Una mujer de cuarenta años dedica los cuidados a un perro. El perro marca las rutinas de la vida cotidiana en la mujer. Ella trabaja en lo innecesario (es empleada doméstica, aunque recibe rentas por el dinero de una mina de sal que obtuvo de una herencia familiar), y reparte las horas que le quedan entre el cuidado al perro y una rutina que la narración deja en la sombra. Un día llega a su espacio un niño de la calle. La idea de haberlo atraído a su vida por la filtración del pensamiento la lleva a desarrollar una atención especial de preferencia y singularización por ese niño.
Parecería que el niño la contamina de ideas nuevas al individualizarlo, es decir al rescatarlo de un destino callejero ineludible y al preferirlo sobre otros niños de la calle que se encuentra día tras días en la puerta del supermercado. Al romper la cotidianidad de la vida de esta mujer, la presencia del niño la obliga a abandonar el trabajo innecesario y acoger lo necesario, la lleva a desarrollar lo que para ella es la conducta natural de la protección, el efecto funcional de la maternidad.
Es curiosa esa manera de plantear la asociación entre dueño-animal que se extiende ahora a la presencia de un niño. «La relación íntima entre los animales y sus dueños, la domesticación de criaturas que se han convertido en compañeros, así como en fuentes de alimentación, ha creado con el tiempo un vínculo contradictorio: la crianza, la cura y, por último, la matanza». dice Alessandra Sanguinetti en un especial de seres domésticos en la revista Luna Córnea. Las contradicciones en este caso no se dan con el animal sino con la presencia del niño, porque sutilmente la mujer empieza a plantearse preguntas que encubren un rito de maternidad desconocida.
Laura re-abandona al niño, Fidel, protegido por varios meses en un centro estatal de cuidado infantil donde será ofrecido en adopción y luego tratará de recuperarlo de ese segundo abandono. Entonces el carácter del niño habrá mudado con respecto a la que parecía ser antes su benefactora. La pregunta por la maternidad y sus rituales se cristaliza entonces en disyuntivas morales: ¿Qué es ser madre? ¿Procrear? ¿Cuidar? ¿Proteger? ¿Quién brinda ese respaldo se constituye en madre?
En las deducciones de la mujer ante los cambios de temperamento del niño se va haciendo cada vez más improbable una relación madre-hijo. El niño se hace esquivo a los avances simbólicos del proteccionismo. Hay algo que hace anómala la narración: la falta de interacción con otros personajes hace inverificable la materialidad del niño. El efecto de esta distorsión narrativa proviene del estilo directo y el cuestionamiento constante del razonamiento de la protagonista. El efecto de la narración parecería convertir la presencia del niño en una proyección mental de la mujer, en un invento, o en una hipótesis que podría expresarse así: “¿qué haría yo, mujer sin hijos, si en mi vida apareciera un niño?”. Que la mujer dialogue y conviva con un niño imaginario y que el lector nunca pueda verificar si es real en el plano verosímil del relato, hace que la narración se enrarezca y enriquezca sus significados.
El medio en que está inmersa Laura y el niño renombrado Fidel por ella misma, es el de las desigualdades sociales. El entorno, el consumo capitalista de la clase media-alta en la vida moderna bogotana. Esto se advierte por la inclinación narrativa a crear inventarios de consumo y espacios habituales de marcas comerciales reconocibles. Estas huellas crean conexiones con zonas urbanas y prácticas sociales. La inserción de discursos callejeros y el informe del instituto de adopciones hace poroso el estilo directo. Sitúa al narrador en una perspectiva notarial que certifica y descertifica la narración, provoca un tono irónico y distanciado y cuestiona el nivel de realidad de la historia.
Los límites entre vivencia y alucinación se difuminan en Los niños, lo que crea una atmósfera de narración siniestra o propia del gótico que da un giro del realismo a lo sobrenatural y que supondría que la historia es producto de una alucinación de la protagonista.
Es inquietante el tono y el efecto en esta novela de Carolina Sanín. El catálogo de personajes anómalos que había ofrecido en Ponqué y otros relatos toma vuelo y desarrolla aquí una ruptura de arquetipos con un personaje sólido: Laura.
La historia plantea contradicciones en la conducta de todos: los funcionarios del estado, los imaginarios construidos de la maternidad, la necesidad de ataduras entre los seres, las rutinas burguesas, el análisis paranoico mental, la disociación entre relaciones humanas y soledad. El trasfondo clasista de la unión de dos extremos sociales y culturales por un puente arbitrario es acaso lo menos inqietante del lugar de enunciación del relato.
Hay mujeres sin hijos que empiezan a cuidar animales a determinada edad. Tal vez la motivación directa de esa conducta parezca una respuesta simbólica a la improbabilidad de tenerlos ya. El animal ata a la vida cotidiana. El efecto es el sustituto de una maternidad imaginaria que se queda siempre en la etapa infantil del desarrollo. Pero todo esto es especulación. ¿Notamos acaso la evolución de un perro, de un gato cuando todos queremos que se comporten para siempre como nuestros cachorros, es decir que infantilicen el ambiente en el cual vivimos? Quizá haya una respuesta en la relación extorsiva del humano nómada con el animal de compañía. La relación del cazador y sus perros es distinta a la que se establece entre el sedentario de una ciudad y los animales domésticos. En el segundo caso los animales aparecen como sustitución del afecto. En el primero, son solo una extensión de la letalidad del cuerpo. Unos se reúnen con otros en el mutualismo de la lucha por la vida, otros se reúnen apenas para eludir la soledad. La presencia del niño en la vida de esa mujer tiene la misma función de un animal doméstico. Entre estar sola y ser sola, Laura elige el tercer camino: domesticar otros seres. La relación que desarrolla Laura con respecto a Fidel se vuelve Pavloviana; más que conducta maternal improvisada, es una suerte de proyección estímulo-respuesta basada en la relación humano-animal que ya conoce con su perro, y donde el niño no reacciona de la manera que ella espera ante el estímulo que prodiga como madre putativa (obsequios, cuidados, atenciones, educación). ¿No es eso conductismo? Sin embargo hay en la narración un trasfondo más inquietante que la relación entre los personajes: la rebeldía del niño. ¿Proviene del rencor por el abandono o de su independencia intelectual? La transformación imprevisible en rebeldía o en odio por quien te protege es una muestra inicial de autonomía que se opone a todo conductismo.