Saramago
Las intermitencias de la muerte de Saramago invierten la fórmula, cualquiera preconcebida por la literatura, y te desmoronan: el inicio es imprevisible, simplemente la gente deja de morirse un día. Empiezo a leer con desconfianza, porque esa idea lo desafía todo. Leo y discuto sus frases encadenadas. No puedo creer en un pretexto tan trivial para narrar: imaginar el imposible de una ley natural, usar algo Contranatura y conseguir algo realista. Hay que soportar y acomodar el logos que te dice que simplemente no puedes admitir que la gente deje de morirse, y para aceptar ello hay que pensar en una alegoría. Al comienzo me negaba a aceptar la historia, hasta el tercer capítulo cuando las aseguradoras de vida encuentran una fórmula con el gobierno para reinventarse una muerte simbólica, pagar la deuda a los cotizantes y amortizar las pérdidas de la empresa con subsidios del estado. Entonces imaginé cuál era la metáfora de la muerte en este libro. Aquí la muerte es el capital. La acumulación del capital. Cuando el dinero produce dinero, cuando ya el capital no requiere fuerza de trabajo, entonces todos somos prescindibles. La muerte es el capital. El miedo de la década anterior a un nuevo Crack era como el terror de esta novela a no morirse. Eso provoca efectos en cadena sobre todos los aspectos de la vida social. Pero Saramago desmonta el terror pánico y lo convierte en acciones concretas de las leyes del relato: el miedo a quedar para siempre lisiado o enfermo, o peor: para siempre quedar sano, sin tener un pretexto para eludir el paréntesis y suicidarse; o traza el desmoronamiento de la credibilidad de la iglesia católica al romperse uno de los dogmas de su fe: la promesa de la resurrección. Es curioso que sea una novela sin sujeto, o el sujeto es un sujeto colectivo, que va saltando de cabeza a cabeza, que no se puede individualizar. ¿Podrá una novela sin sujeto sobrevivir al tiempo?