Para José Duván.
Vine en la noche, como a escondidas. Te besé, y de nuevo vestí mis minutos, queriendo enamorarte como en nuestros mejores días.
Siempre temí que no me alcanzara la vida. Ahora, del otro lado del afecto, sigo temiéndolo.
Lo que no sabes aún es me quedan recuerdos de esa inmortalidad compartida a la que recurro cuando siento que soy yo la que no puede despertar y volver a besarte la frente antes de dormir.
Me curo con los círculos de abrazos que transitamos, en la frontera de caricias que abrigamos cada que nos quejamos del mundo y nos refugiamos en cariños y esperanzas que eran nuestro código común.
Viviré mil años con esos recuerdos. Vine a decírtelo en la noche, y sobre tu cuerpo desesperado, te vi actuando como siempre.
Por fortuna conservas esa mágica posibilidad de alternar los días claros y los grises. Los días de los que fui testigo, sin darme cuenta, porque en cada batalla decías que solo necesitabas mirarme para saber cuál era la respuesta.
Ese era tu orgullo personal. Finalmente sabías que también yo podía hacerlo, porque la vida unió nuestros placeres en el momento preciso y dejó que los abandonáramos cuando debimos aprender la lección.
Te besé, claro. Lo hice con fervor y disciplina, como cuando nos despertábamos juntos. Tengo derechos ganados que no desaparecen ni con la muerte.
Y salí a gritarle al mundo, a los que te preguntan por mi ausencia, que en la historia de este amor no existen los jamases ni los imposibles, porque vivimos sin tiempos ni melancolías.
Le dije a la muerte que no jugara con nuestro amor. Que el adiós es temporal, porque tuvimos un privilegio que solo nosotros podemos guardar, armar y desarmar a pesar de la adversidad.
Te besé y pudiste sentir, no el frío de mi ausencia, sino el cálido pálpito de mi amor eterno.
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Foto de Vincent Bourilhon