El último pasillo

Publicado el laurgar

Croniquita futbolera

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¿Qué es lo peor para alguien a quien no le gusta el fútbol? Pues que el fútbol lo siga a todas partes. De niña, en mi casa, la pasión futbolera no la vivían los hombres (el hombre más bien: mi abuelo) sino las mujeres. A mi abuela no había poder humano que la levantara de su silla a la hora del partido y mi abuelo, que no podía vivir despegado de ella, se sentaba también en su sillón pero caía dormido a los cinco minutos, aunque poco le duraba el sueño porque diez minutos después lo despertaban los gritos de mi abuela: que un penal, que el árbitro, que el arquero, que el mediocampista, que el volante…

De un tiempo acá pienso que del fútbol nadie escapa. Todos recordamos al menos un partido, al menos un triunfo importante de un equipo local o del equipo nacional y a aquellos que lograron hacer los goles, los pases, las jugadas y que llegaron a ser investidos alguna vez de gloria heroica. Yo he visto, completo, sólo un partido: el recontra famoso Colombia 5, Argentina 0, que me ha sido muy útil para sacarme de encima a uno que otro argentino engreído de esos que hay por ahí. Y diré que lo único que me gusta del fútbol son los cuentos de Fontanarrosa y los artículos y crónicas de Daniel Samper Pizano, aunque también me iba gustando mucho “Dios es redondo” de Juan Villoro, pero perdí mi ejemplar sin terminarlo.

Insisto, del fútbol nadie escapa. Fíjense ustedes la ironías de la vida: de todo el tiempo que llevo viviendo en Santiago sólo me he mudado dos veces y ambos departamentos son aledaños al Estadio Nacional. Desde mi ventana he visto pasar el bus de muchas selecciones que vienen a competir con la chilena. Me siento una noche cualquiera, despliego mi computador y, como conjuro, comienzan a llegar los gritos de los hinchas furibundos, nítidos, como si estuviera en medio del estadio. Cuando el partido no es internacional, sino nacional, la cosa se transforma en un operativo de escape y es tanta la costumbre que no me queda más que reír.

La idea es la siguiente: unas dos horas antes del partido ir corriendo a la parada, tomar el bus, cruzar los dedos para que no estén desviando el tránsito, o para que Avenida Grecia (la avenida que circunda el estadio) no esté con mucho taco. Cuando llego al edificio el conserje está esperándonos a todas, las que trabajamos, las universitarias, las colegialas, para facilitarnos la apertura de la puerta de entrada y todo(a)s corriendo para la casa. Es que, a pesar de los carabineros (policía), los muchachos se enfrentan a botellazos, sobre todo si por alguna razón del destino o la voluntad de los dioses futboleros, se cruzan en la misma acera, por ejemplo, una barra de “colocolinos” con una de “chunchos” y ambos se odian a muerte. No, no estoy hablando un idioma extraño: “colocolinos” es igual a hinchas del “Colo Colo” y “chunchos” es igual a hinchas de la “Universidad de Chile” (mi mamá, por ejemplo). ¿Qué por qué les huyo con tanto ahínco? Porque ya pasé mi mal rato recién llegada y no me interesa repetir la experiencia.

El fútbol, más que “una pasión”, es un desahogo popular disfrazado de deporte. Un fanatismo más como el religioso o el político, que a veces es divertido, pero a veces no tanto. Y todos de alguna forma, querámoslo o no, estamos atravesados por él. Yo preferiría no recordar todos los mundiales que recuerdo, me gustaría más ocupar ese espacio de mi memoria en otros detalles, qué se yo, un poema de Quevedo, un capítulo de El Quijote, y sin embargo, los niños de mi generación jugamos todos a hacer “el alacrán”, porque todos fuimos testigos de aquel memorable instante en que Higuita se contorsionó para tapar un gol de una forma riesgosa, pero exitosa.

¿Qué el fútbol no se mete por todos lados? Ya quisiera que no, pero es incontrolable, el otro día saludé a las apuradas a la Ale y le dije: “todo bien”. “Sí, todo bien, como el Pibe”, me dijo ella.

A mi me gustaría, por ejemplo, tropezarme en el supermercado, las grandes tiendas, el mall, con, no sé, Nicanor Parra (con la suertecita que tuvo mi querido vecino de blog cuando estuvo de visita por estas tierras), o con Ohran Pamuk que, en un caso hipotético, está repentinamente de visita en Chile. Pero no: yo tropiezo en el supermercado más cercano a mi casa, siempre, invariablemente, con Marcelo Salas, emblemático jugador de la U. de Chile, o con Iván Zamorano, emblemático jugador del Colo Colo, o con Forlán… Y una vez, y no es broma, de narices y por accidente con Faustino Asprilla.

Desde hace un mes que el “Pibe” Valderrama me sigue a donde voy. Está en todas las paradas de Transantiago y en el metro. También en las enormes vallas que rodean las autopistas y carreteras que conducen fuera de Santiago. Con su pelo arrebolado y una pose de ganador. Lo que sucede es que junto con otro dos futbolistas, el “Pibe”, es rostro de un famoso proveedor de servicios de televisión satelital. Confieso que me llevé una impresión fuerte cuando lo vi. Hace años que no leo las noticias deportivas colombianas, que no me intereso por esos nombres tan familiares de épocas pasadas no mejores, pero sí más futboleras: “Pibe”, “Tino”, “Tren”, “Rincón”, pero cuando me choqué (porque soy una distraída) por primera vez con el cartel del “Pibe”, algo me conmovió.

Y si no me gusta el fútbol ¿yo qué diablos ando conmoviéndome con un cartel del “Pibe”?  Decidí entonces echar un vistazo a los videos del 5-0 y de otros partidos de hace más de quince años y a mi llegaron, nítidos, los gritos de mi abuela, que fueran por lo que fueran, una buena o mala jugada, eran gritos de felicidad. ¡Ahí estaba! El tiempo pasa y hace estragos en una memoria y a veces se comporta mezquino y deja sólo los recuerdos feos, pero a veces se comporta benévolo y en algo que uno detesta puede dibujar una sonrisa, una bulla, o un abuelo dormido que se despierta abruptamente, mira a la tele y dice: “¿qué fue? ¿un gol?”.

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