Entre pase y pase

Publicado el Diego Alarcón Rozo

Nairo recorre Colombia

Nairo Quintana, con dinamita en las piernas, escala en carreteras destapadas y en autopistas presentables que ilusionan progreso. Comienza al nivel del mar del Tayrona que querían cambiar por un resort y sube hasta el Páramo de Santurbán, resguardado – de pronto no por mucho tiempo- del apetito voraz de las mineras. Pedalea fuerte y a medida que se abre paso, los políticos corren exhaustos buscando una foto, políticos con vestidos de coctel, corbatas y laca en el pelo. Buscan el afiche de la próxima campaña porque quizá el campeón les regale algunos votos. Cuando se baje de la bicicleta y vuelva a ser un campesino, acaso lo estigmaticen si tiene el atrevimiento de exigir sus derechos.

A lo lejos se ve a Nairo escalando sin gesto alguno, como si durmiera mientras avanza, los lentes de sol bien puestos. Cada metro adelante es uno más lejos de ese atrás de promesas incumplidas por gobernantes oportunistas que hablaron de una casa y asistencia, de las penurias económicas, de un pasado con mucha voluntad pero poco apoyo.

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Nairo recorre Colombia y en esa etapa pasa por campos esplendorosos, paisajes de cielo verde, de suelo azul, de agua roja. Pasa por los cafetales a salvo de la broca, pero condenados por el comercio global. Pasa por los Montes de María, respira un aire más dulce que el de las cumbres europeas y acelera el paso para no atormentarse con la evidencia del despojo. Pasa por el Catatumbo y da un saludo desde la carretera por la que transitaron las caravanas de la muerte.

Nairo Quintana sonríe y llena de orgullo al país de la realidad triste. Oye la radio, ve la televisión y se percata de que los periodistas insisten en preguntarle a su madre con qué menjurje milagroso lo alimentaba, siempre buscando que la respuesta sea “cocido boyacense” o la “aguapanela” que tiñe a la nota de color. Nairo luce incansable, imperturbable, es una máquina poderosa.

Quintana escala La Línea como las pendientes de su historia. Atrás deja al lote de zalameros que ahora quieren alcanzarlo, cuando el sol alumbra su espalda, como si lo empujara o lo cargara de nuevas fuerzas, como a las plantas. Se detiene para agradecer a los que creyeron y sonríe con las facciones auténticas de quienes crecieron en el campo, de quienes en otros tiempos fueron exterminados y aún hoy son discriminados y estigmatizados. Nairo toma aire, aparece en las fotografías, firma autógrafos, sigue la ruta mientras cada ciclo del plato hace más grande su dignidad.

Los niños lo persiguen en sus bicicletas diminutas hasta cualquier esquina del Cómbita porque sus madres no les dan permiso de ir más lejos, es peligroso. Algunos ya hicieron las tareas y otros ni siquiera han hallado un cupo en la escuela. Nairo les dice que la disciplina es la madre de todas las virtudes y les regala un desayuno que no han tenido hace días. La mujer de la falda corta lo ve con otros ojos y le soba la espalda. Su novia lo abraza porque, a diferencia de la otra, ella lo alentaba cuando era uno más del pelotón.

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Nairo pasa por los pueblos y no despierta a los perros bravos, los hombres se quitan el sombrero y celebran con aguardiente sin riñas. Nadie en la nación de los terrorismos lo cuestiona, nadie podrá quitarle lo que ha conseguido a título personal. Es la otra cara de Colombia, esa que sólo aparece cuando resulta provechosa, cuando ha acaparado muchas miradas.

Por: Diego Alarcón Rozo

En Twitter: @Motamotta

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