Hundiendo teclas

Publicado el Carlos Mario Vallejo

Cuidando al gatito del cuñado

Para fortuna del autor, quien desaprueba la gatolatría («pensar que cada gato es un dios», según poema de Darío Jaramillo), el gato no se quedará a vivir en la casa.

Ayer conocí a dos: Joan, el hermano de la esposa, y a Mono, su gato de dos meses.

De tipo atigrado y con las almohadillas de los dedos sonrosadas, emergió de la custodia de su amo, asomando un poco la cabeza, y empezó a hacer reconocimiento de terreno.

–Los perritos no le hacen nada –lo tranquilicé, más para poner tema de conversación con el recién conocido, pues antes de llegar a la sala ya le había escuchado a ella ese parte de tranquilidad.

–Lo que no se sabe es qué les haga el gato a los perros –había dicho también.

Nos gusta presumir la nobleza de nuestros perros. O al menos la nobleza de Uma, el macho, pues la perrita Mía es de una bondad más bien melindrosa: no tardaría en escenificar gruñonas escenas de celos cuando el minino empezó a enseñorearse y a dar cabriolas pueriles en la cama, capturando nuestra maternal atención.

–Le iba a poner Comandante, pero mejor lo dejé Mono –respondió Joan. Si se está en apuros para sacar conversación, empre será fructífero el tema del nombre de tu mascota.

Lo estaba cuidando otra pareja, pero su hijito, un bebé de dos años, jugaba a zarandearlo de la cola. “Y se olvidaban de echarle agua y concentrado”, se quejaron los hermanos. Así que Joan nos solicitó el servicio de guardería temporal.

–La otra vez tuvimos un gatico recién nacido. Se crio con ellos. Se llevaban muy bien –volví a la carga con la buena propaganda hacia nuestros perritos.

Antes de entrar en confianza, Mono se erizó un par de veces, arqueó el lomo, y escupió al perro Uma, enseñándole los colmillos. Pasarán días para que el timorato can de 27 kilos camine con algo de tranquilidad en su propia casa. La territorial perrita Mía, en cambio, deberá bajarles a sus gruñidos si no quiere recibir las reconvenciones de su ama, quien puede llegar al extremo de amenazar e incluso administrar leves periodicazos (rabié un poco al notar que, a pesar de haber prensa vieja en el armario, la esposa usó La Patria del pasado domingo, y me faltaba leer la columna de Eduardo García Aguilar, que quedó medio oculta con el enrollado, y el texto recubierto de cinta de enmascarar).

Todo iba de maravilla: derretimientos de ternura, cuidados con el rabo del ojo durante la lectura colectiva en voz alta en la cama y ternuras por igual a los tres animales para que ninguno se sintiera menos. A quién engaño, siempre los bebés succionan toda la botella de cariño.

Avanzábamos hacia el final de Berta Isla, la enorme novela de Javier Marías: el protagonista, Tomás Nevinson descubría que, luego de 20 años de servicio secreto, la propia inteligencia a la que sirvió le había tendido una trampa. No había modo de perder la atención.

Excepto por el repentino sonido de las ramas del árbol de enfrente. Le resté importancia, imbuido en la lectura. Pero ella suspendió la suya y cayó presa de la consternación.

–¡El gato! ¡Se lanzó por la ventana! –exclamó, dando un felino brinco de pupilas.

–Bah, debe estar por ahí –desestimé.

Barrimos el piso con la mirada.

El maullido lastimero desde el primer piso confirmó la calamidad. Desprovisto de alas, Mono había saltado desde la peana en dirección a una rama, pero sus garras solo abrazaron el aire.

“Bueno, es solo un segundo piso y los gatos siempre caen parados”, coligió mi optimismo.

Dos pares de chanclas enfilaron hacia las escalas.

Me consoló el hecho de que Filomena, la gata de mi amigo Santiago Ramírez, había saltado desde el quinto piso del edificio Melany, en Chipre (Manizales) y había sobrevivido. Transmití la historia a la esposa, ocultando por supuesto que Filomena era ya una gata adulta, para intentar tranquilizarla. Sin éxito.

–Puede que sobreviva, pero con heridas –creo que repuso ella mientras cruzábamos la cocina.

–Sí. La pobre gata quedó renqueando una pata trasera para siempre –meneé la cabeza.

Como el gato quedara temblando de dolor, ella debió esforzarse para concentrarse en la sesión de lectura.

Mono ha quedado arrastrando la misma pata que Filomena. Pero evoluciona. Hace unas horas ni siquiera la apoyaba.

Dejamos el final del libro para después.

“Ahora es que lo aplaste dormida”, pensé, al dejar a mujer y gatito dormidos en la cama. “Quedaría con seis vidas”, pensé.

“Siempre se usa el cuento ese de las siete vidas en las historias de gatos sobrevivientes”, pensé.

 

Comentarios