Por: Jesús Rafael Baena Martínez*
Toda la complejidad del problema lo había sumido en una meditación profunda, y ante aquel suceso volvieron los recuerdos que aún estaban frescos y latentes.
El desespero, la angustia, el que dirán, la desconfianza, el martirio. Era tal la acumulación de crisis que esta misma situación producía un masoquismo obsesivo. Eran tantas y continuas las adversidades que parecía disfrutar de ellas como si fuera parte de su naturaleza.
Pasaban los días, los minutos, las horas y nada detenía la máquina pensante. Su trabajo era continuo, desesperante y paranoico. Ansioso esperaba el nuevo día sin poder conciliar el sueño tratando de resolver en la almohada el problema persistente.
La transición de su angustia era lenta y siempre terminaba en otra igual, pero con diferente vestido.
El estado mental alterado con profusos cambios determinaba su grado de sufrimiento en una continuidad rítmica dolorosa y fastidiante. Del otro lado de la barrera y como actor invitado, una corte de espíritus malignos que regocijados disfrutaban la obra dramática de la vida real, y cuyo protagonista principal había agotado todos los mecanismos de defensa existentes.
Llegó hasta su tope. Su razonar se había agotado, las ideas no circulaban más; el vía crucis hizo metástasis en todo su cuerpo y espíritu y cuando todo presagiaba una enfermedad demencial de sus adentros más profundos surgió una determinación inaudita y llena de valor y entusiasmo que lo hizo ejercer el dominio sobre sí mismo.
Poco después de su maravilloso resurgir ocurrió algo buscado pero a la vez inesperado, en medio de la tormenta mental, los rayos y relámpagos auguraban el advenimiento de un nuevo día, con más esperanza, más claridad, y con una pasión desbordante y llena de amor; el ciclo tormentoso cambiaba de eslabón en la cadena vital.
Entonces, como si el tiempo se detuviese y sus corazones también, la noticia tan ansiada llegó helando todos sus cuerpos como si se desencadenara la libertad aprisionada, como si por fin el engendro del mal fuese arrojado al abismo de azufre hirviente. La semilla de la vida germinaba apaciblemente sin miedos ni temores reclamando cariño y atenciones.
La alegría era tal que por momentos cundió el desconcierto, fueron ráfagas de segundo, dejando pasar al dominio de la razón. Con la felicidad controlada, pero sin dejar de sentir lo gozoso del momento un nuevo escalar empezaba, la vida empujaba con fuerza y esplendor, digna obra de su Creador.
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* *Concepto fotográfico tomado de Ingberg.