Comparto el prólogo que el poeta mexicano Margarito Cuéllar, recientemente galardonado con el Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez, escribiera para mi libro Una jaula va en busca de un pájaro publicado por la editorial La raíz invertida dentro de su colección de poesía «Álamo», y presentado el 5 de noviembre en la programación de poesía joven realizada vía streaming por la Fundación Casa de Poesía Silva de Bogotá. Celebro sus amables palabras junto a las que el poeta portugués Nuno Júdice me obsequiara a su vez para la contratapa de este breve y sincero primer libro.
Almeyda, un pájaro de cuenta
Si algo deslumbra en los poemas de Carlos Andrés Almeyda es su apuesta por el lenguaje como soporte que le permite hilar un pensamiento poético sin que el poema se desvanezca. Con esto no quiero decir que hace a un lado los sucesos, sino que la forma en que engarza los vocablos en cada texto lo perfilan como un buscador de tesoros, un anacoreta, un pescador y un artesano. Sé que hay diferencias semánticas entre todos estos términos. Trataré de explicar cada uno a lo largo de este texto, que más que un estudio de sus poemas es un acercamiento a su poética.
Antes hago una breve regresión. Al momento de escribir estas líneas, una extraña criatura asola el mundo. Es microscópica y pareciera más bien la invención de una mente destructora o el guión de una novela negra cuyos protagonistas confiesan las teorías conspiranóicas más aterradoras. Evitaré nombrar la pandemia para proteger la pantalla de mi computadora de cualquier contagio y así proteger al poeta también. La amenaza, por llamarla de algún modo, nos mantiene en casa, sobre todo a los más vulnerables, ya por los años encima, ya porque hemos sido presas de alguna enfermedad de esas que empujan al ser humano a un acantilado y que cuando está a punto de caer, aparece una red y todo fluye de nuevo. Esta especie de toque de queda mundial tendrá como resultado, no lo dudo, empresas creativas que solo el futuro es capaz de delinear.
Vuelvo al caso Almeyda. Después de leer las ráfagas de la existencia atrapadas en Una jaula va en busca de pájaro me queda claro que aquí el lenguaje no es un adorno sino una herramienta para dar luz al poema. No luz artificial, como suele abundar en el mundo de la poesía, sino luz propia, que al rebotar en otras superficies, el lector, por ejemplo, surge un efecto multiplicador. Carlos Andrés Almeyda, como buscador de tesoros, se ve obligado a utilizar diversos tipos de máscaras para lograr su cometido. No puede descender al fondo del mar con su rostro verdadero ni andarse por los parques del poema sin un aire a lo Fernando Pessoa. El poeta, no Almeyda –me remito más bien al lisboeta de los heterónimos–, es un fingidor, ciertamente, pero antes que nada un creador. Buscador de tesoros porque va por la palabra precisa y la desmonta de su contexto lingüístico y crea sus propios artefactos poéticos. No a la manera de Nicanor Parra, sino adaptados a las formas de Almeyda, y ahí es donde entra la palabra “artesano”. ¿Por qué pienso que los poemas de Una jaula va en busca de un pájaro me remiten a la palabra “pescador”? Porque veo en sus textos, valga la paradoja partiendo de que la personalidad de Almeyda es más bien un tanto inquieta, la paciencia del autor indeciso que prefiere esperar una ópera prima bien armada a una casa derruida por el primer viento.
La paciencia del pescador no la tienen los poetas jóvenes contemporáneos, al menos no todos. Yo mismo, que ya no tengo nada de joven, fui pescador en mi adolescencia. Tenía la necesidad de pescar y lo disfrutaba. Pero no tenía paciencia. Dejaba las redes por ahí a ver qué pescaban solas y me iba de vago por las calles de una ciudad pequeña. Pero sí apliqué la paciencia del pescador y no publiqué mi primer libro a los veinte años sino a los veintiséis. Para entonces ya no me sentía un poeta joven sino mas bien viejo.
Almeyda es un mago de la palabra. Uno de los pocos seres involucrados en el mundo del diseño que sí leen. Por lo tanto, sabe de metáforas, de los laberintos del lenguaje, sabe cocinar palabras y sazonarlas, sabe de retórica y de sonidos, de formas y colores:
“Pero soy pequeño
en esta inmensidad de formas
y mis letras son ellas mismas
su propio vocabulario,
estoy yo,
organismo unicelular
sumergido en el éter”.
Sin que sea esta necesariamente una poesía para eruditos, Almeyda concentra referencias, autores, lugares que aluden a otras culturas, a otras épocas y a otras formas de asumir la existencia. Ahí está Nod, la tierra plana, el pastafarismo, Eratóstenes, Robert Graves y su Diosa Blanca, encontramos a Ezra Pound, el imaginismo, el spleen baudelariano incorporado al presente, el teatro de la Guillot, John Cage, Claudio Monteverdi, la Hidra de Lerna, los cuadros de Otto Dix o del Bosco, Federico Fellini y su “Ocho y medio”. Sobre todo está el transeúnte, el enamorado de las cosas que se escurren, el yo que es los otros, el que vuelve a los días de infancia:
“Al otro lado del mundo estoy yo
vuelvo a cruzar la acera
y a fumar
con un cigarro imaginario
mientras algo se proyecta en el aire,
dibujado,
y suena el bolero
que las paredes del barrio replican”.
Está el barrio Lisboa de Bogotá, en donde el poeta se desdobla y a la vez que es él también es el otro. La poesía como caja de resonancia de la música a los abismos luminosos; están también el miedo y la violencia contenida recordándonos que nada humano nos es ajeno.
¿Pero qué es en sí esta jaula en busca de un pájaro? Yo creo que una sucesión de viajes. Viajes al país imaginario que es el poeta, a los fantasmas que suelen acompañarlo y a sus sueños. Viajes a lugares y a no lugares. Un viaje con escalas al amor y a la ausencia, a la dicha y al dolor. Un viaje al desasosiego. Será porque “detrás de la palabra amor / no existe más que un deseo inacabado”. Sucesivos recorridos a la herida, a la llaga, a la cicatriz, pues ¿qué sentido tiene la vida sin los ingredientes que la matizan? Ninfas en la niebla. Y hago un paréntesis para decir que en esta época, en nuestros países latinoamericanos, soñar es un lujo, pero también un derecho. El poeta Almeyda lo ejerce.
Almeyda, dueño de un humor involuntario en la vida real, en el poema es la seriedad en llamas. Y esto no es un reproche sino una idea: el camuflaje, la máscara, el disfraz, son instrumentales poéticos para ejecutar una música que vaya más allá de los silencios. Me alegra que atrape sus pájaros sueltos y los incluya en esta jaula de palabras. Ya el lector encontrará la contraseña para ponerlos en libertad.
Margarito Cuéllar
Monterrey, México,
junio 19 de 2020