Lisa Jaramillo García
Podía ser feliz solo descubriendo mi rostro: amor, pasión, lujuria. Y él contenía todo. Su risa era como ver el amanecer y permanecer de frente sintiendo su calor.
Dejarlo proceder era mi mayor placer. Su aroma era como recordar esas cosas que vienen a la cabeza de vez en vez y solo nos hacen pensar en lo que contiene la felicidad envuelta de nostalgia.
Aferrada a él era mi mejor momento.
Cada una de sus palabras fue señalada, vivida. Con ellas mis miedos fueron excelentes utopías de instantes constantes y felices. En ellas me convertí en prosa; creí en ellas y por ellas daba mi aliento; su sentido era mi filosofía.
Sus letras contenían todo, porque algunas fueron algunas escogidas para eternizar momentos; otras quizá para querer olvidar; pero sin ellas estaba carente de algo.
Me sometí a sus formas y para su significado el sentido podía ser dirigido a cualquier ángulo. Entendí lo que para mí era trasmitido: fue su fuerza lo que me envolvió; fueron instantes no solo leídos, sino también estudiados y desacordadamente celados. Desprevenidamente las convertí en mías, y «MÍA» era mi palabra preferida.
La transgredí, la subestime y me embalsamé en ella. Su calor me invitaba a quedarme, a luchar por mantener lo que siempre se sentí real. Me pertenecía y por eso seguí buscando futuros, rebuscando lugares creados en mi mente, lugares que desconozco y que luego describí como hogar.
Él lo contenía todo y nada se lo devoró, engullido por nuevos temores y lleno de sin sentidos, con más sentido real que de utopía, con más sentido de lo que se entromete en las fantasías y se ríe de finales felices y para siempre.
Fue fácil dejarse tentar por nuevos horizontes y con rimel en pestañas de miradas vacuas, fugaces. Él lo contenía todo, y «nuestro» era lo que lo protegía.