Hundiendo teclas

Publicado el Carlos Mario Vallejo

Autores obras y formas con Karol, el hombre que lee en voz alta

Aclamado tanto por su voz como por su manera de cruzar las piernas para sentarse a leer, Karol Martínez chorrea autores y obras como agua un surtidor.

Manizales, julio de 2020. A Karol Martínez se lo puede ver por los alrededores de las avenidas principales de Manizales, libros o revistas bajo la axila a toda hora. Como paseador de perros profesional, a veces va con un ramillete de textos, a veces con uno solitario y cuando se le ve sin libros, sin duda es que va en pos de alguno. Se lo topa uno en las bibliotecas de las universidades, en la del Banco de la República, en la Pública Municipal, en librerías de viejo o escudriñando las bibliotecas de los amigos.

Aquel día le vi actividad en Facebook a las 6 de la mañana y aproveché para citarlo en el Parque de la mujer, con la ilusión de que me regresara Sin remedio, de Antonio Caballero, que había dejado a su cuidado en Bogotá para que releyera “o simplemente para pasearlo por ahí en las calles”, como me dijo. Y así lo hizo, en mi compañía, hace dos años: transportamos el ya de por sí bogotano texto, edición Alfaguara, por las aceras de la séptima a la altura de Chapinero, desde la calle 60 hasta la Universidad Pedagógica. Ahora el ejercicio es menos redundante: el libro sale a pasear en Manizales con su ya, aparentemente, ah, nuevo dueño. Karol me había dejado a cambio La historia del señor Sommer, de Patrick Suskind (edición de Oveja negra), que yo le devolvería a mi vez en el parque.

Pero ningún texto volvió a su propietario. Llevamos en cambio Los suicidas de la palabra él, y yo Don quijote de la Mancha, recientemente adquirido en La Odisea, librería de viejo del centro. Le manifesté mi vergüenza por, a pesar de saberme de memoria hace años el comienzo del libro, apenas haberlo comprado a dos cuadras de los 33 años (en edición de Panamericana, dos tomos, porque no me alcanzó para el de la Real Academia).

Soplar el café con leche, pellizcar el pan y secar el rocío de los asientos ulteriores del parque, más hacia el barrio San Jorge que hacia la avenida Santander.

Karol, con segundo plano de barandales zigzagueantes, verdores y cielo, refirió su interés en un libro de Adalberto Agudelo expuesto en Leo Libros, al cual resté atención aunque concedí en haberlo percibido. Yo le participé que había terminado un nuevo libro de Octavio Escobar (El último diario de Tony Flowers), noticia que él desestimó. Notificó Karol que había devuelto a la biblioteca el libro de la poesía completa del sonetista aguadeño Noel Estrada -“Baudilio Montoya, que es como decir un Bernardo Arias Trujillo quindiano, fue el primer profesor de literatura de Noel”, apuntó- y enseguida reseñó una novela de trama incestuosa del francés  Yvs Simon en la que, parafraseó, la hija le pregunta al padre, a bordo de un tren bala,  “por qué no puedes gozarme si salí de una de tus células”.

El periodista Alejandro Higuita, siempre sardónico, le había reprochado cierta vez a Karol con su picante benevolencia: “nos sos inteligente como parece, sino solo un acumulador de datos literarios”.

En vez de recordarle esto, le advertí a Karol su promesa incumplida de recopilar las columnas de Ojo de miope, la sección de crítica de telenovelas de Higuita en La Patria, a lo cual ejecutó olvidadizo mohín de “ah, verdad que sí”.

Le conté sobre nuevas personas que me habían eliminado de Facebook y las conjeturas correspondientes. De ahí pasé a reivindicar La biblia de neón, la otra novela de John Keneddy Toole, que escribió a los 15 años; dije que debería tener más prensa por ser una obra hermosa, y enseguida puse en igualdad de condiciones a Kennedy, Rabelais y Cervantes, a pesar de no haber leído completamente ni Gargantúa ni Pantagruel y apenas llevar 30 páginas de El Quijote.

–Pero téngase en cuenta que mi primera gran lectura, a las 15 años, fue la novela ejemplar El celoso extremeño –litigué, ante su alzamiento de ceja.

–Ya –repuso Karol, ya imbuido en Los suicidas de la palabra. Vélez Correa, que yo pronosticaba como una suerte de Germán Espinosa manizaleño cumplió 15 años de muerto en febrero.

Carraspeé.

– “La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo”.

Karol adoptó pupilas borgianas, y tal vez pensó lo que Pierre Menard: “el Quijote fue ante todo un libro agradable; ahora es ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor”.

Era la única selección que llevaba hasta el momento, que como suele ocurrir con mis fragmentos de libros, no “reventó de gozo” a Karol, quien pasó a leer, sabedor de mi pasión por ese suicida de la palabra, el aparte que Vélez Correa le dedicó a John Keneddy Toole.

Más por desconocimiento que por deliberación, desatendimos a los otros muertos por mano propia recogidos por Vélez: Mario de Sá Carneiro, Bernardo Arias Trujillo, Alejandra Pizarnik y Rodrigo Acevedo González. Pero sí recordamos la figura del poeta riosuceño Carlos Héctor Tréjos, a cuya obra se había acercado el periodista Felipe Motoa en el fanzine manizaleño que llevábamos en 2010 con una aproximación poética titulada Descreimiento y lírica.

Efectuado el calentamiento literario, llegó el momento estelar para los oyentes de Karol, muy devoto de la prosa ensayística y reseñil. Se zafó el tapabocas y se dirigió, entre otras, a la página 42, en la que Vélez Correa cuenta cómo se enteró, cuando fue a hacer la maestría en Estados Unidos, de la manera en que Keneddy Toole llegó al nombre de Ignatius Reilly para el protagonista de su libro estelar. Naturalmente, siempre he comparado a Ignatius Reilly con Karol, a quien no pocos literatos se refieren como un potencial personaje de libro. Un Ignatius Reilly manizaleño y delgado, con una pisca de Malcolm Lowry, del Meursault de Camus, de Camus mismo, de José Vélez Sáenz, del Bioy Casares presuntuoso.

Leyó él:

“Cuando estuve en Ohio, una amiga mía argentina, Sandra Garavano, me contó que en las residencias de la universidad había conocido a dos amigos, que compartían el mismo apartamento. El uno era, fíjate bien, John Keneddy Toole, quien dictaba unos cursos de verano, comisionado por la universidad donde era profesor. Y su rommate, un alumno de literatura, gordísimo, como tres tallas mías, ahí te lo puedes imaginar. Sucede o resulta que el tal estudiante era de origen latino y se llamaba Ignacio, no Ignatius. Ignacio Rally. Era de padre norteamericano y madre latina. Ya puedes sacar conclusiones nada difíciles. Ignacio fue el modelo de la novela de John y a juzgar por los chismes de Sandra, que a pesar de su arrogancia intelectual de no deja de ser mujer, el profesor y posterior novelista se apropió de ciertos cuadernos que redondeados con el perfil de la persona, pues dieron la atmósfera y toda esa increíble, disparatada y cómica historia de Ignatius J. Reilly. Osea mi queridos amigo que el tal Ignatius J. Reilly existe y está acá en Boulder, Colorado”.

Nos aburrimos. El sol y las cuerdas del cubrebocas empezaron a picar.

­–Quiero ese libro. No lo he podido ver en librerías de viejo. De Roberto Vélez he leído su estudio Literatura de Caldas, Retoños de Piedra y Como barrilete resuelto en flecos.

–Creo que lo vi allí en el ropero de la fundación para el corazón.

–Vamos a ver si sí está –me animé.

Cuando llegamos al ropero rocié a Karol con mi solución de agua con clorox, que no destiñe por la baja concentración, pero él temió la decoloración.

No encontramos Los suicidas de la palabra. En cambio, llevé El barro y el silencio, de Juan David Correa, sobre su experiencia con lo de la tragedia de Armero, que ya va a ajustar 35 años.

Me despedí de repente de Karol, nen parte por temor a que un posible exceso de blanqueador en la mezcla terminara destiñéndole de veras y comenzara a reclamarme y tal vez me enterrara un hacha, sino porque debía devolver una bella edición de Crónicas marcianas (línea Booket de Planeta) al mencionado Higuita, as quien suele melancolizar el que la gente no devuelva libros.

Como fragmento a su imán, una nueva vieja revista de crítica literaria alcanzó el sobaco Karol, quien siguió embelesado espulgando títulos.

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