En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Roa: Bogotazo a todo color

Cine colombiano y adaptaciones literarias: Roa, de Andrés Baiz

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La última adaptación de una novela colombiana al cine (que he visto), es la versión de Andrés Baiz sobre Roa, basada en el libro El crimen del siglo, de Miguel Torres. Al cineasta le han hecho la misma objeción que al novelista: ambos eligieron contar la vida del asesino, y no del caudillo. Lo cual, me parece, es una postura farisea que defiende lo indefendible en literatura y cine: que son las víctimas las que deben ser indemnizadas por la memoria narrativa. Eso es un reclamo crítico empobrecedor que deja de lado los recursos narrativos de un relato por abrazar el maniqueísmo de lo que es políticamente correcto. Son los criminales, los asesinos, los que mueven la historia. Al menos la de Colombia. La europea. La norteamericana. Son nuestras versiones sobre ellos, las que arrojan luces sobre las versiones del pasado y transforman de paso la memoria colectiva. Son los antihéroes, o héroes negativos, los que más pretextos pueden dar a la narración literaria, porque sus contrastes morales atraen y cuestionan al lector.

La película de Baiz pone color a una época que nos parece forzosamente despigmentada. Debemos esta imaginación al registro fotográfico en riguroso blanco y negro de los reporteros gráficos Manuel H. Rodríguez y Sady González que narraron de forma visual el Bogotazo. La Bogotá de Baiz en la película Roa, reconstruye el clima social y sugiere el color de la época a partir de un escenario real ensamblado por fragmentos y rezagos de Bogotá actual (la misma intensión arqueológica de que se vale Libia Estella Gómez para revivir a Bogotá de los cincuentas en El baúl rosado con solo un par de calles y locaciones). No pasa lo mismo con la construcción del personaje Gaitán, que es una propuesta actoral de quien lo encarna. Entre las deficiencias que percibo, la más inverosímil es la diferencia de edad entre el intérprete y el personaje. Lo que falla después, es la impostura gestual en las escenas cotidianas en que Gaitán es visitado por Roa. Sin embargo, este puede ser mi propio prejuicio: el enrarecimiento que percibo en la actuación no coincide con la figura histriónica en plaza pública que se ha construido alrededor de los discursos y fotografías de campaña del caudillo. Roa, en cambio, sí puede ser imaginado libre de modelos, porque no tiene prototipo en la memoria popular. La mejor escena (tendría que serlo, o la película fracasaría) es la secuencia final, la hora del crimen, porque logra arrastrar al espectador no a lo imprevisto y sensacional del magnicidio sino a la tensión de quien asumió el rol y la trampa de matar a Gaitán. Esa aproximación a la atmósfera y a la gente que estaba cerca del edificio Agustín Nieto ese 9 de abril de 1948, se consigue por el punto de vista elegido: los ojos del cazador que sostiene la tensión dramática. El comienzo del linchamiento de un Juan Roa Sierra exonerado del crimen por la ficción mientras la historia lo aplasta, es uno de los momentos que todos los obsesionado con ese crimen hemos querido presenciar de cerca, y la película realiza esa fantasía morbosa en la última secuencia. La imagen digitalizada de Bogotá consumida por las llamas con que la película se cierra, me parece un gran telón de fondo para esta trama que coincide con las reglas de la tragedia.

El acierto del libro en que se basa la película, es el hecho de explorar un vacío histórico: sostener la hipótesis narrativa, en contra de lo que ha sostenido siempre la versión oficial, de que Roa no es el asesino. Eso es lo que da pretexto a la ficción, lo que vuelve novelizable cualquier episodio histórico. Ni el libro, ni la película son trasvase de versiones oficiales. El libro que persigue a Juan Roa Sierra, que va dibujando su vida de desempleado y penurias económicas y derrotas domésticas y supersticiones y lapsus mentales y maquinaciones en la Bogotá de los años 40; ese relato que explora la serie de casualidades que baraja el destino y la interioridad sicológica hipotética hasta mostrarnos a Roa convertido en el chivo expiatorio del magnicidio que detonó los odios de un país ya enardecido por el partidismo y la represión brutal del gobierno Ospina, es una inversión de la interpretación oficial de la realidad colombiana. La novela de Torres abre una grieta en la historia real, y se cierra otra vez en la frontera en que una vida corriente se convierte en arquetipo, símbolo, pretexto histórico; acaba en la frontera de la tergiversación; es pura ficción.

El libro que sirve de fuente a Torres, y por extensión a Baiz, es el informe del cronista Arturo Alape sobre el Bogotazo, donde se desmonta el expediente judicial, las investigaciones extranjeras, las versiones del cronista Felipe González Toledo y las fuentes de la prensa roja que fueron construyendo el andamiaje que necesitaba el país sacrificado para llegar a una explicación necesaria para la Violencia de los años cincuenta: a la versión oficial le conviene sostener que el asesino no está en el propio partido de Gaitán, ni en el régimen conservador, ni en los esbirros beneficiados con la aniquilación del caudillo antes de que tenga el poder, sino en un bogotano pobre de una barriada popular.

La primera adaptación al cine de una novela colombiana es María, basada en el libro de Jorge Isaac (1895). La versión cinematográfica, se perdió de camino. Hoy solo se conservan fotogramas. Mayolo y Luis Ospina narraron la adaptación en el documental En busca de María, donde rescatan los únicos fragmentos que perduraron y las voces de los protagonistas que se metieron en la proeza de llevar al cine esa novela romántica y mortal. La traigo a colación, para formular esta pregunta: ¿en qué cambió la escritura de los autores colombianos a lo largo del siglo XX?

Esa idea de que la ficción era un espejo de la realidad, se volvió una regla literaria, mientras cada generación fue constatando que el acontecer nacional era una acumulación de atrocidades. La novela colombiana que inicia el siglo XX, María, la escribe un hijo de terratenientes y se convierte en una forma de exotizar el enigma natural del territorio inexplorado, una novela que magnifica el origen de clase, que reivindica la idiosincrasia y da forma de leyenda a los pioneros, pero elude la guerra civil que es la marca de su época; su realismo está exaltado por los ideales del amor y la belleza moral y el idilio terrateniente. Las novelas que inauguran el siglo XXI parecen escritas por cronistas metafísicos. ¿Qué es lo importante para el relato? ¿Qué es lo que debe ser narrado? Literatura y cine en Colombia están tomados por el mismo contagio hoy: la violencia. Acaso porque en la realidad está el alimento de nuestra ficción.

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