En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Porfirio

 

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El pueblo se enfría de la noche al amanecer y numerosas iglesias vigilan los callejones y las costumbres desde hace siglos. Cuando corren rumores de que los jóvenes están en riesgo de caer en las drogas, regresan los asesinatos selectivos de quince años atrás. En el templo principal, el cuadro de Santa Laura (quien quemaba la lengua a los indígenas embera para que no cometieran el sacrilegio de hablar el idioma originario «idomadeldiablo») le regresa la mirada al beato Marianito quien hizo reverdecer un tronco para hacer converso a un pecador. No hay casa natal del poeta, pero sí aquella extraña urna con sus cenizas al interior de un fénix de Rodrigo Arenas Betancourt que baila en la plaza principal.

Hay esculturas de osos juguetones y ciudadanos ilustres inmortalizados en mármol por emprendimientos empresariales en otras plazas y parques. El único museo del pueblo es la casa de habitación de monseñor Builes, a quien la gente llama Miguel Angel como si fuera un pariente. El nombre femenino más común es Mary Luz, que significa Luz de María en ese idioma imaginario de los crédulos. Las casas antiguas de tapia retroceden ante el ladrillo colorado. El pueblo está rodeado de potreros que surten de leche a la fábrica pasteurizadora de productos lácteos. Cuando los habitantes quieren pasear van a Entreríos, un pueblo a menor altura con tierra caliente, o a Medellín, que está a dos horas por carretera.

Hay una casa que lo conmemora (otra, la natalicia, está en el corregimiento de Hoyo Rico). Para esta usaron las puertas y ventanas y algunos muros originales que había en la esquina del pueblo. La casa hace parte de un  colegio. Hay una efigie y una estela conmemorativa en la entrada. Otro pueblo se disputaba el honor de su nacimiento, Angostura, pero sólo lo testificó con un partida de confirmación. En cambio en Santa Rosa de Osos está la partida de bautizo. El poeta nació en ese pueblo debido a que su madre, maestra de escuela, fue trasladada allí, aunque después se crió en el Angostura con los abuelos. Desde los barrotes de la verja, intento descifrar lo que dice la leyenda. Se trata de La canción de la vida profunda.

Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

El vecino de enfrente tiene un anticuario. Abre de par en par la puerta para enseñar la colección donde destaca el garbo de su perro nuevo. Le pregunto por la familia de Miguel Angel Osorio. Él añade el otro apellido: «Benítez». Dice que le parecía que quedaba un Benítez que vive en México y que hace muchos años fue al pueblo para la inauguración del museo del poeta (el museo, hecho por Rafael Leusé, con las cosas que había en la antigua casa que eran cosas que podían encontrarse en cualquier otra casa, como esas que él vende en museo de antigüedades: peltre, maletas, sagrados corazones, fotos, escopetas) pero ese Benítez, dice, no volvió más.

Me dicen que el colegio llevó por nombre el seudónimo del poeta por algún tiempo, como si fuera un discreto homenaje al autor díscolo de la novela Virginia cuya edición fue secuestrada por inmoral. Había también una vereda con el mismo seudónimo, pero los colegios públicos fueron unificados con nuevos nombres y entonces dejó de llamarse Barba Jacob y pasó a llamarse Marco Tobón Mejía, en homenaje al artista y escultor  amigo de Barba Jacob y de Rodin y fabricante de monumentos decorativos. En un muro de otra calle está una de las frases ambiguas de Tobón Mejía: “con un lápiz se conquista la gloria” y muy cerca de allí su gloria fácil tiene un busto acompañado por un león estilo neoclasicista que es uno de los mejores miradores del pueblo.

Hay dos cementerios, una escuela normal, un colegio privado de monjas y un seminario. Hasta los grafitis dan testimonio de la fe que allí se respira: “Yo sé que estás ahí mirándome”, y todo sugiere que se trata de la mirada escrutadora de Dios.

Hay un bar llamado Bucosqui, y en el baño del bar hay copias de algunas fotos del poeta y han tapizado la pared con fragmentos de clasificados de periódico y de un libro desojado, han pegado fotos borrosas de cuerpos de niños desnudos y hay caricaturas de Bukowski vomitando.

Una de aquellas fotos era la última que se le tomó al poeta Barba Jacob ya tuberculoso. La observé un rato descifrando el discreto homenaje y recordé que una noche en Ciudad de México, mientras intentaba hacer la foto del edificio donde murió el poeta tuberculoso, en la inopia y sin santos óleos, una mujer vestida de negro me vio con la cámara y dijo que era mí al que andaba buscando: ella quería que le hiciera unas fotos. Se ubicó en esa alameda paralela al claustro de Sor Juana Inés de la Cruz y empezó a desnudarse.  Yo obturaba, un poco perturbado, y por eso todas las fotos quedaron movidas, pero tuve la impresión de que era él, el poeta díscolo, de Santa Rosa de Osos, jugándome una broma a través de su emisaria: La dama de los cabellos ardientes.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día… un día… un día…
en que levamos anclas para jamás volver…
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!

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