Hundiendo teclas

Publicado el Carlos Mario Vallejo

Papá: si vivieras, tu sonrisa trascendería el tapabocas

Por: Carlos Mario Vallejo

Mario Vallejo con su hijo mayor en brazos: Lukas Vallejo Trujillo, a los 12 días de nacido.

“Nos dejaste”, como se dice de ustedes los muertos, hace casi 21 años. Habías ascendido a la alta montaña, en tropa cazadora con otros campesinos de la finca de tu hermana Nely, a una media hora de Pueblo Rico (Risaralda). Algunos tigrillos americanos andaban masticando los ganados sectoriales. Domingo radiante.

Dicen que en un descanso de la jornada sostuviste la escopeta con una mano. En el suelo la culata, el cañón apuntándote a la cara. Extraño, pues habías egresado del servicio militar en Popayán, desde donde enviabas las cartas que leíamos en la cama matrimonial tus hijos y tu esposa.

Dicen que un armadillo emergió de los arbustos y atrajo la atención del perro, que se lanzó a su presa como una saeta. Dicen que el perro golpeó la escopeta.

Los agentes funerarios te rellenaron el pómulo con algodón. Incontinencia. En la misa celebrada en la iglesia del barrio Villacarmenza, en Manizales, tu cuerpo ya en pudrición, a tus hijos Lukas y Carlos Mario, de 13 y 11 años, no les pareció muy atractivo el salpicar de las gotas que caían desde el féretro hasta el limpio suelo del altar.

Los campesinos te alzaron como pudieron y empezaron el largo descenso. No va a ser cosa sencilla, dijeron tus más de 1.84 metros macizos. No pudiste donar tus órganos de hombre de 33 años, la edad en que también murió el famoso Jesús, bueno y moreno como tú. Y tampoco hubiera sido posible porque la Fiscalía debía investigar, si bien tu esposa Luz Marina se negó a seguir al tanto de las pesquisas por miedo: debía proteger a tus hijos y a sí misma, y además “ya para qué”.

Recordarás, si es que ustedes los muertos pasan a saberlo todo, que tu hijo menor, quien esto escribe, le mintió a su mamá, a tu esposa, al decirle que había soñado con tu imagen ascendiendo al cliché cielo y zarandeando una cliché manaza delante de tu amplísima y blanquísima sonrisa.

Recordarás que tu hijo mayor se retiró del funeral y que el menor hizo lo propio para estar a solas entre hermanitos, para comer un Chococono en la tarde soleada. Recordarás que tu hijo mayor sintonizó en el televisor Goldstar de perilla el programa de humor y cámaras escondidas No me lo cambie con la idea de “quitar un poquito la tristeza”.

Tu hermana Miriam llegó a la casa compungida a darle la noticia a tu esposa, quien lo previó todo al verle la cara. Tu cuñada Martha fue de las primeras en llegar y en romper en un llanto muy amargo y escandaloso a todo el frente del Bloque T, en el parquecito de Villacarmenza, el barrio en que tú y tu esposa pagaron el primer apartamento para forjar la familia Vallejo Truijillo. Tus demás cuñados y hermanos empezaron a llegar desde las diferentes ciudades, mientras la noticia se expandía de apartamento en apartamento, de teléfono fijo en teléfono fijo, de abrazo en abrazo. “Qué pesar de la profesora y de los niños”, habrás escuchado si es cierta la omnisciencia de ustedes los muertos.

Los saludos de pésame de tus dolientes habían dado paso a recuerdos y recuerdos y recuerdos de tu vida y de otros muertos queridos. “Solo nos reunimos todos para enterrar muertos”, diría algún circunstante bajo el dintel del hogar, mientras tu cuerpo se preparaba para ingresar a camposanto.

Tu mamá Oliva ya había perdido a su joven nieto Juan Alonso. Ahora te perdía a ti. Tu esposa hacía de tripas corazón y se mostraba fuerte para no entristecer a sus niños. Ella les notificó con un diplomático “niños, su papá ha sufrió un accidente muy grave”. Tu hijo menor, que en la ciclovía matutina de aquel domingo se había caído inexplicablemente yendo a velocidad caracol, concentró en sí toda su energía y te envió vitalidad para superar “el grave accidente”, para que volvieras tocar tambor en su panza y en la de su hermano, pese a los reclamos de tu esposa.

Tu hijo menor, a quien bautizaste con base en tu hermano Carlos y tu nombre, Mario, no te recuerda ya todos los días, como en los primeros meses después del escopetazo. Tu hijo menor te recuerda cuando siente la fragancia de Arden for men, el desodorante que usabas y guardabas en la tercera repisa del clóset.

Tu hijo menor escribe esto y moja el teclado, pero es un llanto alegre y agradecido y abisal, aunque le punce un poco la garganta y se restriegue las lágrimas sobre la cara, y nuevas humedades acudan de nublar las pupilas.

Recordarás, aunque ese ya es otro tema que daría para un libro, el momento en que conociste a tu esposa y madre de tus hijos, en aquel salón de clases en Chinchiná (Caldas). Tú, estudiante de bachillerato y ella profesora de español.

Te sonreirás ahora, a casi 21 años de tu muerte, con tu muy dentada y muy dulce sonrisa, de que así como tu esposa, ahora tu hijo menor sea el profesor de español y lleve unos meses viviendo con una joven de tu misma edad en aquel entonces.

A tu hijo menor le duelen las muertes prematuras, pero ya no se duele en su orfandad de padre. Nunca se ha dolido porque él piensa, clichemente, que fuiste el mejor de los padres.

Tu hijo te recuerda ahora cuando venció su primer miedo. Es su recuerdo más hermoso: cuando se arrojó al luengo tobogán de aquel balneario de Cartago para desembocar en tus brazos y en los de tu esposa y en los de tu otro hijo, el agua de la piscina ondulando serena alrededor de sus cuerpos, irradiada por índigos destellos solares vallecaucanos, las pieles como el armazón del gran barco familiar del amor infinito.

Tu hijo menor rompe en un nuevo llanto y desactiva el video de la reunión que sostiene por Zoom, porque no pudo posponer esta escritura. Tu hijo menor se cubre la boca porque no quiere que ella se despierte y salga a intentar un consuelo. Tu hijo menor solo quiere el consuelo del tantantán-barraespaciadora, tantantantán-barraespaciadora.

Tu hijo menor te celebra en este, el día comercial del padre, aunque no te gusten estos días comerciales, como a ninguno de tu familia, porque así les enseñaste tú y tu esposa, porque el día del padre y de la madre es todos los días, como dice el cliché.

Comentarios