Por: Adriana Patricia Giraldo Duarte
Ya me di cuenta. No soy de tierra. Soy de fuego. Soy fuego capaz de encender hasta el más lejano horizonte. Llama capaz de rodear la inoportuna inhibición de libertad.
Pensé durante mucho tiempo que tenía que olvidar ese viejo dolor. Ahogarlo. Sofocar sus deseosas intervenciones nocturnas. Ignorarlo, como si no me hubiera hecho daño.
Y ahora que me doy cuenta de su cercanía, lo miro a los ojos, lo reto, lo anulo, le muestro mi lado luminoso.
Le digo que no tengo miedo, que es mi maestro, y que no lo voy a apagar. Lo rodeo hasta tragarlo, no sin antes fortalecer mi vulnerabilidad.
Ya me di cuenta de que hay momentos que nunca salen de nuestro lado.
Lo comprendemos solo al límite de la muerte y del despojo. Y está bien que nunca salgan, que sean como una marca sin borrar, como una cicatriz que llega a acariciarse con ternura.
Saberse fuego es entender que las dudas palpitan como la vida, y nos enfrentan, y nos recuerdan la misión y la mágica estructura de la libertad.
Hay instantes que nos demuestran qué tan capaces somos de arriesgar, qué tanto fuimos hambre de vida cuando todo olía a muerte, y qué tanto furia y fe cuando al lado solo teníamos ganas de vivir.
Hay momentos que no se van nunca, y hay que llorar esa cárcel y derribar los barrotes, y abrazar la quemadura y la llaga, y acariciar lo que somos, porque estuvieron con nosotros para decirnos que somos fuego, llama que no vive de mentiras, llama hecha para salvar la vida.
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