Continuamos con el viaje del filósofo y pensador mexicano José Vasconcelos por el departamento de Nariño en 1930. Y de ahí Pasto, siendo recogido antes, él y su acompañante el ingeniero Restrepo, por el gobernador del departamento, debió tratarse del pastuso Olegario Medina Villota, para ser conducido a un cómodo hotel en donde fue…
Continuamos con el viaje del filósofo y pensador mexicano José Vasconcelos por el departamento de Nariño en 1930.
Y de ahí Pasto, siendo recogido antes, él y su acompañante el ingeniero Restrepo, por el gobernador del departamento, debió tratarse del pastuso Olegario Medina Villota, para ser conducido a un cómodo hotel en donde fue bien recibido. Descubre el aislamiento proverbial de la ciudad frente al resto del mundo, donde hay una “raza” española, con mayor prominencia indígena que en todo el país. Debió parecerle triste o aburrida la ciudad, en comparación con Popayán, ya que anota la soledad de sus calles y la melancolía ahí encontradas, resaltando, eso sí, ser Pasto una de las más cordiales provincias del país.
“Un cuarto de hora más tarde, hundido en el asiento acojinado de un cómodo limousine, me acariciaba la charla de un caballero de cabellos blancos, el gobernador de la provincia, que junto con un séquito distinguido había salido a rescatarnos. Al rato, en un hotel abrigado, alfombrado, lujoso casi, nos sirvieron unos cocteles espesados con huevo, que incitaban a repetir. A esto siguió una cena estilo francés, acompañada de vinos sabrosos y cordialidad bien educada. Temprano se nos dejó solos, bien instalados en alcobas silenciosas, tibias, muelles. Y fue un regalo aquel reposo para nuestros cuerpos maltrechos.
Vive aislado Pasto, sobre una meseta cercada de montañas, separada del mar, distante de toda metrópoli. Quizá esto explica la singular, ilimitada hospitalidad que allá se estila. Y asombra lo que, en su retiro, ha podido hacer la raza que habita la comarca. Raza española, de vieja cepa, con mezcla de indio más notoria que en el resto de Colombia. Por el ambiente y aun por sus construcciones, la ciudad se parece a una de las nuestras del interior, a Toluca, por el aire helado que baja de la serranía y por las siembras de maíz, de trigo, de papa; sin embargo, supera a Toluca por causa de industrias, como la talabartería, la ebanistería y el comercio desarrollado. Las casas son de dos pisos, con aleros pronunciados, balcones salientes y rejas en los bajos. Una catedral barroca del XVIII eleva sobre sus muros robustos naves hermosas. El Palacio de Gobierno es de estilo neoclásico y hay dos colegios importantes, el de maristas, con talleres modernos, y el de los jesuitas, instalado en hermoso edificio de tres pisos y patios espaciosos. Las construcciones son de piedra y ladrillo y también de bloques y lienzos de un adobe o argamasa de arcilla, de consistencia como la del cemento. Y se miran tristes las calles largas y rectas, empedradas a la antigua, por las que pasa de cuando en cuando un par de caballeros trajeados a la europea, mientras toman el sol, a orillas de las aceras, indios embozados en sus ponchos, inmóviles y taciturnos.
Se cumplió con las visitas de rigor y produje una conferencia sobre las ruinas de un teatro que no llegó a inaugurarse, y nos hubiera vencido la murria sin la tertulia que en los salones de nuestro hotel mantenían, a mañana y tarde, nuestros obsequiantes, encabezados por el gobernador, que nos demostraba cariño, se preocupaba de nuestras menores necesidades. La buena charla consumía las horas: se nos insistía para que tomásemos descanso de varios días en la más olvidada, pero acaso la más cordial provincia de la tierra colombiana.”
Y entonces llega al Sur-Sur de Colombia, se maravilla en Ipiales ante el Santuario de Las Lajas, tanto por el paisaje que lo rodea como por el templo que entonces estaba en construcción, estaba terminado ya el puente que unía las dos orillas del Pastarán, sosteniéndose aún en pie la vieja construcción que un viejo obispo llamara “Nido de oropéndola”, creyente al fin y al cabo, al persignarse no hace sino reafirmar su fe.
“Orgullosamente nos hicieron prescindir de nuestras cabalgaduras y en un par de automóviles oficiales se nos trasladó, cuando lo quisimos, hasta la frontera con Ecuador, acompañados de unos cuantos vecinos y despedidos tiernamente por el venerable caballero que ejercitaba la suprema autoridad en la región. A medio trayecto de un camino magnífico de panoramas está el famoso santuario de Las Lajas. Torrecillas barrocas, cúpula de media naranja, sobrios muros incrustados en la roca viva de la garganta del río Carchi. Según se desciende al costado de la sierra, descúbrese la fachada severa del templo: al lado hay un convento de dos pisos con puertas de arco. En seguida, y sobre un atrevido puente de cantería, se fabricaban muros de una basílica, que acaso hoy se halle terminada. De los barrancos cuelgan vegetaciones frondosas; el golpe de la corriente engendra músicas informes. Una unción hecha de poesía y de creencia pervade todo el ambiente. Mi compañero Restrepo entra a la iglesia y lo sigo. La persignada, ese conjuro sagrado que establece entre los hombres de todas las razas el parentesco espiritual más preciado del mundo, viene a mis manos con la naturalidad de lo que se aprendió en la infancia. Y el ansia del rezo, que es como una sed de las almas, se satisface brevemente; más bien que pronunciada por los labios, brota silenciosa la plegaria de lo profundo del corazón. Y se comprende el afán de los doce mil peregrinos que, cada año, desafían incomodidades sin cuento para llegar al sitio en que la leyenda registra una aparición de la Virgen del Rosario, o sea una de esas ventanas que, por excepción, abre el cielo hacia el sórdido mundo de las apariencias nada más naturales.”
Y ya en la próspera Ipiales, como bien la llamó, rodeada de un paisaje que se engalana con las nubes verdes, esas que vio Montalvo y cantó el poeta Bustos, también atraen la atención del mexicano, quien siente la presencia viva del proscrito cervantista, ese liberalismo que se vertería por entre el nudo de los Pastos, para diferenciar a la provincia de Obando del resto del departamento. Hombre cosmopolita, como el ambateño, Vasconcelos en un constante relato anota la arquitectura de los lugares y la industria, siendo testigo del ya desaparecido oficio de sombreros “Panamá” que también se elaboraban en el territorio y se exportaban al Ecuador, para de ahí pasar al istmo y de ahí al mundo entero.
“La última ciudad colombiana por el lado de Ecuador es la próspera y antigua, bien construida Ipiales. Domina un angosto valle circundado de montañas soberbias. La influencia de Montalvo, que en ella vivió proscrito, perdura aún y se le cita familiarmente. Su literatura ha marcado el ambiente. Y es costumbre llevar al viajero por extramuros para que observe en el ocaso, encima de las montañas, entre formaciones densas, las nubes verdes que menciona el gran prosista. La casa en que vivió luce placa y perduran las anécdotas de su orgullo de mulato pobre, olvidado de la mayoría, respetado por unos cuantos, en los años largos de su exilio combativo. En rigor, de Ipiales en adelante, y por todo Ecuador, lo mismo en Otavalo que en Ambato, el país entero está penetrado de los dichos y los hechos del gran hombre que dio fisonomía a su raza.
Una iglesia románica, desnuda, pero bien proporcionada, de tres naves espaciosas; un buen hospital, y dos o tres fábricas de sombreros de palma jipijapa, son los lugares que el viajero frecuenta. Al presentarnos al consulado ecuatoriano para pedir la visa de nuestros pasaportes, el cónsul, muy correcto, declaró: «Usted no necesita visa para entrar a mi país.»”
Y allende el Carchi, que en Colombia es Guáitara, sigue asombrándose con la amabilidad de la gente, aunque le llama la atención que mientras en Colombia prevalece la civilidad, en Ecuador desde el momento mismo de cruzar la frontera son los militares una constancia que acompañará todo el paisaje. Sería interesante rastrear, como se ha dicho, los documentos que dejó anotados Vasconcelos en su paso por la ciudades de Nariño, quizá haya ahí elementos que permitan vislumbrar el aporte de este viaje al desarrollo de su pensamiento posterior.
J. Mauricio Chaves Bustos
Facilitador en procesos de diálogo para construcción de paz, escritor de cuento, ensayo y poesía, cervantista, gestor cultural.
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