Lloronas de abril

Publicado el Adriana Patricia Giraldo Duarte

Empañada de soledad

 

 

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Por: Marlene Guiselle Téllez Gómez

Sentada en el húmedo piso de una tierra negra como el azabache, bajo el portal de una choza, yacía la muñeca de trapo descosida por los golpes recibidos en el camino de tristezas, recorrido al lado del hombre de sus elegías, igual triste.

Allí vivía ella, en esa choza construida con manos frágiles, tan blandas y livianas como las manos de una muñeca de tela con relleno de algodón.

La cubrió con un ramaje espeso, denso, de colores lúgubres obtenidos del enmarañado de hojas oscuras desprendidas de los árboles de acacias ya sin vida.  Sus paredes erguidas en lánguidos chamizos de bambú, permitían la entrada de las brisas de suspiros, como del aire frío o caluroso al antojo de la naturaleza que rodeaba esa  choza humedecida por las lágrimas de los petirrojos que cobijaban y anidaban en el techo, filtrándose  por entre las hojas, el líquido emanado de los corazones, al ver todo el dolor de la muñeca.

Le penetraba el agua de lluvias y tormentas haciendo más fría tierra que pisaba y de allí su intenso azabache.

A su espalda una sola habitación, y allí dentro, una mesa y una silla de madera carcomida por aquellas familias hambrientas de gorgojos y termitas bien picudas, haciendo de esos muebles visible ya sus muertes, como visible también la muerte de su dueña.

La muñeca de trapo dormía en compañía de esos diminutos criminales que se alimentaban de su sangre fría e incolora, quizás por tantas noches de desvelos y de insomnios que la llevaron a una perpetúa succión en esa cama.

En un rincón del cuarto empañado de soledad y melancolía, observaba una olleta que mostraba haber sido golpeada fuertemente, quizás como su dueña, y de allí sus profundas e imborrables cicatrices.

Permanecía allí sentada en su portal de alcoba y de su mundo. Estaba inmóvil, ni siquiera parpadeaba, tampoco respiraba porque seguía inerme, petrificada, pero allí sentada en esa superficie humedecida por cascadas de ríos nacidos de sus ojos y de los ojos de las aves que habitaban en su techo.

También brillaba la luz emergida de una vela blanca que igualmente agonizaba, pero aún en su último suspiro alcanzaba a dar luz a un cuadro de elegías con su puño y letra y que con esmero cubría un plástico grueso, que si bien fue transparente algún día, hoy igual ennegrecido que la olleta.

Ese cuadro en realidad era su único tesoro vivo, porque las palabras de amores imposibles allí escritas, hoy cubiertas de azabache como el piso y del carbón de hulla como la olleta, fueron la vida de en la choza.

Vino luego un viento suave y le acarició el rostro, un viento de seda, lo absorbió profundamente para ofrecerle a su amor a la distancia su último suspiro.

Dedicó su vida, su muerte y su suspiro al hombre de las elegías y ahora allí su cuerpo tendido en el portal de la choza donde estuvo esperando tan paciente estar de nuevo en los brazos imposibles por el amor en lejanía.

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