Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

Los objetos que completan a todo recuerdo


A Diana María… este museo

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El museo de la inocencia. Orhan Pamuk. Mondadori. Bogotá, 2010. 648 páginas.

En uno de los epígrafes que abren la novela de Orhan Pamuk, El Museo de la inocencia, el autor ha querido revelar, a través de un texto del ensayista y narrador también turco Ahmet Hamdi Tanpinar, el índice que conducirá cada una de las páginas de esta ‘historia de amor’ hacia el patetismo inocente propio de la memoria reencontrada que -más que acudir a los lugares comunes que a menudo hacen de este tema un eterno llover sobre mojado- convierten lo romántico en el parapeto de otra historia, la que se lee entrelineas, la cotidianeidad bañada de ironía, de partidas irrevocables, de fragmentos:

«Primero contemplé en el tocador las pequeñas alhajas, las lociones y los útiles de aseo que usaba. Los cogí y los miré. Le di vueltas y revueltas en la mano a su diminuto reloj. Luego miré el ropero.Toda aquella ropa y aquellos accesorios, apilados unos sobre otros. Los objetos que completan a toda mujer me produjeron una soledad y un dolor terribles y la sensación y el deseo de ser suyo».

ornahPalabras más palabras menos, esto es lo que trata El Museo de la inocencia, novela cuya suma demuestra una vez más que las pasiones humanas están basicamente construidas por cosas futiles y por instantaneas. Para materializar la pérdida, Pamuk acude a ello y abandona la metafísica propia de la altisonacia melodramática asomandose como es su costumbre a los temas siempre presentes en toda su obra. Esto es, la identidad, el trasunto de lo universal y su veracidad al momento de retratrar algo más que una vacía cotidianidad. Por allí, aparece la visión equilibrada entre lo viejo y lo nuevo,  aquella Estambul que se entremezcla con la modernidad y cuya identidad significa el cambio constante de una ciudad de contrastes que se mueve siempre de un continente al otro. Partiendo de una historia en apariencia gastada (el recurso de los amantes de distinta clase social que sobrellevan un romance  prohibido, el hombre rico a punto de casarse con una mujer de su misma condición) Pamuk recorre así mismo la ciudad de los años sesenta, haciendo de paso un entrañable sondeo –como es su costumbre– por la Turquía otomana, el Islam, Ataturk, el Bósforo, el cruce dialéctico entre oriente y occidente, la liberación femenina, las normas en esencia retrogradas que castigan el sexo antes del matrimonio. Por allí, Pamuk acude al triangulo amoroso en el que Kemal, el joven millonario, sostiene paralelamente una relación con Füsun, una dependiente de almacen, y Sibel, su prometida.

El museo que refiere el título consiste en una gran cantidad de objetos que Kemal guarda en su apartamento, desde bolsos, aretes hasta colillas de cigarrillos y con el cual el protagonista quiere construir una suerte de monumento al amor perdido, su torrida relación con Füsun:

«Todo aquel que tenga la menor idea sobre civilizaciones y museos sabrá que tras toda la sabiduría de la civilización occiden­tal, que es la que domina el mundo, se encuentran los museos, y que los auténticos coleccionistas que los inician, al recolectar sus primeras piezas, nunca piensan dónde les llevará lo que están ha­ciendo. Cuando las primeras piezas de las grandes colecciones caen en manos de esos auténticos primeros coleccionistas que más tarde habrán de exponerlas, clasificarlas y publicarlas en catálogos (los primeros catálogos son las primeras enciclopedias), la mayor parte de las veces ni ellos mismos son conscientes de ello»».

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Finalmente, y como forma de rendir yo mismo una especie de homenaje a los amores perdidos, consigno a continuación y a riesgo de parecer pretensioso o ridículo, mi propio museo de la inocencia. Invito de paso a los lectores de esta nota a hacer lo mismo en el foro de opiniones.

Una colchoneta. La traje de su casa apenas pude conseguir este apartamento y aún duermo en ella.
Un shampoo Nutrit para cabellos rubios. Lo compramos juntos y no lo usó más de dos o tres veces. Permanece, junto a un shampoo anticaspa, en el suelo de la ducha y no me atrevo a gastarlo ni a tirarlo.

Un cepillo azul de dientes. Permanece en el baño y cada que lo veo junto al mio me siento un poco menos solo. Y, aunque el mío ande ya algo desgastado, el de ella seguirá ahí, junto al espejo y el dentrifico.

Un libro de Pamuk, El libro negro.  Aún no he empezado a leerlo y ella, al irse de mi lado, ha dejado claro que su tenencia en mi poder es provisional y de carácter devolutivo.
Una televisión de 14 pulgadas. La usé por un tiempo y ahora la usa un amigo. olvidó pedirme el remoto.
Un par de medias azul turquesa. Las solía usar cuando se quedaba a dormir.
Una lámpara de mesa. Ella se quedó con la mia y la que dejó aquí jamás se usa, incluso ni siquiera tiene bombilla ni cable de corriente.
Una loción astringente. Ya no le doy uso desde que no volví a comprar bolitas de algodon.
Una  pulsera. Creo que es suya aunque no estoy del todo seguro.
Un pocillo de colores. El día en que fuimos por primera vez a mercar al Exito de la 53, recien me mudé aquí,compramos un pocillo para cada quien, el mio es, cómo decirlo, minimalista, blanco con lineas negras. A veces uso el suyo como cenicero.
Un par de fotos de documento. Las solía llevar en mi billetera pero ya han pasado a una caja en la que guardo objetos y recortes de otras parejas, un pequeño museo que reviso a menudo.
Una hamaca. La compramos juntos en el pasaje Rivas, es blanca y muy grande. La usé por un tiempo pero la pared no soportó la presión. Tengo sobre mi escritorio la tarjeta de la ferretería para que vengan a reparar el daño pero me abstengo de llamarles. No creo volver a darle uso y jamás la he lavado.

Un par de cds del juego de Los sims. Había instalado en mi computador el jueguito pero ya lo he desinstalado  pues andaba algo lento con tanta cosa. Solía venir a jugar mientras le cocinaba o salía a hacer alguna diligencia.

Un fondue. Lo usamos unas cuantas veces con chocolate y fresas. Ahora está sobre el mesón de la cocina y  me sirve de frutero.

Una caja vacia de Modiur. Son unas pastillas calmantes que ella usaba para la ansiedad y la supuesta depresión que, por cierto, jamás le vi padecer. Cuando viví con ella las tomé un par de veces para dormir.

Dos cobijas. Las compramos en el Only el día en que me mudé pues no teniamos con qué cubrirnos del frio esa primera noche. No sirven de mucho y duermo sobre ellas.

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Esta es, en general mi lista.

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