Cabos sueltos
La lectura como pecado capital
Eduardo Escobar
Editorial Eafit
Colección Letra x letra
Medellín, 2017
453 páginas

Una declaración de amor por la lectura y un vertiginoso canto a sí mismo resulta ser, en esencia, este libro de ensayos de Eduardo Escobar (Envigado, Colombia, 1943, Ibidem, 2024). Cabos sueltos, la lectura como pecado original, se suma a un volumen anterior de similar factura, Cuando nada concuerda, publicado por Siglo del Hombre Editores en 2013. Para este volumen, el autor ha reunido catorce capítulos concebidos como ensayos independientes junto a otro texto suyo al que se ha titulado, con algo de error, como prólogo. Dicho prólogo configura más bien un capítulo esencial en el derrotero de esta obra en concreto: conecta lo suscrito por el autor en su anterior obra y sirve de puente para las nuevas reflexiones que el presente volumen trae consigo, uniendo de una manera fluida el relato de su generación con el denso ensayo que se lee a través de estos dos títulos. En el volumen anterior, su editor, Ángel Nogueira Dobarro, hablaba de dicho ejercicio como un medio para “abordar su vida desde una experiencia literaria”, este segundo tomo va por el mismo camino. En Cabos sueltos convergen toda clase de reflexiones personales vistas desde el lente de la lectura, una lectura vívida que trashuma desde la transversalidad y la erudición, lo mismo que desde el relato de su juventud o su experiencia en el movimiento nadaísta de los años sesenta. En este sentido, bien vale una afirmación para abrir la nota. En realidad, este no es un compendio de ensayos, es más bien un gran libro personal de reflexión cuyo objeto es el de ir escribiendo un no tan temprano testamento intelectual, esto a los setenta y tantos años de edad.

La excusa más o menos entendible para capitular este libro a manera de corpulentos ensayos, parece ser la de actuar con algo de heterodoxia y evitar la saturación pues la lista de referencias, citas y anécdotas del orden intelectual contenidas en este son en realidad apabullantes, en todo caso no parece justa esta caprichosa división pues cada apartado no constituye en sí mismo una isla. Me explico. El tono de cada uno de los quince textos que constituyen este Cabos sueltos es precisamente uno que no permite ni mucho menos vérseles independientemente los unos de los otros pues están conectados por el flujo de la memoria y, sobre todo, por la necesidad que llama a Eduardo Escobar a no intelectualizar más de la cuenta sobre una materia en específico sino más bien a tejer un rico anecdotario en el que obras, autores, episodios librescos o históricos, de la farándula intelectual o de la ficción enciclopédica vayan construyendo un corpus que conforme, ahora sí, su ars poetica: una compuesta de más personajes y actores de reparto que Los Hermanos Karamazov y la Biblia narrados al tiempo. Se trata sobre todo de nombrar a su familia literaria.

En el texto que Escobar ha tomado por prólogo, se revela de primera mano mucho de lo que constituyen las entrañas del nadaísmo, por lo menos de aquello que ideológicamente significara para Escobar el romper con buena parte de la literatura parroquial de aquellos años y tirarse a la calle e “instaurar una nueva barbarie atendiendo al llamado del demonio”. Bromas aparte, y volviendo siempre a la experiencia personal empiezan a dibujarse para el lector una lista de referencias y anécdotas familiares que apoyan la penitente declaración de amor de Escobar (al pasar las hojas vamos anotando un sinnúmero de autores y a la vez abriendo eventualmente un álbum fotográfico de familia), desde la relación con su padre y sus charlas sobre escritores, su desdén mutuo por la literatura que consideran “ponzoñosa” o los “libros inmundos que colman el asco”; pasando por poetas “artificiosos” como Guillermo Valencia, “señor feudal y amo de indios”, o el chiquinquireño Julio Flores, “borracho, liberal y necrófago”, hasta llegar a T.S. Eliot o Pessoa y la heteronimia, “un poeta es muchas personas al mismo tiempo cuando es auténticamente bueno”.  De pronto en una página cualquiera encontramos una veintena de referentes con los que el lector novato deberá tener un posterior encuentro a solas. Para dar un leve ejemplo, tomo una página al azar: en su orden leo Borges, Shakespeare, Kipling, Charlie Mears, Bécquer, Flannery O’Connor, Papini, Unamuno. El libro sirve de paso para encontrar una lista de recomendados excepcionales. De la pasión de estas páginas nos queda esta oración: “Un poeta, no sé si falso o inventado, cantó que todas las mujeres son la misma mujer y que todos los poetas le escriben el mismo poema”, por ejemplo.

La frase que sirve como subtítulo de este Cabos sueltos es a su vez el título del ensayo que abre el libro tras su emocionado y vital prólogo. “La lectura como pecado capital” entraña el sentido de este libro: “Vivir es leer, es desentrañar un sistema en el abigarramiento del mundo, hallar un código que imponga un orden en la espantosa multiplicidad de los seres, la multitud de las arenas y el tumulto de las estrellas” (p. 67). La frase entera es de Escobar, y lo digo porque muchas de las grandes frases que aquí aparecen son prestadas, aparte de aquellos sendos episodios en los que el autor acomete la descripción de su vida de juventud en Antioquia, como lo hace en algunos trechos que suenan a narrativa, por ejemplo, en el ensayo “Encuentro evangélico con la novela policiaca” en donde Eduardo Escobar sale de su erudición para narrarnos en clave de novelista. De esa descripción de lo que constituye la lectura, acaso como “Paraíso artificial” muy a la usanza de Baudelaire, Escobar puede ir a cualquier cosa, aquí lo hace yendo al tema de Dios, tema que ya abordó más a fondo en su Cuando nada concuerda, o a la cocaína, aquella droga “nos pone en contacto con la animalidad cruda. Es una droga para la acción, para el movimiento, un ámbito propio de una sociedad de sadomasoquistas del trabajo. De gente que no sabe quedarse quieta leyendo en su casa”. Al igual lo hace al hablar sobre el alcohol, la sobriedad o la embriaguez del Spleen de París. La crítica soterrada ya no lo es tanto cuando quien habla no tiene empachos para decir lo que piensa, ahora parapetado tras un longevo discurso que le permite ser, junto al también nadaísta Jaime Jaramillo Escobar, la voz cantante de su generación. Ambos son los sobrevivientes más notorios y activos intelectualmente del movimiento nadaísta.

Dentro del libro de Escobar cabe por igual la crítica literaria, continuada tras sus primeros embates contra grupos literarios como el de “Piedra y cielo” o el llamado “Parnaso colombiano” (desde el mismo manifiesto nadaísta leído por Arango por allá en 1958 en el Café Automático de Bogotá hasta las primerísimas páginas de este libro donde Escobar da cuenta de sus desafectos hacia estas corrientes), hasta su lectura de la actual novelística de mafiosos y violencia o la sospechosa moda editorial de los relatos de guerra y secuestro  que tanto dinero dejan en las arcas corporativas: “Entre las peores desgracias del siglo en Colombia, con los sicarios, versión moderna de los antiguos cazadores de cabezas (…) debe contar la proliferación de una escritura biliosa cuyos autores recuerdan a los basuriegos” (p. 139). Libros “perniciosos” que deben ser reemplazados por otros que eviten las palabras manidas de cada día e inauguren “otro lenguaje por inventar entre nosotros”, aquí el momento para hablar de Lous-Ferdinand Céline, de Faulkner, de Nabokov, san Agustín, Benvenuto Cellini, Santa Teresa de Ávila hasta Franck Mc Court y sus Cenizas de Ángela, relato autobiográfico cargado de tragedia pero narrado con una belleza que envidiarían aquellos productores de chatarra de los que habla Escobar en este apartado. Por allí, vuelve el crítico de poesía y el nadaísta de antaño a “tirar cagajones contra los escritores del canon”, aparecen en sus vestiduras arcaicas la figura de Eduardo Carranza, la de Eduardo Caballero Calderón, una vez más la de Julio Flores (esto en el ensayo “Escritura y desafueros”).

En el curso de este libro personal de Escobar, a su vez guía y manifiesto para la lectura, el autor relata episodios de su vida relacionando procesos de lectura que lo han llevado de las novelas de aventuras hasta el cómic o que lo han traído de vuelta a novelas de juventud o lecturas del colegio y lo hace desde el relato personal de una vida marcada juiciosamente por la curiosidad intelectual. En otros momentos del libro, dedica apartes más extensos a autores como Fernando González o incluso hace una interesante aproximación a los colombianos Carrasquilla, Isaacs, Jorge Zalamea o José Eustasio Rivera; rememora ya con humor cómo en Colombia “se mezclaban en la misma sopa de la sensibilidad de la casa que era la de la nación” la lectura de Rubén Darío con la de Flores. Habla de temas actuales como la guerra entre la tecnología y el soporte impreso; de García Márquez, de Lawrence Durrell, incluso dedica unas cuantas páginas a Fernando Vallejo. Como es obvio cuando se habla de escritores, habla de los libreros, dedicándole unas páginas al conocido editor medellinense Alberto Aguirre. Yendo muy de prisa, me queda por mencionar su texto sobre los compromisos de los escritores en una esfera ya más política, desde dedicarle unas líneas a William Ospina, a Eduardo Galeano o a Abad Faciolince, siempre regresando a los autores clásicos y creando ramificaciones y volviendo a referentes de toda índole. Junto a los textos de más largo aliento, aparecen tres que tienen toda la pinta de haber sido encargados como notas de diario, precisamente aquellos que cierran este Cabos sueltos, “Falsas identidades”, “¿Es posible traducir el Tao Te Ching?” y “Las palabras de diario”, breves, aunque igualmente llenos de bibliografía. Sobre este particular, queda por pedir a los encargados de esta cuidadosa segunda edición de Eafit, impresa en Bogotá por Javegraf (la editorial de la Universidad Javeriana), un índice onomástico. A Eduardo Escobar, quizá el jerarquizar más sus ideas en esta clase de obras reunidas o compendios, digamos que para aprovechar más todo lo que aún le queda por decir.

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