisiones que nadie llega a entender, Da Silva no haría parte del encuentro ante Italia por la semifinal. El técnico Ademar Pimhenta quería «guardarlo» para la final. Como esas grandes joyas que sólo se exhiben en las mejores galas. Brasil perdió el partido -algunos dicen que por su ausencia- e Italia pasó a la final, en donde se haría a su segunda copa mundial.

Esos partidos, ese mundial entero, incluida esa final sin Brasil, fue escuchada por miles de ansiosos aficionados que pegados a los no muchos radios que había para la época en Sao Paulo trataban de identificar entre la estática la voz del narrador, que intentaba explicar cómo un equipo que hacía apenas cuatro años había pasado sin pena ni gloria ahora era calificado de potencia y estuvo ad portas de arrebatarle la oportunidad de título a la entonces poderosa Italia que, angustiada y nerviosa, se veía obligada a reflejar en el campo de juego lo que significaba en la política internacional en los albores de la segunda guerra mundial.

Días después, mientras Da Silva llegaba a Brasil en un carro convertible, saludando a miles de fanáticos que atiborraban las calles de Sao Paulo y se enteraba de que una empresa nacional había decidido lanzar una línea de chocolates que llamaría «diamante negro», su entrenador tenía que desviar el viaje a Uruguay mientras se calmaban las aguas que lo culpaban por la derrota brasilera en tierra europea.

Los recuerdos siguieron pasando a toda velocidad por la cansada pero instantáneamente rejuvenecida memoria de esta vieja gloria del fútbol que agonizaba a los noventa años de edad. Recordó que con la camiseta amarilla convirtió 25 goles en 25 partidos internacionales. Unos dicen que más otros dicen que menos, pero la verdad es que hizo la medida perfecta de un gol por partido.

Como cientos de destellos desfilaron por sus recuerdos las jugadas que lo llevaron a ser el ídolo del Sao Paulo de los años 40, club al que le ayudó a conquistar cinco títulos nacionales. Se paseó por sus días en el Peñarol de Uruguay, en el Vasco Da Gama, el Botafogo y el Flamengo de Brasil. En los últimos tres alzando la copa, lo que mejor sabía con las manos.

Da Silva fue inclusive una marca de cigarrillos; fue el tercer hombre más popular de Brasil en su época, después del presidente dictador y el cantante popular del momento y es considerado el gran crac en la era pre-pelé. Algunos incluso, sin sonrojarse y sin temor a equivocarse dicen que fue mejor que Edson Arantes do Nascimento, pero que tuvo que jugar en una época en donde el video no representaba el papel inmortalizador que tiene para las estrellas modernas.

Fueron 10 años de agonía con el Alzheimer, pero quince segundos de un glorioso camino hacia la muerte. Quince segundos que le alcanzaron para recordar que ese domingo frente al Palmeiras por tratar de hacer lo que mejor sabía hacer con sus pies -patear al arco- se inventó la bicicleta -como le dicen algunos- o la chilena, como se conoce en casi todo el mundo, la jugada aquella que sigue siendo, aún para los mejores del mundo, una muestra de técnica, de exquisitez acrobática a la hora de jugar al fútbol.

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