Lo de Doña Josefa sí que sería un golpe literal de independencia. A ella le bastó con dar un par de taconazos, o un zapateo, algunos sugieren que unos golpecitos en la pared, pero, como fuera, a la Corregidora le sería suficiente con haber dado la señal de aviso que desataría el inicio de la independencia de su país, y por lo que se le recordará como La madre de la patria mexicana. Sucedía que para 1808, luego de los embates napoleónicos, el debilitamiento de los españoles era notable, y sus dominios en el continente americano comenzaban a tambalear. Los criollos estaban cansados de ser tratados por el régimen colonial como ciudadanos de segunda, lo que dio motivo al inicio de discusiones políticas que poco a poco irían tornándose en grupos y asociaciones independentistas. Doña Josefa, criolla, y que simpatizaba con los ideales separatistas, destinó un espacio en su propia casa para que se celebraran dichas tertulias, e incluso acabaría convenciendo a su esposo, nada menos que el corregidor, Miguel Domínguez, para que le acompañara a los debates en los que se ponía en jaque su oficio y las vidas de ambos. Entre la espada y la pared, teniendo que cumplir a sus funciones de corregidor, al tiempo que tenía por esposa a una agitadora, independentista y revoltosa, el corregidor acompañaba a su mujer limitándose a escuchar sin musitar palabra. Para 1810 Doña Josefa conoció al sacerdote Miguel Hidalgo y Costilla y al capitán Ignacio Allende, con quienes comenzaría a tramar un golpe contundente contra las fuerzas españolas, en lo que se conocería después como “La conspiración de Querétaro”, y que culminaría luego de once años con la anhelada independencia del país azteca. Los conspiradores habían convenido en que si un día se presentaba alguna emergencia, la Corregidora advertiría de la situación y alarmaría a su vecino, ubicado en la planta baja, y el código serían tres puntapiés que se escucharían impactando contra el suelo. Y así ocurrió el día en que el complot para levantarse contra los españoles fue descubierto por un traidor, quien alertó a las autoridades del virreinato para que estas emprendieran un cateo en búsqueda de las armas que ocultaban los insurgentes que pretendían sublevarse. Al comienzo se delató a dos hermanos que escondían armas y pólvora, y se le encomendó nada menos que al corregidor para que fuera él quien inspeccionara casa por casa tratando encontrar a los conspiradores. Fue así como Miguel encerró a su mujer en un cuarto para que nadie pudiera encontrarla, y sería desde allí donde Doña Josefa diera ese taconeo en clave que alertaba sobre el inminente peligro de una captura. El vecino se enteró de que habían sido descubiertos y tuvo tiempo para trasladar las armas, además de llevar una misiva que la misma Doña Josefa redactaría valiéndose de letras extraídas de los periódicos para evitar que identificaran su caligrafía, y con la que pretendía advertir al capitán Ignacio Allende para que tomara medidas en el asunto. El vecino no pudo encontrar al capitán en la región de San Miguel, por lo que se desplazó a Guanajuato, al pueblo de Dolores, donde entonces pudo notificar al cura Hidalgo y Costilla de que la conspiración había sido descubierta. El párroco congregó en una misa a los aldeanos, indígenas y gente de condición humilde, que no vaciló en obedecer a la enardecida proclama del cura, quien llamó al pueblo a levantarse en armas en un discurso que se conocería más tarde como El grito de dolores, y tras el cual se daría inicio a una larga lucha que finalizaría por fin en 1921 con la independencia del país. María Josefa Crescencia Ortiz Téllez-Girón, conocida entonces como “La Corregidora de Querétaro”, era una morisca (hija de mulato y de española), nacida en Valladolid, hoy Morelia, Michoacán. Su padre, José, fue un capitán de los ejércitos de Los Morados que moriría en batalla cuando Josefa era apenas una niña, y así también su madre, la noble española Manuela Téllez-Girón y Calderón, quedando la niña huérfana y al cuidado de su hermana mayor, María Sotero. Sería ésta quien se preocuparía por brindarle a su hermana una buena educación, por lo que la apoyaría haciendo llegar una carta escrita por el puño de la misma Josefa, pidiendo ser admitida para ocupar un puesto académico y estudiar en el colegio San Ignacio de Loyola, específicamente en el anexo femenino conocido como el Colegio de las Vizcaínas, ubicado en la capital. En la escuela enseñaban a las señoritas las tareas típicas que encasillaban a la mujer: costura, cocina, cuidados del hogar. Sin embargo Josefa se mostraba más interesada por las matemáticas y la lectura, siendo esto una extrañeza para una mujer de su época. Sucedió un día que el colegio ofreció una gala para homenajear a ciertos funcionarios, entre los cuales se encontraba Miguel Domínguez, quien había perdido a su esposa y quien tenía dos hijas, y que vio en la joven Josefa a una prometedora compañera a la que no vaciló en conquistar. La relación comenzó de manera clandestina, y luego de tener una hija y quedar nuevamente embarazada, Josefa y Miguel decidieron formalizar su relación, y en 1791 contrajeron matrimonio en el Sagrario Metropolitano de la Ciudad de México. Para ese entonces ella tenía 19 años y él 37. En 1802 Miguel fue designado por el virrey de Nueva España para que sirviera como corregidor de Querétaro, y Doña Josefa se dedicaría a la crianza de los hijos de su marido, y a la de los doce hijos que la pareja tendría a lo largo de una relación que terminó en 1830 con la muerte del esposo. Pero luego vendría la Josefa Ortiz revolucionaria y valiente que pasaría a la historia. “Tantos soldados para custodiar a una pobre mujer, pero yo con mi sangre les formaré un patrimonio a mis hijos”, diría después de haber sido detenida el mismo día de El grito de dolores, cuando la pareja de conspiradores fuera delatada y ambos fueran apresados de inmediato. A Doña Josefa la encarcelaron en el convento de Santa Clara, mientras que su marido fue llevado al de Santa Cruz, ambos situados en Querétaro. Miguel lograría su libertad luego de haber recibido un apoyo popular, y en adelante continúo una oposición directa al virreinato, además de servir como abogado defensor de su mujer. En 1814 Doña Josefa sería traslada al convento de Santa Teresa, ubicado en la capital, y más adelante, luego de haber quedado embarazada, sería llevada al convento de Santa Catalina de Siena, donde pasaría sus últimos años de cautiverio. Finalmente, luego de tres años de presidio en el convento, Doña Josefa sería puesta en libertad, y al día siguiente la enardecida Corregidora ya estaría de nuevo en el frente de batalla, haciendo tareas de proselitismo y propaganda y anexionando a la causa a cualquiera que estuviera descontento con el imperante régimen español. Doña Josefa fue varias veces homenajeada con títulos y condecoraciones que supo rechazar, como aquel que el autoproclamado emperador de México, Agustín Iturbide, quiso rendirle en un intento por otorgarle el mérito de Dama de Honor de su esposa, Ana Duarte de Iturbide, y a lo cual la Corregidora declinaría, ya que desde siempre se mostraría contradictoria del Imperio y este homenaje más parecía una ofensa. Sería así como se afiliaría al movimiento radical de las logias yorkinas, y aunque la situación económica de la familia estuviera pasando por las peores, la pareja se empeñó siempre en mantener a sus hijos, así como a su causa. El virrey Juan Ruiz de Apocada, el mismo que para 1817 intercedió para la liberación de Doña Josefa, también se las arreglaría para que el gobierno pagara un sueldo por los servicios prestados al distinguido corregidor Miguel Domínguez. Doña Josefa se negó a recibir lisonjas y halagos; lo de ella fue dar el aviso de alerta sin el cual no hubiera podido llegar a buen puerto la lucha por la independencia, y saberse poseedora de este mérito le sería más que suficiente para cumplir, según lo expresó, con su “deber patriótico.” Murió a los 61 años de edad debido a una pleuresía, y sus restos fueron enterrados en el convento de Santa Catalina de Siena, para luego ser trasladados a su ciudad de Santiago de Querétaro, donde ahora descansan junto a los de su esposo en un mausoleo dedicado al Panteón de Queretanos Ilustres. Heroína de los mexicanos, a la llamada Benemérita de la Patria y Fundadora de México se le recuerda en letras de oro que están inscritas en el Muro de Honor del Palacio Legislativo de San Lázaro, así también como en el Monumento a la Independencia, y su efigie ha sido empleada varias veces para acuñar billetes y monedas en distintas épocas. Dos estatuas representativas la recuerdan: una ubicada en la Plaza de Santo Domingo en la Ciudad de México, y la otra en la Plaza Corregidora, en Santiago de Querétaro, donde el estadio de fútbol también fue bautizado con su nombre. Varias calles, escuelas y hospitales han sido bautizados a lo largo y ancho del país azteca con el apodo con el que sería conocida Doña Josefa Ortiz de Domínguez, la que llegó para corregir, la conocida Corregidora.