Deporte en letras

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Haciendo el ridículo por el inglés

Una mañana de abril –lo sé, suena a canción- me levanté decidido a aprender inglés de una vez por todas. Renuncié a mi trabajo en Madrid, me matriculé en una escuela de idiomas y compré un tiquete de avión para Malta. A los pocos días estaba aterrizando en la pequeña isla escondida en el Mediterráneo. Era una cuenta pendiente que tenía que saldar conmigo mismo, pues por no ser bilingüe pasé varios y variados malos ratos en público y perdí, también, varias y variadas oportunidades profesionales a lo largo de mi carrera.

Qué diferente habría sido todo si le hubiera puesto atención a mi profesora de inglés en el colegio. A ella y a su verbo ‘to be’. Pilar se llamaba la ‘teacher’. La pobre llegó los primeros días hablándonos sólo en inglés para que acostumbráramos el oído, pero el entusiasmo le duró poco. En el momento que tuvo que controlar la disciplina de casi 30 estudiantes desadaptados las clases se le empezaron a ir entre regaño y regaño en español.

Sinceramente, ella no era muy buena y nosotros sí éramos bastante malos. La recuerdo más por el capul grandísimo que peinaba que por lo que nos pudo enseñar durante los años de bachillerato. Me gradué apenas sabiendo decir mi nombre, cuántos años tenía y dónde había nacido. Pensaba, en ese entonces, que el inglés era algo de lo que podría prescindir.

Pero pronto la vida empezó a cobrarme tal ignorancia. Cuando me alisté en el Ejército, por no saber el dichoso idioma, perdí la oportunidad de prestar servicio militar en la Península del Sinaí, en Egipto, donde soldados colombianos toman parte en misiones de paz y seguridad. En mi lugar fue un recluta de apellido Lalinde. A él, como a la ‘teacher’ Pilar, tampoco lo olvido. Apenas lo vi durante las primeras semanas de instrucción en el batallón y luego cuando regresó del viaje, al cabo del año, a entregar la dotación y recibir la libreta. A diferencia de lo que me tocó pasar, él parecía volver de unas vacaciones pagadas en el exterior. ¿Si me dio envidia? ¡Yes!

Más tarde, en la universidad, mi déficit también me costó caro. Tuve que inscribir como cinco semestres de inglés y pasé raspando en cada uno de ellos. En ese momento ya le había tomado tedio. Le tenía pereza. Lo aborrecía.

Justamente en mi época universitaria, trabajando en un exclusivo bar de Bogotá, hice el ridículo por mi bajo nivel. Toda la vida había pensado que dinero se decía ‘diner’ porque lo relacionaba con el nombre de la tarjeta de crédito Diners Club. Llegué a mi turno como mesero y dije que ese día necesitaba mucho ‘diner’. Tras la burla de mis compañeros, y luego de que todo el bar se enterara, me mandaron a comer. Eso sí, me dieron mucha cena (dinner)…

Otra vez, ya graduado como periodista, en una entrevista de trabajo para una empresa alemana se me ocurrió decir que “me defendía” con el inglés. Vaya costumbre latina esa de exagerar un poco nuestras capacidades (“hágale, que yo aprendo rápido” o “me veo un par de tutoriales y listo”). Como resultado de mi exageración terminé atacado por mi interlocutor con frases y preguntas que no tuvieron ni respuesta ni defensa. A día de hoy aquella persona de recursos humanos me debe recordar como referencia de ridículo durante una entrevista de trabajo.

Alguna vez más, no sé en qué estaría pensando, se me ocurrió que era capaz de entrevistar al exfutbolista Alessandro del Piero en inglés, durante un evento en Rusia antes del Mundial de Fútbol. En la antesala de nuestro encuentro, mientras atendía a otros medios, noté que Del Piero no hablaba muy bien y que acudía a su idioma natal como vía de escape para responder. Eso –supongo yo- me dio confianza para intentarlo. ¿Qué podría salir mal?

Eran tres preguntas sencillas sobre Juan Guillermo Cuadrado en Juventus. Las había repetido mentalmente varias veces. Pensaba que me las sabía, pero como las veces anteriores con el inglés, todo salió mal. Apenas lo saludé me quedé en blanco. No supe lo que dije ni cómo lo dije. Sólo cuando revisé la grabación fui consciente del ridículo de entrevista que había hecho.

Por episodios como los anteriores –y otros que no cuento por amor propio- el inglés se convirtió en una cuestión personal. Antes de llegar a Malta probé diferentes métodos: cursos online, cursos presenciales, escuelas de idiomas, series norteamericanas sin doblaje ni subtítulos, noticias y libros en inglés, y alguna cosa más. El resultado, una vez más, no fue bueno. Retenía alguna regla gramatical y aprendía una que otra palabra –frecuentemente mal usada o pronunciada o las dos-, pero era un aprendizaje poco significativo.

Hoy, poco a poco, voy articulando una oración con otra y si acaso estoy entonado puedo tener una conversación corta antes de acudir al típico “repeat, please” o “sorry, I don’t understand”. Si vienen a Malta por estos días y ven un tipo flaco y pálido –no me gusta broncearme- poniéndole conversación hasta a los gatos seguramente que sea yo, que me estoy tratando de poner al día. Quién dijo que loro viejo no aprende a hablar… inglés.

See you!

En Twitter: @ivagut

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