En contra

Publicado el Daniel Ferreira

Los últimos sueños de las personas

Obituario
DSC00096

Eras como un árbol antiguo, sabio y reverdecido y de maderas inútiles, como un álamo chino. Por eso no te talaban. Por eso pudiste crecer y florecer muchos veranos y dar sombra a las personas que se avanzaban por el camino. Tu carácter quedó diseminado en los gestos de los demás. El escepticismo era tu cualidad constante. El humor negro, tu defensa. Pero adentro de ese cascarón de defensa contra la adversidad, eras la dulzura misma. Y estabas lleno de ilusiones y esperanzas por hacer de la vida un festejo constante y de tu lugar en el mundo un sitio mejor: un lugar donde floreciera el arte y hubiera la posibilidad de amarse de mil formas sin sentirse culpable.

La rebeldía, los signos de tu rebeldía, se manifestaban en el modo que tenías de hacer las cosas. Había cosas más importantes que otras simplemente porque eran importantes para siempre. La poesía, la amistad y el ocio creativo eran más importantes que el trabajo, el estatus y las seducciones del materialismo. El hecho de haber sufrido una discapacidad física que marcó tu infancia, agudizó el valor que le diste a cultivar el intelecto. No tenías la culpa de los escupitajos de otros niños. Pero ellos sí tuvieron la culpa de no saber poner una coma en un párrafo. Aumentaste tus curiosidades para aumentar tus conocimientos. Descubriste el dominio de la palabra, para así equilibrar las aparentes limitaciones que te recriminaban con pruebas de talento. Con las palabras lograste ir hacia aquello que te gustaba más en el mundo: el diálogo inteligente, mayéutico (mamagayéutico, como decías) la narración oral, la poesía, la literatura. Tu gran don fue ese: la palabra. En ese don residía tu poder para enfrentar las vicisitudes de la vida y ejercer influencia y convertirte en un referente para las personas que tuvimos la suerte de conocerte. De niño no podías destacarte en juegos ni en actividades físicas porque te golpeaban o te humillaban, pero de adolescente eras el primero en ser llamado a dictar un discurso, o abrir una jornada cultural declamando poesía. Entonces fuiste el primero por encima de los demás condiscípulos. Fuiste un romántico de pluma en el sombrero, capaz de envenenarte en el colegio por conquistar el amor de una compañera que se ufanaba de su belleza efímera. En tu único viaje iniciático, cuando intentabas desarraigarte de la villa por vivir una aventura adolescente en una ciudad junto al mar, fue la sensación de absoluta soledad expresada en el acto de emborracharte a solas en una trastienda lo que te hizo reflexionar en que era mejor ser un bohemio acompañado que un bohemio desnaturalizado, porque la vida y el vino eran un pretexto para compartir con los demás, así que abandonaste Barranquilla y regresaste a tu pueblo convertido ya de adolescente en adulto para no volverte a marchar. Preferías los lobos solitarios, los esteparios, a las recuas. Buscabas a la gente sensible, a la que mejor sabía contar historias, y reír, porque el buen humor era indicio de inteligencia. Rehuías de los vientres adiposos, del trueque de sangre por sudor. Buscabas la igualdad, el respeto entre pares intelectuales. Entonces fundaste un clan de poetas con miembros de la generación subsiguiente a aquella en la que habías tenido que nacer y de cuyos valores puramente materiales te sentías disidente. Uno tiene la edad que quiere, decías, la edad de la mujer que ama, decías, la edad de los amigos. Amabas la belleza en todas sus advocaciones. La belleza como una señal de la agudeza de dios que para enseñarnos a creer en lo que no ha sido revelado nos seducía con puestas de sol, pieles doradas y ropa interior con olor a granadillas. Fuiste un maestro del uso de la memoria en el grupo de teatro experimental, fuiste un cronista de radio que buscaba a la mejor de las gentes por los pueblos de la región inhóspita para conocer sus vidas, fuiste un agricultor comprometido con la ecología, la autosuficiencia alimentaria y la consolidación de un territorio. Fuiste un folclorista que investigaba sobre la formación de las costumbres e identidades propias de la gente feroz de estas tierras ardientes. Eras melómano, coplero y aficionado a descubrir el origen olvidado de las palabras castizas. Eras aficionado a la recopilación de datos curiosos y vergonzantes de la historia local. Lector voraz de temporadas, leías según el estado de ánimo que envolviera tu espíritu. Tus autores favoritos cambiaban según la época, pero Günter Grass, Antonio Machado, Neruda y Gómez Jattin, entre los menos feroces, fueron los que mejor te acompañaron en el tiempo que pasó tu vida. Fuiste obrero sastre y titiritero, en la época más turbulenta de tu vida sentimental. Orientador de vocaciones desorientadas y profesor de literatura infantil en tiempos mejores. Jornalero y cabrero en una temporada de malas rachas económicas. Nunca perdiste la esperanza de ver a tus dos hijos crecer y convertirse en hombres sensibles, amantes del conocimiento, ajenos a la lucha de todos contra todos. Nunca dejaste de leer ni de enviar cartas de amor a tus amistades de todos los sexos. Tenías un modelo interiorizado de ética que te abstenía de cualquier participación política en un medio donde las decisiones de los políticos eran prácticamente un escupitajo hacia el electorado. Por eso el reconocimiento de tus colegas y allegados y de todos aquellos que asistieron a tus funerales de Dionisos, lo ganaste con gestos propios, desinteresados y generosos, no con ayuda de la adulación. La sabiduría no es propiedad de nadie, decías. Tú entregabas la que te dio la vida sin pedir a cambio nada.

Regresaste al más allá, o mejor: no envejeciste después de los 48 años. Para ir a despedirte, había que recorrer de nuevo el camino de la Yé. Un gran pretexto, que le hace honor a esa forma de hacer todo según la dirección contraria. En un pueblo montañoso donde el horizonte se esconde pronto debido a la densidad de los árboles, llegar a ese cerro es llegar a la luz del sol y el calor de iguanas del Magdalena y ver la vastedad de los miradores imprevistos, las mesetas donde madura el cacao, las carreteras imposibles de tierra y piedra suelta que han hecho el carácter agridulce de la gente de la región. El mirador de la escuela de El Cerro era tu lugar favorito, según me habías dicho en varias oportunidades, mientras leíamos poesía y bebíamos vino en aquel kiosko que se está derrumbando ahora como tus penas que a la larga fueron etéreas. Allí habías estudiado de niño. Tus últimos sueños ocurrían en aquella escuela.

-¿Qué sueñas?

-¿Ahora que estoy enfermo? Sueño que estoy en la escuela, estudiando. Es un sueño frecuente.

Había otro sueño frecuente en esos, tus últimos días, dijiste. Soñabas con un amigo que vivía en el mismo pueblo, pero a quien no lograbas nunca ver. Como si caminaran por la misma calle, pero a distinta hora, como si llegaras a la misma tienda justo cuando el otro ya había partido. Soñabas que ibas a esa casa de tu amigo y golpeabas a su puerta, pero el otro no te abría. Una fuerza invisible los separaba. Un sueño de espejos. Un sueño insistente que quizá indicaba el muro de cristal de las amistades interrumpidas, los hilos de las distancias o las fuerzas invisibles que se interpusieron, o interpusiste, entre tu vida y el resto del mundo y que cortaste también de un tajo.

Ahora ya conoces el gran misterio, amigo. Todos somos héroes, porque debemos pasar por la muerte.

Comentarios