Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

Del Spleen de la memoria reelaborada

Lejos de Roma
Pablo Montoya
Alfaguara
Bogotá, 2008
178 páginas

portada-lejos-roma_grandeSi bien es cierto que toda recreación histórica representa por igual una relectura particular –como ocurriera al padre tutelar de la historia, Herodoto, pues la investigación emprendida por este era de alguna forma una interpretación, fantasiosa y exagerada para algunos frente a afirmaciones como el informar que la esperma de los etíopes era tan negra como su piel–, también lo es que muchos de esos hechos sólo son reformulables a través de la especulación y, sobre todo, desde las posibilidades epistémicas propias a la literatura como medio para poner en situación el elemento central de la historia, esto es, la propia condición humana.

 

Aquellas valoraciones de carácter metahistórico que en algunos casos suelen visitar la ficción narrativa, pueden tener la propiedad de reescribir esa historia desde sus pliegues para –un poco bajo el cuidado que demandaría la historiografía– dar un nuevo significado a la realidad como objeto susceptible de confrontación, en otros casos, se corre el riesgo de encontrarnos ante un mamotreto sin mayor prenda literaria pues ni sirve como documento histórico confiable y menos aún como lectura que puede deparar algo de momentáneo entretenimiento.

Lejos de estos dos casos, la novela histórica que se viene escribiendo en los últimos años en Colombia ha corrido con algo de suerte. Si por un lado los medios y el comercio no parecen querer poner sus ojos más que en las historias fofas y planas que la coyuntura social ha querido instaurar como lecturas esenciales, por el otro vienen apareciendo autores cuya apuesta estética ha permanecido a prudente distancia de la novela-guión –léase Jorge Franco Ramos, Mario Mendoza–; de la relamida literatura light; del testimonio escueto y amarillista que de la noche a la mañana convierte a un ex secuestrado en toda una figura de las letras; o de aquellas que tarde vienen a incorporarse en una onda ochentera-underground de visible corte adolescente, como es el caso de Efraín Medina Reyes o como puede verse en libros como Fondoblanco de Alejandro Arciniegas Alzate, especie de confesión narcótica que se nos quiere hacer pasar por novela.

Aunque breve, la lista de autores rescatables en relación a la novela de tinte histórico podría confirmar, como afirmara no hace mucho la Revista Arcadia, aquello de que el país estaba pasando por un supuesto boom del género, véase para la muestra al periodista y reportero gráfico Rafael Baena –su novela Tanta sangre vista se desarrolla en la Guerra de los mil días–, a autores como Fernando Toledo, Andrés Hoyos, William Ospina, Nahum Montt, Enrique Serrano, o a Juan Gabriel Vázquez y su Historia secreta de Costaguana, sobre la figura del escritor Joseph Conrad y su única novela, Nostromo.

Sin ser ésta del todo una novela que puede asumirse como histórica, pues su factura emprende otra suerte de empresa al permitirse la disgregación psicológica en relación a un hecho especifico, el exilio del poeta Ovidio, Lejos de Roma de Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) constituye todo un trazado de las pasiones humanas, aquellas que el desarraigo potencia a través de temas como la nostalgia, el amor, el deseo, el poder, la ambición, acaso desde la construcción de un personaje que pierde el molde de lo real para constituirse en paradigma de desencuentros y amargura, para permitirse, según se afirma en el libro, el “hablar de la búsqueda fundamental que caracteriza a los poetas genuinos”.

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D.R. Jorge Mario Munera

Publio Ovidio Nasón nace en Sulmona, Italia. Hacia el año ocho de la era cristiana es desterrado a Tomos (hoy Constanza, Rumania) al parecer debido al disgusto del Emperador Augusto frente a su Ars Amandi, libro que sin embargo llevaba algo más de diez años de haber visto la luz. Obligado a marchar, Ovidio sirve a Pablo Montoya no sólo como elemento constitutivo de una trama algo individual, pues el libro no pretende más que dar cauce a un monólogo entrecortado que lejos está de acudir a los hechos como espejo de un tiempo y una civilización, sino que más bien los trae a escena para permitirse toda suerte de licencias poéticas.

A través del cuidado en el lenguaje y de la metáfora como estratagema, Ovidio narra su caída desde el recuerdo mismo. Siendo ya un hombre abatido por la tragedia y desterrado en la Dacia, al costado occidental del Mar Egeo, el poeta se ve empujado a volver sobre la memoria para desarrollar un extenso poema colmado de fraseos y cadencias eróticas y dramáticas, con las que este expresa el peso del spleen que lo mantiene prisionero en aquella “morada de los muertos”, “puerto del espanto”, rodeado del pueblo bárbaro y alejado para colmo de su querida lengua latina:

“Dejé de ser alguien desde el día en que me fue avisado el repudio de Augusto. He sido nadie en todos los puertos que he atravesado hasta llegar a Tomos. Mi lengua, que podría actuar a mi favor, que siempre actuó a mi favor antes de este exilio, se estrella contra la ignorancia de los bárbaros”.

La idea de ese spleen me recuerda, de paso, las declaraciones que el autor diera en abril de 2008 al diario El País de Cali alrededor de la aparición de Lejos de Roma. Se trataba entonces de una obra que, atreviéndose a hablar de un tema algo trillado en la literatura, resolvía hacerlo de una forma digamos que más actual, no era tanto Ovidio como la idea del exilio moderno:

“En París me pregunté si era recomendable detenerme en las vivencias de los desterrados y refugiados políticos que uno encuentra en toda parte, pues muchas obras tocan ese tema, desde el ‘boom’ latinoamericano hasta El síndrome de Ulises de Santiago Gamboa (…) Empecé a buscar un personaje que me permitiera incluir mis inquietudes sobre el exilio. Ahí fue cuando encontré a Ovidio, en una excelente obra sobre Roma, para saber más sobre los exiliados de la época”.

Aquel exilio es en Lejos de Roma también la idea de la caída como destino esperado e irrevocable. El tedio y la tristeza son estaciones que transcurren de una forma moderada aunque supremamente dolorosa. El Ovidio de Montoya no espera pues regresar de rodillas ante el emperador sino que más bien sobrelleva cansadamente su situación mientras que el lenguaje hace de las suyas, es más bien un canto que, en cuarenta capítulos breves, va labrando desde su retorica todo un manifiesto moderno alrededor de la patria, la perdida, el desarraigo, la esperanza, el desasosiego, al tiempo que significa una constante confrontación con el sentido y práctica de la poesía. Por ello, no duda el autor en ponerlo en situación, en cobrarle por su indulgencia para con el emperador, dado que el Ovidio real hubiese perfectamente abjurado de sus faltas sólo para poder retornar a Roma.

Al preferir alejarse del Ovidio histórico y de todo lo que ello implica, Montoya logra abordar la naturaleza humana desde los confines del extravío, condición sine qua non para el destierro como leit motiv de la lectura y como situación metafísica de aquel “nadie” apátrida cuyo viaje dantesco no se compone más que del descenso al infierno. Por allí, el viaje de Ovidio significa de igual forma una sugestiva confrontación con los apetitos, la idea de moral, los estamentos, la identidad romana y los roles de poder. Se trata entonces de una revisión extemporánea que al ponernos frente a un pasado revisitado, infringe de igual modo las convenciones de lo que es tomado por cierto para reconfigurar el recuerdo a través tanto de la investigación como de la lúcida especulación literaria. Montoya, por ejemplo, no deja de acudir a obras de referencia como aquel conocido Ars Amadi para escribir uno de los más bellos y elaborados pasajes del libro, “El amor”, en el que el poeta toma a la joven Emilia para olvidar así “toda condena, toda distancia, toda quejumbre” y de paso contradecir una de sus conocidas afirmaciones, por la cual las mujeres maduras, al pasar de los treinta años, son “una complicidad y una apertura sabias hacia placeres más cabales”.

La prosa reposada y contenida de Montoya nos permite asistir a análisis complejos como aquel que puede desprenderse de la despersonalización como paradigma literario, aquí la enajenación atroz que significa la partida del lugar querido lleva al Ovidio de este Lejos de Roma a hurgar intensamente en el sentido mismo de la otredad:

“Soy otro, y ese otro es el que escribe. El exilio oscurece pero al mismo tiempo ilumina. Aplasta pero nos torna irónicos o sabiamente rencorosos en la derrota. Es una luz que ayuda a ver la profundidad de la herida en los flancos de nuestra ánima”.

No nos es extraño entonces visitar toda clase de paisajes oníricos en los cuales el regreso es la prenda siempre postergada y el olvido, como pathos –acaso la muerte como catalizadora–, viene a soportar un discurso colmado de brumas y renuncia: “Y dormir es como si me sumergiera en la memoria de un oscuro reptil cuya misión es devorar con minucia todas mis sensaciones y mis pensamientos”. Dicho viaje se compone, por lo demás, de constante requiebro. Así lo hace saber Montoya al subrayar el carácter retórico de ese otro que “aburre” mientras habla, pues “se lamenta demasiado y despierta sólo tristezas”:

“Si supieras, Ovidio, cómo cansas con tu continua queja. Si supieras cómo fastidia leer tus alabanzas a Augusto para que dulcifique el destierro. ¿Te parece que una obra así puede ser mejor que la que hiciste cuando eras, precisamente por tu exuberancia exquisita, el más leído de los poetas? ¿Te parece que hablar de una tristeza sin fin, y compararla con los cielos brumosos y las aguas heladas del Ponto y los rincones fétidos del Hades, es más memorable que aconsejar sobre el amor y contar cómo los dioses se transforman en animales y los hombres en ríos y en montañas sólo para poderse amar?”

El dar cuenta de esa variedad de “dolor solitario” y de la “lenta degradación” que significa para Ovidio –según cuenta al espectro de Lucio en un bello episodio del libro– la enfermedad y el dolor de la muerte, acaso la perdida de toda creencia en la patria, “aldea desolada sobre la cual gira un viento sin nombre y sin rumbo”, la desilusión o el abandono de esa tierra prometida llamada infancia, permiten a Montoya la posibilidad de explayarse en indagaciones poéticas que lo mismo podrían ocurrirle a este o a cualquier otro hombre “cuyo ego desgarrado se agiganta insoportablemente”. Tiene aquí por esto la posibilidad de especular de manera íntima y subjetiva. Dicho ejercicio viene a explicar una vez más hasta qué punto no se trata de una novela estrictamente histórica, pues la figura del poeta latino no parecen más que un pretexto para otro tipo de exploración, sea el tedio baudeleriano que ocurre en aquella París en la que Pablo Montoya viviera por unos años y a la que no ha dejado de involucrar en sus libros –caso de su Cuaderno de París, libro compuesto por medio centenar de prosas poéticas–, en el Tomos de Lejos de Roma o en cualquier recodo imaginario o real donde la narrativa pueda dar cuenta de esa búsqueda fundamental, la escritura como forma de llegar a llegar a sí mismo:

“Los otros me interesan poco. Escribo y soy mi único lector (…) Y lo que hay más allá de ese acto solitario me tiene sin cuidado (…) Ahora sé que la poesía es la palabra del desplazado, la del desarraigado y la del marginal. Y sé que es en la total renuncia donde es posible tocar el secreto del poema. Ésa y no otra, Lucio, es la dádiva que me ha otorgado este exilio”.

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